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Después salieron lentamente de la ciudad, atravesando con precaución los complejos industriales de las afueras, hasta llegar a la interestatal 83.

Y allí fue donde perdieron a James.

Insistiendo en encontrar un coche, James convenció a Frankie de que deberían buscar uno en un aparcamiento cercano. Se adentraron en el oscuro edificio de seis plantas y un zombi escondido tras una torre de alta tensión en la segunda planta le atacó con un hacha, arrancándole su todavía palpitante corazón antes de que tuviese tiempo de quitarle el seguro a la pistola.

Frankie disparó al zombi y después de cerrarle los ojos a James con las yemas de los dedos le disparó a él también en la cabeza. Se quedó con sus armas y con toda la comida que le cabía en la mochila y después pasó diez minutos buscando a John Colorines hasta dar con él en la parte trasera de una camioneta azul oscuro.

– Azul -repetía sin parar antes de atreverse a continuar-. Esta camioneta es azul.

Por lo que parecía, el zombi del garaje tenía amigos. Atraídos por los disparos, hordas de zombis humanos, perros, ratas y otras criaturas surgieron de las fábricas y los almacenes abandonados. Otros muchos emergieron de los árboles que custodiaban el paso elevado. Frankie disparó contra todos los que pudo mientras John Colorines gritaba sin parar los colores de los distintos pedazos que caían a su alrededor. Entonces, con un chirrido, apareció un Nissan negro que se detuvo justo a su lado.

– ¿Os llevo? -dijo un hombre desde la ventanilla a medio bajar.

Frankie realizó otro disparo, que acabó con un zombi anciano cuya brillante dentadura postiza contrastaba con su retorcida boca, y echó un vistazo al coche.

El conductor era un hombre grande: tenía el pecho macizo y en el bíceps izquierdo de sus musculados brazos se leía «feo amante». Llevaba un sombrero negro de vaquero y gafas de sol bajo las cuales se extendía un espeso bigote como una peluda oruga.

– Sí, nos vendría bien un poco de ayuda -respondió con calma mientras apuntaba a otra criatura.

– Te costará una mamada -le dijo el conductor como si fuese la cosa más normal-, y tienes que dejar que te folle.

Por su acento, era sureño.

– No hay trato -respondió, mientras vaciaba el cargador sobre una fila de zombis que se dirigía hacia ella. John Colorines no paraba de arañar la puerta del Nissan, aterrado.

– Como quieras, morena.

El vaquero subió la ventanilla y el coche empezó a moverse lentamente.

– ¡Espera! -gritó Frankie, odiándose por ello.

El coche se detuvo y la ventanilla volvió a descender.

– ¿Sí?

– ¿Una mamada y en paz?

– No hay trato.

El cargador de Frankie estaba vacío y los zombis comenzaban a formar un semicírculo en torno a ella.

– Está bien, más tarde echamos un polvo -dijo mientras se dirigía hacia el coche.

– ¿Prometido? -preguntó.

Tiró de la manilla de la puerta, pero estaba bloqueada.

– ¡Sí! -gritó. Podía olerlos tras ella, oía sus voces rasposas maldiciendo y amenazándola con todo lo que le iban a hacer-. ¡Te lo prometo! ¡Y ahora abre la puta puerta!

Oyó el ruido del cierre desbloqueándose y John Colorines y ella saltaron al interior del coche. Frankie cerró la puerta de golpe y volvió a echar el cierre.

El vaquero pisó a fondo y el coche se alejó con un chillido mientras los zombis golpeaban los cristales.

Y así conoció a Eddie.

* * *

A medida que dejaban la ciudad atrás y se adentraban en las afueras de Maryland, el número de coches accidentados disminuía. Eddie conducía sujetando el volante con una mano y disparando a los zombis que iban apareciendo con la otra.

Pasaron delante de un centro comercial y un motero muerto, subido a una enorme moto de tierra, apareció rugiendo por la vía de acceso al carril. Eddie dejó que se colocase a su lado y luego lo embistió. Hubo un horrible crujido de metal contra metal y el zombi y su moto acabaron tirados en mitad de la carretera.

