Jim no quiso pensar en lo que habría ahora en su lugar.
Dio una vuelta completa con el periscopio. La vida después de la muerte había sido amable con el anciano señor Thompson. Su cara lucía una palidez que, pese a tener el color de la avena, era más brillante que la que adornó su rostro en vida. La persistente rigidez de los tendones que atenazaba al anciano era aún más evidente cada vez que agarraba la pala, sólo que esta vez sus dedos no estaban hinchados por la artritis, sino por la lenta putrefacción que seguía a la muerte. Los nudillos asomaban a través de la piel acartonada, de la textura del pergamino, cada vez que el señor Thompson levantaba la pala para hundirla en el suelo.
El hecho de que los zombis pudiesen usar herramientas no sorprendió a Jim. Durante el asedio, contempló horrorizado, indefenso y en silencio los intentos de la criatura de cavar hasta la fortaleza. Con torpeza, pero lenta e inexorablemente, aquel ser había conseguido quitar toda la tierra, revelando la capa de cemento que yacía bajo ésta. Aquella capa le había salvado la vida.
Se preguntó si podían aburrirse. De hecho, se preguntó si podían razonar. No lo sabía. Era obvio que el ser que un día fue su esposa se sentía atraído por aquel lugar, ¿pero era porque lo recordaba o por puro instinto? El hecho de que arañasen la tierra parecía indicar que lo sabían. Que recordaban. Si esa teoría fuese cierta…
Jim se estremeció al pensar en las consecuencias.
No era más que una sardina esperando en silencio en su oscura lata. Tarde o temprano, las cosas que rondaban por encima de él encontrarían el abrelatas adecuado y lo devorarían.
«… más que "finito", papá.» Los frenéticos gemidos de Danny resonaban en su mente. «Te quiero más que infinito.»
Volvió a enfocar a Carrie y comprobó que estaba sonriendo. Sus labios negros se tensaban sobre los dientes manchados y el extremo abultado de una lombriz desapareció entre ellos. Levantó la cabeza y rió.
¿Había palabras enterradas en aquel aullido de ultratumba? No podía estar seguro. En ocasiones, durante las últimas semanas, habría jurado que había oído a aquellas cosas hablar entre ellas.
Otro gusano se desvaneció en su garganta descompuesta. Horrorizado, Jim la recordó comiendo espagueti en su primera cita.
Un movimiento súbito le llamó la atención. Los zombis habían reparado en que el periscopio se movía y se estaban acercando a él. Vio a otros más en la lejanía, atraídos por el tumulto. No pasaría mucho tiempo hasta que volviesen a llenar el patio, buscando una vez más una entrada a su fortaleza. La posibilidad de huir sin pelear acababa de desvanecerse. Sabían que seguía vivo. Aunque no estaba claro hasta dónde llegaba su capacidad de razonamiento, era obvio que habían detectado a su presa bajo ellos.
Eran unos cincuenta, quizá más. Mal asunto.
Bajó el periscopio.
Con los ruegos de su hijo rondándole la cabeza, Jim empezó a prepararse.
«Aguanta, bichito. Papá está en camino.»
Capítulo 2
Lo primero que Baker notó era que el monte Rushmore hablaba en lenguas desconocidas. Lo segundo fue el brillo rojizo que emitían aquellos ojos de granito, atrayendo el helicóptero hacia el rostro de roca.
Intentando controlar el aparato, Baker le gritó a George Washington mientras éste susurraba obscenidades en multitud de idiomas.
Siguió escuchando aquella voz cuando despertó, levantándose bruscamente del escritorio sobre el que se había quedado dormido. El hule de sobremesa estaba cubierto de saliva seca, que tiró de su piel cuando se incorporó. Escuchó.
Las blasfemias procedían del fondo del pasillo.
De la cosa encerrada en la sala de observación número seis.
Parpadeó, aún inseguro acerca de qué estaba ocurriendo. Siempre se sentía confuso después de despertarse de un sueño. Echó un vistazo en derredor para que aquel entorno familiar fuese asentándose en la realidad.
