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Delmas se rió.

– ¡Ya te dije que aquí los animales están vivos! Jason y yo somos los únicos cazadores; bueno, y el viejo John Joe, que vive ahí. -Señaló en dirección al maizal.

– Entiendo que es vuestro vecino.

– Es un chalado, eso es lo que es, pero no le culpo. A su mujer le pasó lo mismo que a Bernice, excepto que John Joe no la enterró como hicimos Jason y yo.

– ¿No? Por favor, no me digas que… intentó comérsela…

– ¿John Joe? ¡Joder, no! No está loco como esos caníbales con los que os encontrasteis antes. Simplemente no pudo aceptar el hecho de que ya no fuese su mujer.

– Entonces ¿qué hizo con ella?

– Bueno, pues la dejó en el gallinero, le ató las piernas con grilletes y cadenas y lo arregló todo para que quedase como una celda pequeña. Y le dio de comer.

– ¿Le dio de comer?

– Sí. Pollo, vaca, un pez que pilló en el Greenbrier. Lo cocinó todo y se lo acercó con un palo que tenía un gancho en su extremo para quedar fuera de su alcance. Como no lo probaba, intentó darle verduras del jardín, pero ni por ésas. Así que dejó de cocinar y le dio de comer carne cruda. Eso sí se lo comió, pero John Joe sabía que aquello no era normal y me pidió que pasase a echar un vistazo. Creo que no está al corriente de lo que ha pasado en el mundo, no solía ver las noticias.

»Así que me pasé a ver. Era horrible. Cuando la vi, se había comido un tobillo para liberarse de los grilletes y estaba mordisqueando el otro. Se puso como una fiera y empezó a jurar. -Se sonrojó-. Bueno, basta con decir que nunca había oído a una señorita decir semejantes cosas, ni siquiera a las prostitutas orientales durante la guerra. Decía cosas terribles. Y no hablaba sólo en inglés; empezaba a gritar en inglés y luego metía en medio unas palabras que no había oído en mi vida. A saber lo que significaban… Pero te digo una cosa, sonaban fatal. Había algo maligno en aquellas palabras.

Martin toqueteó el fusil.

– ¿Y qué fue de ella?

– Bueno, le dije a John Joe lo que teníamos que hacer, pero se negó. Supongo que ella acabó liberándose a fuerza de mutilarse porque una semana después vimos a John Joe caminando por el campo, tan muerto como ella. Tenía mordiscos por todas partes y la garganta arrancada. Jason acabó con él de un tiro.

Siguieron caminando colina abajo hasta llegar al arroyo. Delmas se detuvo y señaló al barro: un rastro de pisadas atravesaba la corriente y se dirigía hacia arriba.

– Son frescas -susurró-. ¡Acaban de pasar por aquí!

Martin echó un vistazo alrededor, pero no había ni rastro del ciervo.

– Vale, vamos a hacer lo siguiente -le dijo Delmas-. Voy a subir por esa pendiente y espantarlos en esta dirección. Tú escóndete detrás de ese árbol -dijo mientras apuntaba a un enorme y retorcido roble-. El que consiga la primera presa gana, el perdedor tendrá que prepararla.

– De acuerdo -respondió Martin. Dio gracias por no tener que subir colina arriba: el dolor que le provocaba la artritis estaba extendiéndose por su espalda y piernas.

– Espera a que me sirva un poquito.

Delmas se metió un poco de tabaco para mascar entre el labio y la encía y cerró la tapa de la lata. Después de devolverla al bolsillo de su chaqueta, se frotó las manos y cogió el fusil.

– Tengo la lata casi vacía. Tendré que dejarlo pronto, no creo que vaya a conseguir más.

Empezó a alejarse cuando, de pronto, oyeron una rama partirse al otro lado de la corriente.

Martin dio un respingo y retrocedió unos pasos. Se oyó el chasquido de otra rama seguido del murmullo de las hojas.

Delmas se dio cuenta inmediatamente y se paró en seco, conteniendo la respiración. Prefirió tragarse la saliva mezclada con tabaco antes que escupirla y revelar su presencia.

Una figura emergió de debajo del extenso follaje. Cuatro patas, un torso y una cabeza. ¡Y menuda cabeza! Aún cubierta por las ramas, Delmas distinguió la silueta de un ciervo, posiblemente de doce puntas o más.

