– Desde luego.
– Entonces ayúdame -dijo Jim-. Por favor.
Delmas miró a los dos y se encogió de hombros.
– Imagino que necesitareis tener el estómago lleno antes de marcharos. No tenemos gran cosa, pero será un placer compartirlo con vosotros. Estoy preparando las cosas para ir a por algo para cenar. ¿Quiere venir, reverendo?
– ¿Al bosque, quiere decir? -tartamudeó Martin-. ¿Pero no es peligroso?
– Y tanto que lo es, pero soy precavido. La verdad es que no tenemos elección. Hay una tienda de alimentación, pero queda muy lejos y no creo que esté abierta al público. Además, cazar en estas colinas es bastante fácil, seguro que podemos hacernos con una ardilla o un conejo, o puede que hasta un pavo salvaje, siempre y cuando no se hayan convertido en una de esas cosas.
– Bien, entonces yo también voy. -Martin dirigió la mirada hacia Jim, pero su compañero parecía inmerso en sus pensamientos-. No he cazado desde hace… bueno, unos diez años. Desde que la artritis empezó a hacer de las suyas. ¡Pero bueno, suena divertido!
Delmas empezó a reír y le dio un palmetazo en la espalda antes de salir de la habitación.
Martin miró a Jim.
– Intenta descansar, ¿vale, Jim? Volveré en cuanto pueda.
Jim no respondió y Martin asumió que no le había oído. Pero entonces Jim se agitó y lo miró.
– Ten cuidado, Martin.
El anciano asintió y siguió a Delmas.
Jim cerró los ojos e intentó dormir, pero le perseguían las imágenes de la pesadilla. Las imágenes de Danny.
– Aguanta, bichito -susurró en la oscuridad-. Papá está de camino. Te lo prometo.
Delmas abrió el armario de madera de cedro en el que guardaba las armas y cogió dos fusiles. Se quedó con un 30.06 y le dio un Remington 4.10 a Martin.
El predicador miró el arma con escepticismo.
– Un poco pequeño, ¿no? ¿Y si nos encontramos con algo más grande que una marmota? ¿Bastará?
– Tengo algunas balas especiales de plomo -gruñó Delmas-. Jason mató a un ciervo de cuatro puntas usando esas balas y el fusil que está sujetando ahora mismo. Y para todo lo demás, bueno, asegúrese de apuntar a la cabeza. -Le guiñó un ojo y empezó a cargar el arma.
– Sí, hasta ahí ya llego -dijo Martin, cogiendo una caja de munición que Jason le ofrecía. Le gustó sentir el peso del fusil en las manos. Abrió el cerrojo e introdujo tres cartuchos.
– ¿Listo? -preguntó Delmas.
– ¡Como nunca! -respondió Martin, intentando transmitir confianza. Sin embargo, sus ojos no reflejaban la misma seguridad, de modo que Delmas frunció el ceño.
– Reverendo, en serio que no hay razón para preocuparse. Sólo vamos a dar un rodeo por el valle. Jason y yo solemos ir a cazar un par de veces a la semana. No tenemos elección: nos comimos al último pollo y las vacas… bueno, ya le he hablado de las vacas. No podemos cultivar nada más en lo que queda de año y no tengo comida enlatada como para compartir. Así que si queréis algo para comer, habrá que salir ahí fuera a conseguirlo.
Martin acarició la culata del fusil deslizando sus doloridos dedos por su delicado acabado en color avellana.
– Lo siento, Delmas. Te lo agradecemos sinceramente, pero estoy un poco nervioso, eso es todo. -Sonrió, le dio unas palmaditas al arma e hizo un ademán en dirección a la puerta-. Después de ti.
El montañés rió y se dirigió a Jason.
– Nada de salir hasta que yo vuelva, ¿entendido? Quiero que te quedes aquí y ayudes al señor Thurmond en todo lo que necesite.
– Sí. ¿Quieres que prepare unas patatas?
– Claro -respondió Delmas mientras se dirigía a la puerta-. Empecé a pelarlas hace un rato.
Ambos salieron al porche.
Delmas se dio la vuelta y apretó su barbudo rostro contra el cristal de la puerta.
– Eh, ¡Jason!
