La puerta se abrió y Jason echó un vistazo al interior. Jim se preguntó por qué había pensado que aquel chico era mayor que Danny, ahora que podía ver claramente que tenían la misma edad. De hecho, el chico se parecía muchísimo a su hijo. ¿Por qué no se había dado cuenta antes?
– No quería molestar, señor Thurmond, pero pensé que a lo mejor tenía hambre.
– No me molestas -sonrió Jim-. Por favor, llámame Jim. Eres Jason, ¿verdad?
– Sí, señor, quiero decir, Jim.
– ¿Han vuelto ya Martin y tu padre?
El chico negó con la cabeza.
– No, pero ya no deberían tardar mucho. Oí unos disparos hace tres minutos.
– Sí, me han despertado. ¿Qué habrán cazado?
– ¡Oh, en el valle hay todo tipo de bichos! He cazado conejos, faisanes, marmotas, ardillas, ciervos y hasta un pavo o dos. Pero el año pasado no conseguí darle a un oso.
– Bueno, pues está bastante bien para un chavalín como tú -exclamó Jim-. Tu padre debe de estar muy orgulloso.
– No soy ningún chavalín -dijo el chico, sacando pecho-. En diciembre cumplo doce.
– ¿Doce? -Jim lo estudió y lo vio claro. Jason no se parecía a Danny en lo más mínimo. ¿Qué le pasaba? ¿Estaba volviéndose loco?
Jason le preguntó algo mientras cavilaba y se quedó mirándolo, confundido.
– Lo siento -se disculpó Jim-. Todavía estoy un poco mareado. ¿Qué has dicho?
– Que hay sopa de tomate, si quiere. Le vendrá bien hasta que vuelvan de caza. También tenemos carne y patatas.
– Creo que me vendría muy bien un bol.
Siguió al chico a través del salón hasta la cocina. La presencia de Bernice era patente por toda la casa, pero allí era aún más evidente: desde los agarradores de cocina ricamente adornados hasta el color a juego de la tostadora, todo llevaba su característico toque femenino.
– Me imagino que echarás de menos a tu madre.
Jim se arrepintió de haberlo dicho en cuanto las palabras salieron de su boca, pero entonces ya era demasiado tarde.
– Sí -replicó Jason, con tono áspero.
Sacó un bol del armario y lo llenó de sopa, que borboteaba suavemente en una olla negra que reposaba sobre la estufa de leña.
– Cuando mamá murió, papá dijo que había que quemarla. Era como una cremación, así que, bueno, no me pareció mal. Pero papá no estaba seguro de que con eso bastase y antes de ponerse a ello me dijo que me metiese en casa. En vez de eso di un rodeo, me escondí detrás del granero y vi cómo lo hacía. Cogió el machete que utiliza para quitar las malas hierbas y… y le cortó la cabeza a mamá. Después la quemó.
Jim no sabía cómo responder, así que no dijo nada. Jason le tendió el bol y se sentó a la mesa, esperando pacientemente a que el chico continuase.
– Después de aquello me enfadé con papá, pero bueno, entiendo por qué lo hizo. Lloraba, así que le dolió a él tanto como a mí.
– Estoy seguro de que le resultó muy duro hacerlo -dijo Jim-. Pero creo que lo hizo porque te quiere y desea que estés a salvo.
– Sí, eso creo -sollozó Jason.
– Yo también tengo un hijo -dijo Jim entre sorbo y sorbo-. Se llama Danny. Es un poco más joven que tú, pero creo que os llevaríais bien. Vive en Nueva Jersey con su madre y su padrastro, y el reverendo Martin y yo vamos a buscarlo.
– ¿Sabe que vas hacia allí?
Jim se lo planteó un momento.
– Sí, creo que sí. Sabe que no lo dejaría solo y abandonado. ¿No pensarías tú lo mismo de tu papá?
Jason se encogió de hombros.
– Supongo. Pero Nueva Jersey está muy lejos.
A Jim le rugió el estómago: la sopa le estaba reavivando el apetito.