«Joder», pensó. Le temblaban los dedos.

El ciervo agachó la cabeza, como si quisiese olfatear el terreno, y Delmas le apuntó con el fusil.

Entonces ocurrieron dos cosas a la vez.

Martin detectó un olor a carne podrida y el ciervo desapareció en el bosque en un santiamén, agitando las ramas a su paso. Sus cazadores llegaron a atisbar un destello blanco mientras corría.

– ¡Es uno de cola blanca!

Relajando la seguridad, Delmas corrió tras él.

– ¡Espera! -gritó Martin-. ¡Creo que es un zombi!

El rugido del fusil de su compañero ahogó su advertencia.

Martin corrió tras él. Intentó gritar otra vez para avisarle, pero acabó tan cansado que sólo consiguió proferir un gemido. El ciervo seguía en pie. Delmas se colocó el 30.06 cuidadosamente en su hombro y volvió a apuntar.

El ciervo resopló y giró la cabeza hacia él. Seguía sin poder ver sus rasgos por culpa del follaje, pero estaba seguro de que estaba mirándolo de frente.

Apretó el gatillo. El fusil le golpeó entre la axila y el hombro. Le gustaba aquella sensación.

La bala atravesó el corazón del animal y el ciervo se desmoronó en las sombras que proyectaban los árboles.

El disparo resonó por todo el valle. Delmas sonrió, satisfecho: si lo trataban bien, el ciervo les proporcionaría sustento para meses.

Martin se apoyó en un árbol e intentó decir algo, pero no podía dejar de jadear.

Delmas corrió hacia su presa con entusiasmo. Pero en cuanto captó el olor, arrugó la nariz.

– Ay, mierda.

El ciervo estaba muerto antes del disparo.

El zombi se puso en pie y bajó la cornamenta. Del follaje surgieron otros tres ciervos, dos grandes machos y un gamo, avanzando amenazadoramente. El que había recibido el disparo emitió un sonido que Martin habría jurado que era una carcajada.

«Lo han planeado -pensó para sí-. ¡Dios mío, nos han tendido una trampa!»

* * *

Jim se despertó al oír los disparos en la lejanía. Bostezó, aún un poco mareado, y se tomó un momento para estudiar la habitación con más detenimiento. Era muy austera: sólo tenía una cama, una mesita de noche y un armario. Había un retrato de Jesús colgado de la pared y una fotografía de Jason sujetando, orgulloso, un sedal de pesca, al final del cual colgaba una trucha. Sobre el armario reposaba la foto enmarcada de una mujer bonita pero de expresión cansada. Supuso que sería la mujer de Clendenan.

Encima de la mesita de noche había una jarra de agua y un bote de aspirinas. Jim se tragó cuatro pastillas y dirigió su atención hacia la herida, tanteando la venda con los dedos. Escuchó el repiqueteo de las ollas procedente de la cocina. Se estiró, se levantó de la cama, se vistió y se dirigió a la ventana.

Las vistas eran idílicas, tranquilas. Un establo color rojo se inclinaba precariamente hacia la izquierda. Estaba rodeado por un corral, un granero y unas cuantas herramientas de madera. Un tractor John Deere que había visto mejores días descansaba inmóvil, con hierba creciendo en la parte superior de sus enormes ruedas. A la derecha había una parcela de jardín, ahora vacía y yerma. Cerca de éste, bajo un gran sauce, había una lápida improvisada en la que se podía leer:

BERNICE REGINA CLENDENAN

AMADA ESPOSA Y MADRE DESCANSE EN PAZ

La propiedad le recordó el lugar en que había crecido: las montañas Shennandoah, en Pocahontas County. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que pensó en sus padres y se sintió avergonzado de ello. No había vuelto a la casa que le vio crecer en años, desde que ambos murieron y el banco se quedó con la granja para cubrir sus impresionantes deudas. Jim siempre había lamentado que Danny no hubiese podido conocer a sus abuelos.

Pero a la vez agradecía que no hubiesen estado vivos para ver qué había sido del mundo. Ya había perdido a demasiada gente: Carrie, el bebé, amigos como Mike y Melissa. No habría querido sentir la angustia de perder a sus padres otra vez.