Jadeando, los dos hombres se miraron el uno al otro y sonrieron. El eco del último disparo resonó por las colinas. Por fin, Martin habló.
– Clendenan está muy mal.
No era una pregunta.
– Sí, eso me temo.
– Jim -dijo antes de hacer una pausa-. No podemos dejarlo así.
– Lo sé.
Miró al sol de poniente. Nueva Jersey y Danny le parecían más lejanos que nunca.
Aplicaron dos botellas de peróxido y varias cajas de algodón sobre los mordiscos. Martin le dio una generosa dosis de aspirina y una botella de Jim Beam para mitigar el dolor mientras le vendaba las heridas. Delmas había perdido mucha sangre y tenía la piel blanca como el talco. La pierna se le había hinchado hasta casi duplicar su tamaño, por lo que Jim tuvo que cortarle la pernera. La pusieron en alto con unas almohadas y cuando Jim la tocó, sintió la carne caliente y rígida.
Por suerte, Delmas acabó por desmayarse, gimiendo de dolor.
– Tenemos que hacer algo con esa pierna -dijo Jim-. Pero no sé qué.
– Podríamos entablillársela -dijo Martin-. ¿Te enseñó tu papá a hacer algo así?
– No. Mamá me enseñó a preparar cataplasmas, pero no tenemos con qué hacerlas.
– ¿Y no tenéis vecinos que puedan ayudaros?
– No. Tom, Luke y el viejo John Joe eran los últimos.
Jim daba vueltas por la habitación mientras Martin se curaba las heridas y se aseaba en el lavabo.
– Intenta dormir -le dijo a Jason.
– No puedo, señor. No tengo sueño.
– Bueno, entonces quédate con tu padre mientras el señor Thurmond y yo pensamos qué hacer ahora.
Después de cerrar la puerta tras ellos, Martin suspiró y aflojó el cuello de la prenda.
– Bueno, ¿qué hacemos? -preguntó Jim, dejando de moverse.
– No lo sé, pero he estado pensándolo. En el mejor de los casos, podemos curarle la infección, pero aun así, será un tullido de por vida. ¿Cuánto tiempo crees que durarán si no puede andar?
Jim no contestó.
– Podríamos llevarlos con nosotros -sugirió Martin-. Podríamos encontrar una furgoneta o algo así. Tarde o temprano daremos con un médico o alguien que sepa cómo tratar la herida.
– No está en condiciones de viajar, Martin. Y hace unas horas ni siquiera yo lo estaba.
– Bueno, parece que te encuentras mejor, eso desde luego.
– Y me encuentro mejor, pero no podemos llevárnoslo en coche. No podemos moverlo con la pierna en ese estado.
– Pues esperaremos.
– Pero Danny… -ahogó sus palabras, incapaz de terminar.
– Lo siento, Jim.
Martin se dejó caer en el sofá y puso los pies en alto. Jim volvió a merodear.
– Quizá sea así como tienen que salir las cosas, Jim. Yo puedo quedarme con ellos y tú puedes seguir tu camino.
Jim pensó en ello.
– No, Martin, no puedo dejarte aquí. Elegiste venir conmigo, me ofreciste tu amistad y tu apoyo. No estaría bien.
– Puede que no esté bien, pero eso no significa que no sea parte del plan de Dios. Quizá el Señor me necesite aquí.
– Deja que me lo piense. De todos modos, no vamos a poder hacer nada hasta que amanezca.
Un chotacabras cantaba su solitaria serenata en la oscuridad, acompañada por un coro de grillos. Martin se dirigió a la ventana.
– Mi madre decía que cuando un chotacabras canta al anochecer, alguien cercano va a morir.
– Mis padres decían lo mismo -respondió Jim-. Si eso es cierto, tiene que estar matándose a cantar últimamente.
Jason se despertó en mitad de la noche, sentado en la silla que reposaba al lado de la cama de su padre. Estiró las piernas, bostezó y se acercó a su padre. Delmas estaba completamente inmóvil, tanto, que Jason sintió que le invadía el pánico. Puso la oreja cerca de la boca de su padre dormido y suspiró aliviado cuando oyó su suave respiración.