La risa de Eddie le ponía de los nervios.

– Gilipollas -murmuró Frankie entre dientes.

– ¿Qué dices, zorra? -Le pellizcó con fuerza el pezón y Frankie hundió sus melladas uñas en el asiento para no darle la satisfacción de oírla gritar.

– Tendrías que dejar de hacer chorradas -le dijo-. Podríamos haber tenido un accidente.

– Hablas un huevo, morena. Empiezo a pensar que eres una desagradecida.

Frankie se retractó en un instante. Lo último que quería era que el tejano la dejase en tierra, con tantos muertos vivientes rondando por la zona.

– Lo siento -le dijo dulcemente mientras le masajeaba el paquete sobre sus vaqueros sucios. Toqueteó juguetona el creciente bulto, se lamió el dedo índice y lo deslizó por el tatuaje de su brazo-. ¿De dónde viene lo de «feo amante»?

– Es un mote. Me lo puso mi ex mujer.

Frankie sintió que le estaba entrando un ataque de risa y que era demasiado tarde para contenerlo. Se reclinó en su asiento ahogando la risa en el estómago.

La cara de Eddie se puso roja, luego granate y, por último, morada. Se podía leer la rabia en sus ojos. Pisó el freno a fondo y el coche se detuvo con un chirrido. Frankie tuvo que estirar el brazo para no golpearse contra el salpicadero y John Colorines chocó contra la parte de atrás del asiento de Eddie.

En un solo movimiento, Eddie la agarró por la garganta y le puso una pistola bajo la nariz.

– Ya me he cansado de esa boca, zorra, así que vas a ponerla a trabajar. Empieza a chupar.

– Que te follen, gilipollas pichacorta.

Eddie se puso pálido de ira. Su boca formó una fina y cruel línea.

– ¿Qué has dicho?

– Ya me has oído, pichacorta. Vete a follarte a un zombi, porque, si no, lo llevas crudo para echar un polvo. Tú a mí no me tocas.

– ¡Has firmado tu sentencia de muerte, puta!

En el asiento trasero, John Colorines empezó a lloriquear.

– Rojo. En este coche hay demasiado rojo. Rojo.

Eddie apretó el gatillo.

– No te quedan balas, gilipollas -le dijo Frankie mientras él abría los ojos de pasmo-. Las he contado.

Sacó la pistola de debajo del asiento y le voló los sesos a través de su sombrero de vaquero.

John Colorines rió nerviosamente.

– ¿Qué, te ha gustado?

– Rojo -le dijo-. Rojo, rosa y gris.

– ¿Sabes? Podrías haberme echado una mano.

Asomó la cabeza por la ventanilla para asegurarse de que no había zombis cerca. No vio a ninguno, pero sabía que llegarían en cuestión de minutos, alertados por el disparo. Rápidamente, agarró el cadáver todavía tembloroso de Eddie, abrió la puerta del coche y lo tiró a la carretera, gruñendo del esfuerzo. Limpió la sangre y los pedazos de cráneo de la tapicería con unos pañuelos que encontró en la guantera y se sentó tras el volante. Puso el coche en marcha y se alejaron a toda prisa mientras los primeros no muertos en llegar a la autopista se dirigían hacia ellos.

Ajustó el retrovisor justo a tiempo para ver cómo se abalanzaban sobre los restos de Eddie.

– Es una pena que no lo hayan pillado vivo, ¿eh, John?

– Una pena -respondió John Colorines. Después apuntó emocionado a un Volkswagen verde volcado sobre uno de sus lados y le dio un golpe amistoso en el hombro.

– ¡Veo, veo, un escarabajo verde!

Frankie rió y se percató de que estaba temblando.

«Acabo de matar a un hombre -pensó-. Bien. Es un buen comienzo.»

Pasaron al lado de un cartel que decía «PENSILVANIA, cincuenta km».