Salieron corriendo hacia la habitación, pero Jim sabía perfectamente con lo que se iban a encontrar antes de abrir la puerta.
Martin ahogó un grito.
– ¡Ay, Dios mío! ¡Jim, no entres ahí!
La habitación apestaba a cordita y el humo todavía flotaba en el aire. El cuerpo de Delmas yacía inerte en la cama, y la parte superior de su cabeza estaba esparcida por el papel pintado de la pared que tenía detrás. Jason estaba tirado en el suelo sobre un charco de sangre, con los dedos aún rígidos en torno a la escopeta.
Jim cruzó la habitación, se arrodilló al lado del cuerpo y retiró la escopeta de las manos muertas de Jason.
– ¡No, no, no, no, no! -repitió una y otra vez, como un mantra. Después permaneció en silencio durante un largo rato.
Martin pensó en las historias de ficción, en las que los escritores expresaban aquel sonido con un «no» largo y constante. Nunca lo había oído de boca de un ser humano.
– Jim, deberíamos…
Jim echó la cabeza hacia arriba y gritó.
– ¡Dannyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!
Fuera, el chotacabras volvió a cantar.
Capítulo 13
– ¡Frena! -gritó Frankie. Su brazo colgaba por la ventanilla del coche-. ¡Como nos la demos contra el quitamiedos lo vamos a tener jodido para encontrar una ambulancia!
– Si esto fuese Texas -respondió Eddie-, tendríamos espacio de sobra para conducir.
Pisó el acelerador del coche hasta ponerlo a más de ciento veinte mientras esquivaba serpenteando la chatarra esparcida por la autopista.
– Si esto fuese Texas -replicó Frankie-, ya estaría en el infierno.
– ¿No te gusta Texas?
– Nunca he estado, y ni ganas, la verdad. ¿No es todo vaqueros y ganado?
– Joder, ni de coña, cielo. Tenemos ciudades que hacen que Baltimore parezca pequeña en comparación. ¡Y tenemos una vida nocturna que ni te la crees! La mejor música country fuera de Nashville. Bueno, o al menos así era hasta que pasó todo esto.
– ¿Música country? Puag.
– ¿Qué le pasa a la música country?
– Que es ruido para paletos. -Volvió a mirar a la carretera y gritó-: ¡Cuidado!
Un camión cisterna estaba de lado en mitad de la autopista, bloqueando los tres carriles. Maldiciendo, Eddie se metió en el carril de emergencia y el Nissan dio un bote al entrar en contacto con el terraplén cubierto de hierba. Las ruedas giraron, amenazando con tirarlos a ambos a la cuneta. Por suerte, mantuvieron la tracción y Eddie consiguió esquivar el camión y reincorporarse a la autopista.
– Qué poco ha faltado -murmuró. Se echó su sombrero de vaquero hacia atrás y se secó el sudor de la frente con su gruesa mano-. Lo siento.
– No pasa nada -dijo Frankie con dulzura-. ¡Y VE MÁS DESPACIO, COJONES!
– ¡Veo, veo, un escarabajo rojo! -gritó John Colorines desde el asiento trasero cuando adelantaron a un Volkswagen accidentado. Después le dio una amistosa palmada a Frankie en el hombro.
– No sé por qué has tenido que traerte a ese chalado con nosotros -dijo Eddie-. Cualquiera con dos dedos de frente vería que no está bien de la cabeza.
– Se viene con nosotros porque está vivo -volvió a explicarle Frankie, con la paciencia al límite por culpa del rollizo tejano-. Y si está vivo, merece una oportunidad de seguir así. Y sólo lo conseguiremos si permanecemos juntos.
– Bueno, pero no olvides tu promesa -le advirtió Eddie-. Yo os ayudo a los dos a salir de la ciudad y a cambio paso una noche contigo. Una promesa es una promesa. -Se echó a un lado.
Una mano sudorosa soltó el volante y empezó a toquetearle el pecho. El pezón de Frankie se endureció, aunque no de excitación, sino de repulsa. Pero entonces entró en juego su experiencia: hacía falta mano izquierda, y de eso tenía de sobra. Mientras Eddie sonreía, creyendo erróneamente que sus bruscas atenciones la excitaban, Frankie estaba trabajando, haciendo lo que había hecho otras tantas veces con sus clientes: abandonar su cuerpo y dejar volar la mente hacia otro lugar. Antes del alzamiento, ese lugar era el mundo de ensueño e inconsciencia al que llevaría su próximo chute.
