– Hemos llegado hasta aquí, ¿no? No sé tú, pero yo creo que las cosas nos están yendo bien. A estas alturas deberíamos estar muertos, Jim, pero no lo estamos. Me parece que nos ha estado ayudando hasta ahora.
– Pues a mí me parece que nos está poniendo una zancadilla tras otra.
– No, eso no es cosa suya. Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos, ¿recuerdas? Nos está ayudando a seguir adelante.
– ¿Como ayudó a Delmas y a Jason? ¿Como ayudó a mi mujer y a mi hija? Si así es como nos ayuda Dios, no te ofendas, Martin, ¡pero se puede ir a tomar por culo!
Martin permaneció un momento en silencio.
– ¿Sabes? -le dijo-, he oído a mucha gente joven hacer bromas sobre el infierno sin tener ni idea de lo que estaban diciendo. «No me importa ir al infierno: toda la gente guay estará ahí, va a ser un fiestorro.» Y cuando les oía decir aquello, una parte de mí quería reír y otra parte quería llorar. Jesús describió el infierno como un fuego eterno en el que sólo se oía el rechinar de dientes. Es un lugar muy real, y es cualquier cosa menos una fiesta.
– ¿Y?
– Lo que quiero decir es que no puedes decir lo primero que se te pase por la cabeza acerca de Dios, Jim. Es un dios de amor, pero también es el dios vengativo del Antiguo Testamento.
– Me parece que tiene un problema de doble personalidad.
Martin se rindió, consciente de que no serviría de nada seguir discutiendo. El corazón de su compañero estaba lleno de resentimiento. Era muy difícil hablar de fe a aquellos que ya no tenían nada.
Martin cerró los ojos y fingió que volvía a dormir mientras rezaba en silencio una plegaria por la fe de Jim… y por la suya propia.
El cansancio obligó a Jim a dejar que Martin condujera. Justo antes del amanecer, el indicador del depósito se acercó a cero y Martin despertó a su compañero.
– Tenemos que encontrar otro coche cuanto antes.
– Puedo conseguir más con un sifón, si fuese necesario -dijo Jim-. Solía hacerlo en el instituto.
Pararon cerca de Verona para registrar unos establos cercanos a la autopista. Tomaron la salida y condujeron por un camino sucio de un solo carril.
Antes de llegar al final del trayecto, oyeron unos gritos horribles, una cacofonía de berridos. Procedía de los establos.
– ¿Vacas? -preguntó Martin, confundido.
– Eso creo -afirmó Jim-, pero no suenan como si estuviesen vivas.
Un tractor John Deere, un enorme vagón, una minifurgoneta con señales de minusválidos y un viejo y roñoso camión descansaban en las cercanías.
– Podríamos sacar gasolina de éstos.
Salieron del Buick y echaron un vistazo a los alrededores en busca de alguna señal de los muertos vivientes. Satisfechos al ver que estaba todo despejado, escucharon los lamentos, que los reclamaban como cantos de sirena. Caminaron hacia los establos.
El hedor les golpeó antes de abrir la puerta, provocándole arcadas a Martin. Con el arma lista, Jim empujó la puerta para que se abriese sola. Las bisagras profirieron un sonoro crujido.
Las vacas estaban alineadas en sus compartimentos dispuestos en filas. Las distintas causas de muerte eran evidentes: a algunas, al no haber sido ordeñadas por el granjero, les explotaron sus abotagadas ubres, y otras murieron de hambre. Todas ellas estaban prisioneras, pudriéndose en el interior de sus celdas, con los insectos rondando sus pellejos y hurgando en su carne, rodeadas de moscas cuyo zumbido casi silenciaba sus incesantes gritos.
Martin tosió y se tapó la nariz con el dorso de la mano. Asqueado, salió de los establos y vomitó sobre unas hierbas altas.
Jim caminó lentamente por el recinto, disparando a cada una de las vacas metódicamente, deteniéndose sólo para recargar. Cuando terminó, salió al exterior. Le pitaban los oídos y el humo del arma le había irritado los ojos, que estaban completamente rojos.
– Vamos a echar un vistazo a la casa, a ver si tienen las llaves del camión o la furgoneta.
