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Una hora después, al cruzar la frontera de Maryland, Jim vio un grupo de motos ante ellos.

– ¿Son amigos? -preguntó Martin.

– Estamos a punto de descubrirlo -respondió Jim mientras pisaba a fondo el acelerador.

La furgoneta aceleró hacia las seis figuras. A medida que se acercaban a ellas, pudieron ver más claramente al motorista que llevaba la delantera: no llevaba casco y estaba desnudo de cintura para arriba. Había perdido casi toda la carne de su pecho y espalda, por lo que las costillas y el músculo estaban al descubierto. Sus ojos estaban ocultos tras unas gafas de sol que se mantenían -a duras penas- enganchadas a su cara.

– Me da que están muertos.

– Entonces no son amigos.

Las motos se separaron hasta ocupar los dos carriles que llevaban al norte y Jim aceleró directamente hacia ellas invadiendo la línea divisoria.

Martin cogió la escopeta y se asomó por la ventana. Disparó y acertó a un zombi en su pecho descubierto.

– ¡A la cabeza, Martin! ¡Dispara a la cabeza!

– ¡Apunto a la cabeza, pero es muy difícil acertar desde un coche en marcha!

Un segundo zombi se llevó la mano a su chaleco de cuero y sacó una pequeña pistola, una Ruger. La bala impactó contra el lado derecho de la furgoneta con un ruidito metálico.

– ¡Nos están disparando! -gritó Martin a la vez que volvía a sentarse. Extrajo el cartucho usado, sacó el cuerpo de nuevo y disparó. Esta vez la bala acertó de lleno en la cabeza del zombi, destrozándole las gafas de sol. La criatura perdió el control de la moto y ésta se estrelló contra la de un compañero, enviándolos a ambos contra el carril de emergencia.

El zombi de la pistola disparó de nuevo y un pequeño agujero apareció en el parabrisas.

– ¡Dios! -gritó Jim-. ¡Agárrate!

Giró hacia el carril derecho, que llevaba directo al tirador. Los otros tres motoristas empezaron a frenar conforme la furgoneta se iba acercando cada vez más. El zombi extendió el brazo y apuntó hacia arriba, al parabrisas.

– ¡Prepárate! -gritó Jim mientras, con un volantazo, metía la furgoneta en el carril de emergencia. El zombi dio un giro, confundido, y apuntó a Jim.

– ¡Ahora!

Jim se inclinó todo lo que pudo y Martin se colocó encima de él, asomando la escopeta por la ventanilla del conductor. El disparo tiró a la criatura de la moto; Jim esquivó los restos y se reincorporó a la autopista.

La ventana trasera explotó, salpicando el interior de la furgoneta de cristales.

– ¡Agáchate! -ordenó Jim. Martin se encogió en el asiento y Jim se encorvó todo lo que pudo mientras pisaba el acelerador hasta el fondo-. ¡Puto motor de cuatro cilindros! ¡No podíamos haber cogido un V-8 de toda la vida, no, qué va!

Otra andanada de disparos salpicó la parte trasera de la furgoneta. Martin se encogió, esperando a que terminase, y cuando lo hizo asomó por la ventanilla y disparó. Los zombis iban tras ellos, aunque la furgoneta les sacaba ventaja.

– No me quedan balas -le informó Martin-. ¿Me das un minuto?

– Conduce tú.

– No creo que pueda.

– ¡Pues entonces vuelve a cargar el arma, y rápido!

Jim aceleró al máximo mientras los zombis les perseguían. Entonces, en el último minuto, atravesó la mediana cubierta de hierba y se incorporó a los carriles de dirección sur, hacia una salida. Los erráticos disparos de los motoristas resonaron tras ellos. La furgoneta tomó la salida más cercana y se alejó con un chirrido.

– ¿Los hemos perdido?

– Eso creo -jadeó Martin mientras miraba hacia atrás-. Desde luego, no los veo.

– Vamos a alejarnos de la ochenta y uno un rato, por si acaso.

– ¿Dónde estamos?

Jim hizo memoria de la ruta que solía tomar cuando iba a ver a Danny.