Ahora pensaba en su bebé.
Se preguntaba qué tipo de madre habría sido si nunca se hubiese enganchado al caballo, hubiese terminado la carrera y se hubiese casado. ¿Habría sido buena?
Le gustaba pensar que sí.
– Mira por dónde -señaló Eddie a través del parabrisas-. Hamburguesa de zarigüeya.
Una gran zarigüeya, cuyo tren inferior había sido aplastado por otro vehículo, reptaba con una lentitud atroz por la autopista. Frankie se preguntó si habría muerto antes o después de haber sido atropellada.
Eddie se dirigió hacia ella y se oyó un repugnante crujido cuando los neumáticos aplastaron su tren superior. El coche dio un pequeño bote y continuó su camino.
– ¡Diez puntos! -gritó Eddie, contento, antes de volver a palparle el muslo.
– ¡Gris! -dijo John Colorines-. ¡La zarigüeya era gris!
Eddie rió.
– ¡Pues ahora es roja!
John Colorines se revolvió en su asiento, mirando por la luna trasera para corroborar la afirmación de Eddie.
– Gris y negra.
Frankie cerró los ojos. Empezaba a sentir un fuerte dolor en las sienes, y el aire del coche, incluso con las ventanas bajadas, era caliente e insoportablemente húmedo. John Colorines apestaba a pies y a axila, mientras que Eddie olía a after-shave barato (había sacado una botellita de la guantera y se había aplicado su contenido inmediatamente después de recogerlos).
Se preguntó si la desesperación y la futilidad tendrían un olor y, de ser así, si aquel coche olería igual.
Tras el sacrificio de Troll y su huida de las alcantarillas, James fue el primer ser humano con el que se encontró Frankie. En su vida anterior había sido fotógrafo para el Baltimore Sun y todavía llevaba su cámara colgada del cuello.
Frankie estaba siendo perseguida por varios zombis y James los abatió uno a uno, apostado en el tejado de un piso en ruinas.
Esperaba que le pidiese sexo como pago por salvarle la vida, pero se llevó una grata sorpresa al comprobar que no quería nada parecido. En vez de eso, le propuso escapar juntos de la ciudad, dado que cuantos más fuesen, más seguros estarían. Accedió encantada y avanzaron juntos por el puerto.
Al llegar al acuario dieron con John Colorines, lo que hizo muy feliz a Frankie: conocía a aquel vagabundo antes de que los muertos empezasen a alzarse. Durante años había sido un chiste para los desharrapados de Baltimore. ¿Creías que la vida no podía ser peor que tener que chupar diez pollas cada noche para ganar el dinero suficiente para chutarte, dormir en un almacén abandonado y hacer exactamente lo mismo el día siguiente? Pues sí, podía ser peor. Podías ser John Colorines.
Se rumoreaba que en el pasado había sido actor de películas veraniegas y que solía ponerse hasta las cejas de cocaína. Cuando la adicción se cobró su inevitable precio, estaba protagonizando una representación de Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat.
Acabó en la calle, arruinado, ciego de coca y con aquella chaqueta como último vestigio de su vida anterior.
John Colorines pasaba los días mendigando limosnas ante el World Trade Center de Baltimore y gritando a los viandantes lo que parecía ser toda la gama de colores que Crayola incluía en su caja de pinturas de cera.
Frankie se llenó de esperanza al encontrar vivo a aquel nexo con el pasado.
Frankie y James se esforzaron por convencerlo de que les acompañase, pero si el inestable vagabundo llegaba a entender lo que decían, no daba ninguna señal de ello. Al final, cuando ya estaban alejándose, corrió tras ellos como un perro fiel.
Llegaron a una tienda de empeños que se había librado -milagrosamente- de ser saqueada y pasaron una hora entera armándose. Unos cuantos pasos más allá dieron con una tienda de alimentación, entraron en ella y terminaron de pertrecharse. La carne, los lácteos y los alimentos congelados apestaban a pobredumbre y putrefacción, pero la comida enlatada y los productos secos estaban en buen estado. Llenaron sus mochilas tras desechar cualquier lata sin etiquetar o que estuviese rota o en mal estado.