– Creo que lo mejor sería sacar la gasolina y marcharnos -dijo Martin mientras se limpiaba la bilis de los labios; pero Jim ya se había marchado.
Se acercaron a la puerta de entrada, con sus botas resonando en los peldaños de madera. A un lado del porche había una rampa para sillas de ruedas. Martin se acordó de las pegatinas de minusválidos que había visto en la minifurgoneta.
Jim agarró el pomo y comprobó que la puerta estaba abierta. Ésta se abrió con un crujido y se adentraron en la casa. Jim movió el interruptor de la luz, pero no sirvió para nada.
– Aquí tampoco hay corriente.
Se encontraron con un salón ordenado y recogido. Una capa de polvo cubría los muebles y los tapetes, pero, aparte de eso, la casa estaba impoluta. A la derecha había un pasillo que llevaba a la cocina, y a la izquierda, un umbral cubierto por unas cortinas blancas de lazo. Unas escaleras conducían al segundo piso y a su lado había instalada una plataforma de ascenso detenida a mitad de camino. Martin supuso que se habría quedado atascada ahí cuando se cortó la corriente.
– ¡Yúju! -gritó Jim-. ¿Hay alguien en casa?
– ¡Calla! -le susurró Martin-. ¿Qué mosca te ha picado?
Jim ignoró su protesta.
– ¡Venga, salid! ¡Tenemos algo para vosotros!
El silencio fue su única respuesta, así que Jim empezó a buscar un juego de llaves por las estanterías y las mesas.
– Mira a ver si encuentras las llaves de la minifurgoneta en la cocina o en esa habitación de al lado, yo echaré un vistazo arriba. Ten cuidado.
Martin tragó saliva, asintió y cruzó el recibidor con el fusil a punto y el dedo en torno al gatillo.
La cocina también estaba cubierta de polvo. Los armarios blancos estaban ocupados por platos de porcelana y cubiertos de plata. Un olor dulzón a comida podrida se filtraba desde el frigorífico y Martin observó unas finas hebras de moho blanco y peludo en las junturas de la puerta. No tenía ninguna gana de curiosear en su interior. Cerca de la puerta había unos ganchos para ropa de los que colgaban un impermeable y una chaqueta de franela. Comprobó los bolsillos de ambas prendas, pero estaban vacíos.
Los pasos de Jim, que estaba inspeccionando el piso superior, resonaron sobre su cabeza y le asustaron. Martin volvió al recibidor sobre sus pasos, cruzó el salón y apartó las cortinas con el cañón de su arma.
El dormitorio estaba a oscuras. Las sombras se recortaban contra las ventanas y Martin se detuvo para que sus ojos se acostumbrasen a la falta de luz. Instantes después, empezó a distinguir los objetos de la habitación: una cama, un armario y una mesita de noche. Al fondo había una puerta entreabierta, tras la cual se distinguía un retrete y parte de una silla de ruedas.
– ¡Aquí no hay nada! -gritó Jim desde el piso de arriba.
Martin se puso el fusil bajo el brazo y empezó a buscar por la mesita de noche, tirando unos botellines y calderilla al suelo. Finalmente, sus dedos se cerraron en torno a un llavero.
– ¡Creo que las he encontrado!
Entonces husmeó el aire. El hedor de la cocina era aún más intenso que el que había percibido la primera vez, porque podía olerlo desde la habitación.
Oyó los pasos de Jim dirigiéndose hacia la escalera. Martin se dio la vuelta para marcharse cuando desde el baño empezó a sonar un zumbido mecánico. La puerta se abrió.
Martin dio media vuelta apuntando con el rifle y vio una silla de ruedas motorizada saliendo del baño y dirigiéndose hacia él. Su ocupante esbozó una sonrisa desdentada, dejando ver sus encías negras y brillantes, mientras blandía una cuchilla de afeitar.
– Con lo correoso que pareces y yo sin dientes -farfulló-. Eres todo piel y huesos.
Martin apretó el gatillo y el disparo abrió un agujero en el pecho del zombi. La silla de ruedas seguía avanzando hacia él; volvió a disparar y acertó en el cuello de la criatura. Estaba extrayendo los cartuchos usados cuando el zombi lo embistió, tirándole al suelo. Se golpeó la cabeza contra el suelo y cerró la boca de golpe con un chasquido. Saboreó sangre.