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Michaels le extendió los credenciales de Baker y el oficial los estudió con interés.

– Hellertown, ¿eh? Havenbrook… ¿era un laboratorio de armas, no? -Le dio una palmada a Michaels en el hombro-. Les felicito a todos. El coronel Schow estará muy interesado en hablar con estos caballeros. -Se dirigió a Baker-: Bienvenido a Gettysburg, profesor Baker. Me temo que sus instalaciones serán algo más rústicas que aquellas a las que está acostumbrado, pero, si coopera, podemos proporcionarle algo mejor.

– ¿Cómo puedo cooperar? -preguntó Baker.

– Bueno, eso lo decidirá el coronel Schow. -Dio media vuelta y se dirigió al resto-. Buen trabajo, caballeros. Una pena lo de Warner, pero creo que os habéis ganado un permiso de veinticuatro horas. Michaels, el escuadrón del sargento Miller está a punto de llegar, y cuando lo haga pasaremos a oír el informe de ambos. Se espera que lleguen en una hora, así que tiene tiempo de ducharse, si quiere.

– ¡Gracias, señor! -Saludó de nuevo a Torres y se marchó.

– ¡Qué bien, joder! -celebró Blumenthal-. ¡Me voy a la bolera y luego al picadero!

– De eso nada -le dijo Ford-. Primero Lawson y tú vais a llevar a los prisioneros al centro de confinamiento, y aseguraos de decirle a Lapine que los separe del resto de la escoria. No quiero que les pase nada hasta que el coronel los interrogue.

Lawson miró lascivamente a Gusano, frotando la pelvis contra su espalda.

– ¡Y luego te haré chillar como un cerdo, chaval!

Gusano aulló indignado y Baker se interpuso entre ambos.

– ¡Deja en paz al chico, maldita sea!

– ¡Jua! ¡Cuando el coronel haya terminado con vosotros, desearás que nos lo hubiésemos quedado!

Baker, rabioso, cerró tan fuerte los puños que se clavó las uñas en las palmas. Blumenthal le dio un empujón. Mientras el soldado se los llevaba, Baker se quedó mirando a Lawson a los ojos hasta que éste apartó la mirada y empezó a quitarle las ataduras a Gusano.

El centro de confinamiento era un cine viejo de una sola pantalla, de aquellos que quedaron obsoletos con la llegada de las multisalas. Varios guardas armados hasta los dientes patrullaban las aceras que lo rodeaban, e incluso había vigilancia en el tejado. En el recibidor había varios más, observando con indiferencia a quienes se acercaban.

Blumenthal se dirigió hacia la cabina de entradas y habló con el soldado que la ocupaba.

– Aquí tienes a dos novatos, Lapine. El sargento Ford quiere que los separes del resto.

– ¿Y cómo coño quieres que lo haga? -se quejó el hombre-. Apenas tenemos espacio para los ciudadanos que ya hay dentro, ¿y ahora quieres que encuentre una habitación separada para estos dos mierdas?

– Yo sólo te transmito lo que me han dicho; cómo hacerlo es cosa tuya.

– Bueno, podemos instalarlos en el balcón. -Después miró a Baker-. ¿A qué te dedicabas antes del alzamiento, gilipollas?

– Soy científico -respondió Baker, mordiéndose la lengua para no decir «y soy uno de los que ha provocado todo esto».

– Un científico, ¿eh? -dijo Lapine en torno burlón-. Bueno, supongo que puedes recoger basura o mover sacos de arena como todos los demás.

– Estos dos no -le informó Lawson-. Todavía no, al menos. El coronel quiere verlos.

– Ohhh -volvió a burlarse Lapine-, ¿vamos a acoger a un par de dignatarios? Pues nada, habrá que buscarles un sitio bien seguro.

Salió de detrás del cristal e indicó a dos soldados que relevasen a Blumenthal y Lawson. Después los guió a través de unas puertas dobles y un tramo de escaleras hasta una puerta cerrada con cadenas y candados.

Uno de los guardias les apuntó con el M-16; Lapine se sacó un manojo de llaves del bolsillo y abrió los cerrojos. Después, fueron escoltados al interior.

– Casi todos los ciudadanos duermen abajo -comentó, como si fuese un guía turístico-, pero vosotros dormiréis aquí, en el balcón.