El joven miró hacia atrás, sorprendido.
– ¿Sí, papá?
– Te quiero, hijo. Cuídate.
– Y tú, papá.
Jim tragó con dificultad al oír cómo padre e hijo se despedían. Se levantó, miró por la ventana y vio a los dos hombres caminar por el campo y volverse cada vez más pequeños hasta que, finalmente, desaparecieron en el valle.
Volvió a refugiarse bajo las sábanas mientras se acariciaba con cuidado el hombro, que no paraba de palpitar. No conseguía quitarse de encima la impresión de que algo iba a salir mal y deseó que Martin hubiese rezado, por lo menos, una oración.
Entonces volvió a pensar en Danny y la aprensión se hizo aún peor.
Se sumió de nuevo en un turbulento sueño.
El valle estaba tranquilo pero al mismo tiempo resultaba imponente. Se extendía por algo más de un kilómetro cuadrado y estaba conformado por cuatro pendientes que confluían en un punto. Un serpenteante arroyo lo recorría de punta a punta y desembocaba en un maizal al otro lado de la granja de los Clendenan.
Estaba sumido en el más absoluto silencio, lo que ponía nervioso a Martin. No había ardillas correteando alegremente entre las ramas. No había pájaros trinando. No había ningún sonido, a excepción del ruido que hacía Delmas cada vez que escupía un chorrito de tabaco marrón y del murmullo del agua.
La flora estaba viva y era exuberante. Los helechos cubrían los márgenes del arroyo; los retorcidos espinos, las enredaderas y las ramas de los árboles bloqueaban el camino a cada paso que daban. Las piedras grises que tapizaban el suelo del bosque estaban cubiertas de musgo. Martin pensó que parecían lápidas.
Delmas separó la cortina de hojas que había ante ellos y avanzó colina abajo. Las ramas volvieron con un susurro a su posición original y, tras un instante de duda, Martin le siguió.
El terreno describía una suave pero continua cuesta abajo. No había señales de vida y Martin tenía la inexplicable impresión de que el valle estaba conteniendo la respiración.
– Me encanta este sitio -susurró Delmas-. No hay vendedores ni recaudadores de impuestos, sólo el aire y el olor del bosque y las hojas mojadas. Y lo mejor de todo es cuando el viento sopla entre las ramas, eso es lo mejor que hay.
– ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?
– Sí, desde la guerra. Vine en el sesenta y nueve, antes de que los porreros empezasen a joderlo todo. Volví a casa, me casé con Bernice y construimos este lugar. Tuvimos dos hijas, Elizabeth y Nicole, que se mudaron hace mucho. Nicole se marchó a Richmond y se casó con un veterinario. Beth se fue a vivir a Pensilvania.
Pateó una raíz que asomaba de la tierra.
– No sé si siguen vivas o no. Sospecho que no. No he vuelto a saber nada de ninguna desde que empezó todo esto. En fin, después de que las chicas nos hiciesen abuelos, Bernice me sorprendió con la noticia de que volvía a estar embarazada. Y te digo una cosa, reverendo, al principio me asusté. Acababa de cumplir cincuenta y no estaba como para criar a otro hijo. Pero, en secreto, siempre quise un niño. Me había hecho a la idea de que nunca tendría uno, así que cuando Jason vino al mundo, me puse más contento que un cerdo en su propia mierda. Adoro a mis hijas, pero ¿sabes a lo me refiero?
Martin asintió.
– Tu hijo es un buen chico.
– Sí señor, vaya si lo es. Y es todo lo que tengo. Por eso me compadezco de tu amigo, menuda jodienda. ¡De las gordas! Me hago a la idea de cómo lo tiene que estar pasando.
– Creo que cualquier padre podría -añadió Martin.
– Dime una cosa, reverendo. Entre tú y yo, ¿crees que hay alguna posibilidad de que el chico esté vivo?
Antes de que Martin pudiese contestar, las ramas que se extendían sobre su cabeza se movieron. De pronto, un enorme cuervo negro alzó el vuelo, rompiendo el silencio.
– Dios mío -dijo Martin mientras se sujetaba el pecho-. ¡Pensé que iba a darme un ataque al corazón!