– ¿Qué has desayunado esta mañana?
– Chococrispis -respondió Danny-. ¿Y tú?
– Yo estoy tomando unos Cheerios.
– Puag -contestó Danny-. ¡Son asquerosos!
– ¿Tan asquerosos como besar a una chica? -dijo Jim, tomándole el pelo. Como todos los niños de nueve años, Danny se sentía repelido y a la vez extrañamente atraído por el sexo opuesto.
– Nada es tan asqueroso -replicó. Luego permaneció en silencio.
– ¿En qué piensas, bichito? -preguntó Jim.
– Papá, ¿puedo preguntarte algo serio?
– Puedes preguntarme lo que quieras, coleguita.
– ¿Está bien pegarle a una chica?
– No, Danny, está mal. Nunca jamás debes pegar a una chica. ¿Te acuerdas de lo que hablamos cuando te peleaste con Peter Clifford?
– Pero hay una chica en el colegio, Anne Marie Locasio, que no me deja en paz.
– ¿Y qué te hace?
– No para de meterse conmigo, de cogerme los libros y de perseguirme. Los de quinto se ríen de mí cuando lo hace.
Jim sonrió. Los de quinto, los amos y señores el patio de primaria. Se sintió muy mayor al caer en la cuenta de que Danny sería uno de ellos al año siguiente.
– Bueno, tú ignóralos y punto -respondió-, y si Anne Marie no te deja en paz, ignórala a ella también. Eres un chico muy grande, seguro que puedes alejarte de ella si quieres.
– Pero no me deja en paz -insistió Danny-. Me tira del pelo y…
– ¿Qué?
La voz de Danny se convirtió en un murmullo. Era evidente que no quería que su madre o su padrastro se enterasen.
– ¡Intenta besarme!
Jim sonrió, haciendo un gran esfuerzo por no echarse a reír. Luego le explicó a Danny que eso significaba que a ella le gustaba, y los pasos que debía dar para protegerse de futuras trastadas sin herirla a ella o sus sentimientos.
– ¿Sabes qué, papá?
– ¿Qué, bichito?
– Me alegro de poder preguntarte cosas así. Eres mi mejor amigo.
– Tú también eres mi mejor amigo -dijo Jim a través del nudo de su garganta.
Escuchó a Tammy gritar algo de fondo. Oír su voz le provocó una mueca de dolor.
– Mami necesita el teléfono, así que tengo que ir acabando. ¿Me llamarás la semana que viene?
– Te lo prometo. Palabrita del niño Jesús.
– Te quiero más que a Spiderman.
– Y yo a ti, más que a Godzilla -respondió Jim, siguiendo aquel juego familiar.
– Te quiero más que «finito» -contestó Danny, ganando por enésima vez.
– Yo también te quiero más que infinito.
Después escuchó un clic seguido de un tono de llamada. Aquélla fue la última vez que habló con su hijo.
Jim echó un vistazo a aquel niño sonriente de la fotografía a través de las lágrimas. No estuvo allí. No estuvo allí cuando su hijo se iba a dormir cada noche, cuando preparaba épicas batallas entre la Guerra de las Galaxias y la Patrulla X con sus figuras de acción, cuando jugaba con la pelota en el patio de atrás o cuando aprendía a andar en bici.
No estuvo allí para salvarlo.
Jim cerró los ojos.
Carrie escarbó en la tierra y pronunció su nombre, hambrienta.
Tensó el dedo.
El teléfono móvil empezó a sonar.
Jim saltó, tirando la pistola a la cama. El teléfono volvió a sonar. La pantalla digital verde emitió un brillo siniestro bajo la tenue luz de la lámpara.
Jim rió y se movió. No podía tragar saliva, no podía respirar. Se sentía como si alguien le hubiese pegado en el pecho y le hubiese pateado las pelotas. Consumido por el terror, intentó mover los brazos, sólo para descubrir que no podía.
Sonó un tercer tono. Y un cuarto. Estaba volviéndose loco, por supuesto. Era la única explicación. El mundo estaba muerto. Sí, aún había energía y los satélites todavía contemplaban las ruinas en un fúnebre silencio, pero el mundo estaba muerto. Era imposible que alguien le estuviese llamando en ese momento, sepultado bajo las ruinas de Lewisburg.
