– Es un buen comienzo -se repitió en voz alta.
– Menuda mierda de pueblo -gruñó Miccelli-. Aquí no hay nada más que ese depósito de agua, casas y una gasolinera. ¡Y todo construido en la puta colina!
– Por eso nos ha ordenado el coronel que lo exploremos, genio -le espetó Kramer-. Fácil de limpiar y aún más fácil de vigilar y controlar. Bienvenido a tu nueva casa.
– No nos adelantemos -les advirtió Miller-. Decidle a Partridge que pare.
Skip transmitió la orden por radio a Partridge, que conducía una furgoneta blanca tras ellos. Se detuvieron al llegar a la cima de la colina. El pueblo se extendía ante ellos por todo el valle y Skip se percató de que Miccelli tenía razón: un conductor que viajase por la autopista cercana ni siquiera llegaría a verlo. Había dos carreteras, que se cruzaban en la plaza: la que estaban recorriendo y otra que atravesaba el pueblo de norte a sur. Se veían unas cuantas casas, una gasolinera y un mercado, una iglesia con un cementerio en la parte de atrás y un depósito de agua. Las afueras estaban compuestas casi exclusivamente por maizales. Al norte, más allá de los cultivos, la interestatal atravesaba el campo.
– No me gusta -gruñó Miller-. Aquí no hay nada: ni zombis ni supervivientes. Nada.
– ¿Qué hacemos entonces? -preguntó Kramer.
– Vamos a entrar -respondió Miller-. Skip, tú controla la calibre cincuenta.
Skip pegó un brinco en el asiento.
– ¿Y que un zombi con un fusil de francotirador me vuele la cabeza? ¡No, gracias! ¿Y esos putos pájaros zombi?
Miller deslizó la mano hacia la pistolera.
– ¿Está desobedeciendo una orden, soldado?
Todos los ocupantes del Humvee se pararon en seco, atentos a la situación. A Miccelli la expectación le hizo brillar los ojos. Kramer se encendió un cigarro como si nada y negó con la cabeza.
– No, sargento -dijo Skip en voz baja-. Sólo informaba de los riesgos.
– El único riesgo que debe preocuparle es que estoy a diez segundos de meterle una bala por el culo. ¿Entendido?
Skip no respondió.
– ¿ENTENDIDO?
– Sí, sargento.
De camino a la torreta oyó murmurar a Miccelli.
– Debería haberle pegado un tiro al muy gilipollas.
Skip se apostó tras el arma y miró, nervioso, hacia el cielo. Sabía que se le estaba acabando el tiempo. Si no le mataban los no muertos, lo harían los hombres de su propia unidad. Había leído sobre aquel tipo de psicosis colectiva, historias de escuadrones que, durante la guerra de Vietnam, quemaban pueblos enteros y coleccionaban orejas. O los siete soldados de Fort Bragg que acabaron con sus mujeres una semana después de volver de Afganistán. Vivir una constante batalla hacía que los hombres se volviesen locos… malvados.
El Humvee avanzó y Partridge le siguió de cerca. Skip miraba en todas las direcciones, controlando cualquier movimiento.
Pasaron por delante de la iglesia y su pintoresco cementerio y Skip empezó a pensar en quienes yacían en su interior. Los muertos recientes podían volver a la vida, ¿pero aquellos que habían sido enterrados? ¿Y si estaban descompuestos hasta el punto de no poder salir de su prisión? ¿Seguirían conscientes, reposando inmóviles bajo la tierra, incapaces de cavar para salir al exterior?
La idea le hizo temblar de miedo mientras vigilaba atentamente las casas ante cualquier signo de amenaza. Algunas tenían las puertas y ventanas cubiertas con tablas, pero la mayoría seguía igual, como si todos los habitantes hubiesen salido a dar una vuelta. Había varios coches impecablemente aparcados en la carretera y las aceras. Los céspedes, pese a estar muy descuidados, seguían verdes.
«¿Dónde está todo el mundo?», se preguntó. Incluso si estuviesen muertos, sus cadáveres reanimados deberían estar rondando por la zona. ¿Se habrían trasladado los zombis a una zona donde la caza fuese más abundante?
Estaba inmerso en aquel pensamiento cuando oyó un motor encenderse. Un coche surgió del camino de entrada de una de las casas que acababan de pasar y se estrelló con gran estrépito contra el lado del copiloto de la furgoneta. Skip giró a tiempo para ver a Partridge peleando con el volante hasta que los dos vehículos se estrellaron contra un coche aparcado.