Tenía cuatro asientos reclinables tapizados en rojo cubiertos de moho y poco más. Debajo se extendía la sala de cine: la mayoría de las sillas habían sido arrancadas de cuajo y arrojadas a las esquinas, reemplazadas por colchones mohosos y montones de paja. Todavía se conservaba la pantalla, pero estaba cubierta de grafitis y tenía varios agujeros.

Baker se fijó en que de la ventana de la cabina de proyección asomaba una ametralladora de calibre cincuenta. También se dio cuenta de que se habían soldado dos planchas de metal a las salidas de emergencia que había al fondo de la sala, una a cada lado de la pantalla.

El pasillo central estaba lleno de pequeños pedazos de cristal, visibles incluso en la oscuridad. Baker miró hacia arriba y vio una cadena de bronce colgando del techo.

– Ahí había una lámpara de araña -dijo Lapine como si tal cosa-. Era preciosa, toda de cristal. Los ciudadanos la tiraron y usaron el cristal para rajar a algunos compañeros. No llegaron muy lejos, pero perdimos a algunos buenos hombres. Cogimos a los instigadores y los crucificamos a ambos lados de la carretera. Seguramente los habrás visto de camino aquí.

Baker asintió de mala gana.

– Y ésa es sólo una forma de ocuparse de ellos -sus carcajadas resonaron entre el techo abovedado y los sucios muros de alabastro-. Pero claro, lo mejor viene cuando mueren después de ser crucificados. Metemos los clavos a fondo y hasta les atamos los músculos… ¡Y cuando vuelven a la vida, se encuentran con que están presos! ¿Alguna vez has visto a un zombi morirse de hambre? Pues yo tampoco. Así que permanecen ahí colgados, día tras día. A un par de ellos se les pudrieron los pies y las manos tanto que pudieron soltarse, de modo que ahora los utilizamos para hacer prácticas de tiro.

– Es un procedimiento muy barato -murmuró Baker, sarcástico-. Estoy seguro de que los contables del Tío Sam estarían orgullosos.

– Oh, y ése es sólo uno de los métodos que tiene el coronel Schow para ocuparse de los revoltosos -le aseguró Lapine-. Colgarlos es bastante efectivo. O fusilarlos. A mí me encantan los paseos en helicóptero.

– ¿Y cómo son, exactamente?

– Cabrea al coronel y puede que lo descubras por ti mismo.

Los soldados se marcharon y cerraron la puerta de golpe. Baker oyó cómo volvían a colocar las cadenas y a cerrar los candados.

– E'ícula -dijo Gusano, apuntando a la pantalla-. E'ícula, Eiker.

– Sí, desde luego -suspiró, dejándose caer en la silla-. Igual es una sesión doble: La noche de los muertos vivientes y Apocalypse Now. Sólo nos faltan las palomitas.

* * *

Como el interior del Humvee estaba lleno de gente, botín y armamento, obligaron a Frankie a sentarse en las rodillas de Skip. Tuvieron que cambiar de sitio cuando Miccelli descubrió que estaba frotando sus ataduras contra la hebilla del cinturón del soldado, intentando cortarlas. Aquello les valió una paliza a ambos. Frankie fue arrojada al suelo y usada como reposapiés por Miccelli y Kramer.

Desafiante, hundió sus dientes en el gemelo de Miccelli, haciéndolo gritar mientras la sangre le corría por la boca.

Entonces fue cuando la violaron.

Frankie no hizo ni un ruido, ni se movió… ni cuando rieron, ni cuando empezó a dolerle, ni cuando la penetraron violentamente, ni cuando la machacaron de dentro afuera ni cuando derramaron semen sobre su tripa y su cara. Permaneció completamente inmóvil, paralizada, viajando a su lugar especial y recordándose a sí misma que aquello tampoco era tan malo: era como los antiguos intercambios que solía hacer. Y si consentía, viviría.

«No te avergüences -se repetía a sí misma-. No es culpa tuya. Ahora no puedes pelear, y si lo haces, te matarán. Sólo es tu cuerpo. No pueden tocar tu mente.»

Estaba en su lugar secreto cuando Kramer relevó a Miller al volante para que el sargento tuviese su turno.

Cuando estaba en su lugar su lugar secreto no pensaba ni en la heroína ni en el bebé.