El quinto tono le arrancó un gemido de la garganta. Combatiendo la tensión que lo atenazaba, Jim se puso en pie.
El teléfono siguió sonando, insistente. Su mano temblorosa lo alcanzó.
«¡No contestes! Será Carrie o cualquier otro. O quizá algo peor. Como contestes, empezarán a llegar a través del teléfono y…»
Se detuvo. El silencio era ensordecedor.
La pantalla parpadeó. Alguien había dejado un mensaje.
«Mierda.»
Agarró el teléfono como si estuviese sujetando a una serpiente viva. Se lo llevó al oído y pulsó el cero.
«Tiene un mensaje nuevo», dijo una voz mecánica femenina. Aquella voz enlatada era el sonido más dulce que jamás había oído. «Para escuchar el mensaje, pulse uno. Para borrar el mensaje, pulse almohadilla. Si necesita ayuda, pulse cero para ponerse en contacto con un operador.»
Pulsó el botón y escuchó un zumbido mecánico y distante.
«Sábado, uno de septiembre, nueve de la tarde», le dijo la grabación. Jim soltó un suspiro que había estado conteniendo inconscientemente. Entonces escuchó una voz nueva.
«Papá…»
Jim ahogó un grito. El pulso volvió a acelerársele. La habitación dio vueltas.
«Papá, tengo miedo. Estoy en el ático. Me…»
Se oyó mucha electricidad estática, interrumpiendo el mensaje. Después volvió a escuchar la voz de Danny, que sonaba queda y temblorosa.
«… acordaba de tu número, pero el móvil de Rick no funcionaba. Mami pasó mucho tiempo dormida, pero luego se levantó y lo arregló, y ahora se ha vuelto a dormir. Lleva durmiendo desde… desde que cogieron a Rick.»
Jim cerró los ojos mientras le abandonaban las fuerzas en las piernas. Las rodillas le flaquearon y cayó redondo al suelo.
«Tengo miedo, papá. Sé que no tendríamos que marcharnos del ático, pero mami está enferma y no sé cómo hacer que se cure. Oigo cosas fuera de casa. Algunas veces sólo pasan por delante y otras creo que intentan entrar. Creo que Rick está con ellos.»
Danny estaba llorando y Jim lloró con él.
«¡Papá, me prometiste que me llamarías! Tengo miedo y no sé qué hacer…» Más electricidad estática. Jim alargó el brazo para no desplomarse.
«… y te quiero más que a Spiderman y más que a Pikachu y más que a Michael Jordán y más que "finito", papá. Te quiero más que infinito.»
El teléfono quedó mudo en su mano mientras la batería apuraba su última chispa de vida.
Sobre él, Carrie aulló en la noche.
No estaba seguro de cuánto tiempo había permanecido encogido con los ruegos de Danny reverberando en su cabeza. Al final, sus miembros adormecidos recuperaron la fuerza y volvió a ponerse en pie.
– Te quiero, Danny -dijo a voz en grito-. Te quiero más que infinito.
La angustia desapareció y dio paso a la determinación. Agarró el periscopio y oteó la oscuridad. No vio nada más que el manto plateado de la luna. Entonces, un ojo ceñudo y hundido, horriblemente aumentado, le devolvió la mirada. Se alejó del tubo de un salto, consciente de que un zombi estaba mirando por él. Se obligó a sí mismo a volver a mirar. El zombi se alejó lentamente.
El cadáver de Carrie se erguía bañado por la luz de la luna, radiante en su putridez. Su hinchado abdomen, horriblemente dilatado por el retoño que aún habitaba en ella, estaba oculto bajo los jirones de la bata de seda con la que la enterró. Unas cintas de raso desgastadas ondeaban sobre su piel gris.
Pensó en la noche en la que le dijo que estaba embarazada. Carrie estaba tumbada a su lado, con una fina capa de sudor enfriándose después de hacer el amor. Tenía la cabeza sobre su tripa, con la mejilla apoyada en sus cálidas y suaves curvas, regodeándose en la sensación de sentir su piel contra la suya, en su olor y en el minúsculo, casi invisible vello de su tripa, que se movía suavemente con su respiración. En su interior crecía su bebé.