La vejiga de Jason le comunicó que tenía que orinar con urgencia. Abrió la puerta suavemente y oteó el interior del salón. El reverendo Martin descansaba en el sofá, murmurando y protestando en sueños. Jim estaba sentado de cara a la ventana, y la luz de la luna perfilaba su silueta. Contemplaba algo en sus manos.
– Señor Thurmond -susurró Jason, pero Jim no reaccionó o simplemente no llegó a escucharlo.
Jason se acercó a él por atrás. En las manos de Jim había una foto de un niño pequeño.
– Jim -volvió a susurrar Jason. Esta vez consiguió hacerse oír y Jim entornó sus ojos llorosos hacia él.
– Hola, Jason -murmuró en voz baja-. ¿No puedes dormir?
– Tengo que ir al baño. ¿Y tú?
– No puedo dormir.
– ¿Por Danny?
– Sí, por él -suspiró Jim, mirando la fotografía por última vez antes de devolverla a la cartera-. ¿Qué tal está tu papá?
– Está dormido. Supongo que eso es bueno.
– Mal no le va a hacer -dijo Jim. Jason estaba dando saltitos, apoyándose alternativamente en un pie y otro-. Ve al baño, anda. Cuidaré de tu padre mientras tanto.
– Gracias.
Jim se puso en pie y se dirigió en silencio hacia el dormitorio.
Encontró a Delmas en tan mal estado que se sorprendió. No contaba con verlo despierto y pletórico, pero estaba deteriorándose mucho más rápido de lo que había imaginado.
Su piel había adquirido una palidez fantasmal, y unos círculos oscuros rodeaban sus ojos. Pese a sus esfuerzos por curarlo, Jim podía oler la infección consumiendo a Delmas desde dentro. El hedor le recordó a unos perritos calientes cocinados en el microondas y le entraron arcadas. La pierna estaba completamente hinchada y brillaba bajo la luz de la vela. El muslo y el gemelo estaban cubiertos de oscuras manchas moradas y las venas sobresalían de la piel.
Jim oyó el sonido de la cisterna del baño y se dio la vuelta, no sin antes echar un último y lastimero vistazo a Delmas.
– Mátame.
Se dio la vuelta. Clendenan estaba despierto y lo miraba.
– Mátame -volvió a murmurar-. No dejes que…
Jim se puso a su lado e intentó tranquilizarlo.
– No vuelvas a decir eso, vas a asustar a tu hijo.
– ¡Mátame! -insistió Delmas. Hizo acopio de fuerzas y agarró a Jim por la camisa, sujetándola con fuerza.
– Eh -protestó Jim-, ¿qué haces?
– ¡Escúchame, Thurmond! ¡No quiero acabar como una de esas cosas de ahí fuera! No quiero que Jason me vea así. Tienes que acabar conmigo.
– No seas idiota -contestó Jim-. Te pondrás bien, Delmas. Encontraremos un médico y…
– ¡Chorradas! ¡Por aquí no hay médicos! Ambos sabemos que no voy a salir de ésta, Jim. Puedo oler cómo me pudro. Estoy ardiendo de fiebre.
Empezó a toser con fuerza. Jim intentó incorporarlo un poco pero Delmas hizo gestos para que se apartase y consiguió recuperar la compostura. Jim contempló aterrado cómo un líquido rojizo se deslizaba por la comisura de su boca.
– Mátame.
– No puedo, Delmas. Lo siento, pero no puedo.
– Entonces lo haré yo.
Ambos se giraron. Jason estaba en el umbral y Jim dedujo por su expresión que había oído toda la conversación. Detrás de él, Martin se puso en pie, parpadeando y apoyando una mano en su propio hombro. Tenía los ojos cubiertos de legañas.
– Tienes que estar de broma -dijo Jim-. Eres un niño.
– Sí, señor. Y él es mi papá. Así que debería ocuparme yo.
Delmas se quedó mirando a su hijo con expresión grave.
– ¿Sabes lo que estás diciendo, muchacho? ¿Lo dices en serio?
Jason asintió, luchando para contener el torrente de emociones que amenazaba con desbordarse en cualquier momento. Temía que, si empezaba a llorar, ya no pudiese parar.
– Por amor de Dios, Delmas, date un par de días -le rogó Jim-. ¡A lo mejor podemos detener la infección!