– Para un padre es muy duro no poder estar todos los días con su hijo -le contestó a Jason-. Quería estar ahí, con mi hijo, pero no podía. No me estaba permitido. Mi ex mujer contrató a un abogado muy caro y yo no podía permitirme uno. Me habría gustado estar ahí cada vez que se caía de la bici y se raspaba la rodilla, o cada vez que le despertaba una pesadilla. Pero no fue así. Ahora lo importante es que Danny sabe que estaré ahí. Dentro de poco volveremos a estar juntos.
Jim se terminó la sopa y le dio las gracias a Jason. La conversación tomó otros derroteros y Jim le pidió que hablase de la granja. Por su parte, Jason quería saber más sobre lo que habían visto Martin y él durante su viaje, así que Jim se lo contó todo omitiendo los detalles más escabrosos. Jim descubrió que el chico no sabía nada del mundo más allá de lo que había visto en la televisión.
– ¿Cuál es el lugar más lejano que has visitado?
– La casa de mi hermana, en Richmond. Mamá y papá iban a llevarme a los jardines Busch el verano que viene, pero supongo que ya no quedará gran cosa que ver.
Esbozó una sonrisa y Jim, sorprendido, rió con él.
– Eres un chaval muy valiente, ¿lo sabes, Jason?
– Sí, eso me dice papá.
Entonces oyeron los gritos en el exterior.
Capítulo 11
Baker sopesó sus opciones mientras conducía por la autopista.
Había un centro comercial en la siguiente salida, a unos pocos kilómetros, donde podían abastecerse de comida, ropa y armas. Sin embargo, después de pensarlo varias veces, descartó la idea. El centro comercial se encontraba en una zona residencial que seguramente acogería a mucha población. Cuanto más pudiesen alejarse de las ciudades, mejor.
No obstante, la naturaleza también planteaba problemas. Había menos habitantes, pero más animales de los que preocuparse.
En el asiento del copiloto, Gusano canturreaba para sí, inmerso en un libro infantil que había encontrado en el asiento trasero. Baker le echó un vistazo rápido, sonrió y volvió a centrar su atención en la carretera.
La verdad es que todo sería más sencillo sin Gusano. Baker se odió a sí mismo por pensar tal cosa, pero la mitad analítica de su cerebro no paraba de recordárselo. Además, ¿y si le pasaba algo a él, qué sería de su joven protegido? El pensamiento frío y racional le dictaba que matarlo mientras dormía sería un acto de generosidad. Era mejor que dejarlo solo ante los horrores de este nuevo mundo.
Pero era algo que jamás podría hacer. Se sentía responsable de Gusano. ¿Y a quién quería engañar? No era un asesino frío y calculador.
«Claro que lo eres -le dijo una voz en su cabeza-. Has acabado con todo el mundo, Baker. Eres un asesino. ¡Eres el peor asesino en masa de la historia!»
Acalló aquella voz y se centró en el presente. Las ciudades quedaban descartadas. El campo y la naturaleza, descartados. ¿Qué les quedaba? ¿Una isla? Había islas dispersas por todo el río Susquehanna, pero presentaban el mismo problema que las montañas o los bosques, sólo que a menor escala. ¿Una granja apartada de la civilización? No, no sería mucho más seguro que vivir directamente en el bosque. Estaría bien tener una avioneta o un helicóptero, como en aquella película de zombis que vio en vídeo hace años. Pero aunque supiese pilotar (no sabía), ¿adónde irían? En la película, los supervivientes se refugiaron en un centro comercial.
Y vuelta a empezar.
Un letrero le llamó la atención.
CAVERNAS DEL ECO INDIO – SALIDA 27 – 16 KILÓMETROS
Arqueó las cejas. ¡Una cueva! Durante años, solía llevar a sus sobrinos a verlas cada vez que iban a visitarle. Sopesó las posibilidades que ofrecía: una ubicación subterránea y profunda, alejada de miradas curiosas. Sólo había una ruta de entrada y salida, así que podría protegerse con facilidad. Y quizá lo más importante: no había ningún ser vivo en ella, era un cebo para turistas sin murciélagos ni criaturas cavernícolas.
Podía valer, al menos de forma provisional. Tal como estaban las cosas, cualquier cosa era mejor que conducir un Hyundai rojo brillante por la desierta autopista de Pensilvania.