– Si no recuerdo mal, esto lleva a Gettysburg por la treinta, pasando por la frontera de Pensilvania. Desde ahí podemos reincorporarnos a la ochenta y uno volviendo hacia Chambersburg o cruzando York y cogiendo la ochenta y tres hacia Harrisburg. En cualquier caso, una vez en Harrisburg, tendríamos que tomar la ochenta y siete, que conduce a Nueva Jersey.

– ¿Cuánto tardaremos?

– Seis o siete horas -contestó Jim-. Un poco más si paramos para mear o nos interrumpen los bichos esos. Si no, habremos llegado para el anochecer.

Capítulo 16

Baker gritó horrorizado cuando vio los cuerpos.

Estaban suspendidos de unas cruces en forma de equis alineadas a ambos lados de la carretera. La mayoría estaban muertos, aunque algunos de ellos aún se movían, peleando inútilmente con sus ataduras y los clavos de metal que los atravesaban para contenerlos.

El hedor era insoportable, hasta el punto de que Baker tuvo que apartarse del agujerito del camión por el que oteaba el exterior. Había reconocido el paisaje y los monumentos a medida que se adentraban en Gettysburg y adivinó a qué distrito estaban siendo enviados.

Comprobó rápidamente cómo se encontraba Gusano: seguía hecho un ovillo en la esquina, y dormía profundamente. La escasa luz que llegaba a filtrarse a través de los agujeros le daba una apariencia pálida y mortecina. Baker extendió sus manos atadas hacia él y le pasó las yemas de los dedos por las cejas con delicadeza. Gusano se revolvió y las marcas de preocupación de su frente desaparecieron.

Baker contuvo la respiración y volvió a inspeccionar los alrededores a través del agujero. El camión estaba cruzando una especie de barrera hecha a base de sacos y alambre de espino. Había guardias armados apostados cada pocos metros, oteando en dirección al camión que los traía.

El vehículo se detuvo y Baker oyó voces y carcajadas. Entonces volvieron a moverse, adentrándose en la fortaleza.

Aquello le recordó a Baker a las imágenes del gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial. A medida que el camión se desplazaba, vio a muchos civiles cabizbajos y sucios realizando diversas tareas: llenando y apilando sacos de arena, extendiendo finas pero resistentes redes entre los tejados para mantener a los pájaros y otros zombis voladores a raya, sacando pesados muebles de las casas abandonadas, reparando los edificios que aún se utilizaban, empujando coches calcinados con arneses en sus espaldas, limpiando los canales que recorrían la calle… todo ello con un gesto de desesperación en sus lánguidos rostros. Se fijó en que no había ninguna mujer entre los trabajadores, a excepción de algunas ancianas.

Había cuerpos -no de muertos vivientes, sino de muertos comunes- colgados de las señales de tráfico: aquellos postes habían sido convertidos en horcas caseras. Baker se preguntó si estaban ahí para servir de advertencia al resto de trabajadores, pero entonces se dio cuenta de que muchos de los colgados vestían uniformes militares.

El camión se paró de nuevo y Baker escuchó los últimos gruñidos del motor antes de detenerse por completo. Se alejó del agujero y se arrodilló cerca de Gusano. El sordomudo se despertó de golpe y empezó a revolverse en la oscuridad. Baker le indicó que se estuviese quieto.

Oyeron pisadas de botas a ambos lados del camión y luego las puertas se abrieron, inundando el compartimento de luz. Parpadearon, cegados momentáneamente, y los soldados los sacaron al exterior, obligándolos a permanecer de pie. Baker dobló las rodillas para desentumecerlas.

Un hombre desaliñado vestido con un sucio uniforme se dirigió hacia ellos. El pelo le crecía hasta más allá del cuello y llevaba barba de varios días. Baker comprobó que lucía dos barras verticales plateadas en el hombro.

– Teniente segundo Torres -saludó el sargento Michaels-, hemos completado nuestra misión de reconocimiento y tenemos un informe completo. Lamento decir que hemos perdido a Warner, pero también hemos capturado a dos prisioneros de considerable relevancia.

Torres devolvió el saludo bruscamente y se quedó mirando a Baker y a Gusano.

– A mí no me parecen muy relevantes, sargento.