Las puertas de las casas cercanas se abrieron y los muertos vivientes se abalanzaron sobre ellos.
– ¡Emboscada! -gritó Skip.
La calle empezó a llenarse de zombis. Otros aparecieron de los tejados, armados con fusiles, pistolas y hasta una ballesta.
– ¡Mierda!
Empezó a disparar en círculos, apuntando primero a las criaturas de los tejados. Ni siquiera los atronadores disparos de la ametralladora bastaron para ahogar los terribles gritos de Partridge, al que sacaron de la furgoneta y tiraron a la carretera.
– ¡Vamos! -gritó Miller, y el Humvee salió disparado hacia delante.
Skip disparó otra ráfaga y saltó del vehículo para aterrizar en la calle.
Se agachó, mirando nervioso alrededor. Había acabado con la mayoría de los zombis de los tejados, y los de la calle estaban ocupados comiéndose a Partridge y esquivando el Humvee, pues el coloso iba directo hacia ellos, atropellándolos bajo su peso.
Skip vio que se le presentaba una oportunidad y la aprovechó. Pensó un instante en el M-16 que se había dejado en el Humvee, se agachó y huyó entre las casas, alejándose de los zombis y de sus compañeros.
Los últimos gritos de Partridge y una nueva ráfaga de disparos resonaron en sus oídos.
En cuanto cruzaron la frontera de Pensilvania, John Colorines pareció experimentar un momento de lucidez, como si acabase de despertar de un sueño. Pasó de catalogar los colores de las señales que se iban encontrando a mirar fijamente a Frankie en un instante.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó dejando entrever cierta timidez.
– Frankie -sonrió-, y tú eres John, ¿no?
– Así era. Supongo que todavía lo soy. Es un placer conocerte, Frankie.
– Igualmente.
– Es bueno tener nombres, pero no creo que ahora importen mucho.
– Claro que importan. ¿Por qué lo dices?
– Porque todos vamos a morir, pronto.
– Yo no -respondió Frankie-. Yo voy a vivir.
– Es una tontería pensar algo así -dijo John educadamente-. Mira a nuestro alrededor. Ahora los únicos vivos son los muertos. Pronto seremos como ellos.
– Tiene que haber más como nosotros, sólo tenemos que encontrarlos. He pasado por un infierno para llegar hasta aquí y no pienso rendirme ahora.
Él permaneció sentado, pensando en ello, y cuando Frankie giró la cabeza para mirarlo, le había vuelto aquel brillo familiar a los ojos.
– Negro -le dijo-. El color de la muerte es el negro.
Skip encontró un bate de aluminio en la sede de un club deportivo infantil. Lo blandió como una espada, sujetándolo con las dos manos.
Un perro, cuyo cadáver estaba seco y acartonado, se abalanzó sobre él desde el sombrío interior de una caseta. Saltó hacia el cuello de su presa, pero la cadena a la que estaba atado tiró de él hacia atrás violentamente. Skip contempló con una mezcla de repulsa y fascinación cómo el collar se había hundido varios centímetros en la carne.
Incluso con la batalla llegando a su punto álgido, pudo oír que estaba siendo perseguido. Fuera, el cadencioso estruendo de los M-16 se mezclaba con breves y precisos disparos de fusiles de caza. Los zombis estaban devolviendo el fuego.
Un grito ronco tras de sí le advirtió que le habían visto. Saltó una valla y cruzó corriendo el patio trasero que cercaba. La brisa mecía suavemente un columpio infantil. A un lado había una pequeña piscina hinchable llena de agua ennegrecida y algas.
Pasó a su lado y de sus negras aguas emergió un niño zombi que había permanecido oculto tumbado en el fondo. Se abalanzó sobre él con los brazos adelantados y babeando y llegó a rasgar la camisa con sus melladas uñas hasta alcanzarle la piel de la espalda. Skip dio un giro súbito y trazó un arco con el bate, que impactó con un ruido sordo y húmedo. La cabeza de la criatura quedó totalmente destrozada, recordándole a las calabazas que solía pisotear hasta hacer añicos después de Halloween. El hedor que emanaba de la cabeza machacada era insoportable, y Skip empezó a retroceder mientras limpiaba el bate en la hierba.