Estaba en su oficina, a poco menos de un kilómetro de profundidad bajo Havenbrook. Sobre él, las puertas del infierno se habían abierto de par en par.
Y él ayudó a girar la llave.
Después de tres meses sin servicios de mantenimiento, la habitación guardaba un gran parecido con Afganistán. Había tazas de cerámica sucias, con posos secos y fríos de café; papeles, libros y diagramas esparcidos sin ningún orden por toda la habitación. Una papelera absolutamente desbordada vertía su contenido sobre el suelo. En la esquina, una mancha oscura en la parte de la alfombra sobre la que se derramó el contenido de la pecera.
Le recorrió un escalofrío al mirarla.
Experimentar con la pecera había sido idea de Powell. Llegaron a un punto en que, sin espécimen, su investigación se limitaba a especular sin nada sólido que estudiar. Los tres, Powell, Harding y Baker, se aislaron del resto del complejo después de que los últimos miembros del equipo huyesen. Se reunieron en la oficina de Baker, aireando su frustración y preguntándose si sería seguro salir a la superficie sin haber recibido ningún mensaje que transmitiese garantías de seguridad.
Powell sugirió, bromeando, que probasen con uno de los peces tropicales de Baker. La risa y el escarnio pronto se convirtieron en científica seriedad cuando Baker accedió. Sacaron a una de las coloridas mascotas con una red y observaron con frío desapego cómo saltaba y daba bocanadas en el asfixiante oxígeno. Baker lo sostuvo en su mano hasta que dejó de moverse. Entonces volvieron a dejarlo en la pecera, donde flotó hasta la superficie del agua salada como un auténtico cadáver.
Su comportamiento era sorprendentemente normal, a la par que decepcionante.
Tuvieron que pasar diez minutos -el resto de científicos ya se habían marchado a la sala a ver Astucia de mujer en vídeo por décima vez- para que el pez volviese a nadar.
Al principio, los chapoteos apenas llamaron la atención de Baker, centrado como estaba en la partida de solitario que se extendía por el escritorio. Cuando el chapoteo aumentó de volumen, echó un vistazo.
El agua se volvió progresivamente roja, con pequeñas nubes escarlata trazando remolinos entre las piedras de colores y el castillo de plástico, a medida que el pez muerto cazaba y devoraba a sus hermanos. Al principio, Baker contempló aquello con asombro. Después, haciendo acopio de valor, corrió por el pasillo y entró de golpe en la sala, resoplando.
Para cuando volvieron a la oficina, la matanza ya había terminado: en los minutos que tardó en reunir al resto, el pez había acabado con todos los seres vivos de la pecera. Tripas y escamas flotaban en torno a la carnicería.
– Dios mío -musitó Harding.
– Dios -matizó Baker- no ha tenido nada que ver con esto.
– Apuntó a la pecera con el dedo-. Esto es culpa del hombre, Stephen. ¡Es culpa nuestra!
Harding lo contempló en silencio, moviendo la boca sin emitir ningún sonido, tal como había hecho el pez antes. Powell se sentó en una esquina, llorando quedamente.
El pez reparó en ellos. Dejó de nadar y se los quedó mirando con evidente desprecio.
Baker estaba fascinado ante tal muestra de inteligencia.
– Mirad. Nos está estudiando como nosotros lo estudiamos a él.
– ¿Qué hemos hecho? -sollozó Powell-. La hostia puta, ¿pero qué hemos hecho?
– ¡Venga, Powell -estalló Hardind-, compórtate! Tenemos que aprender todo lo que podamos de esta cosa si queremos deshacer…
Su reprimenda se vio interrumpida de golpe por otro chapoteo. El pez empezó a escarbar, revolviendo la mugre del fondo de la pecera, y su visión quedó nublada. Desapareció, oculto tras una sinuosa cortina de sangre, heces y barro.
– Que alguien coja la cámara -gritó Baker-. ¡Tenemos que filmar esto!
Antes de que Baker se dirigiese a por ella, la mesita que sostenía la pecera se movió. El agua se derramó desde arriba, cayendo por los lados en ribetes carmesíes.