Paula se puso en pie con dificultad y Frankie sintió que podía volver a respirar… en cuanto hubo escupido la punta de la nariz de aquella mujer.
Paula se olvidó completamente de ella. Delirando por el susto y el dolor, se tapó el destrozado rostro con las manos. La sangre empezó a correr entre sus dedos, manando desde su nariz y su ojo derecho.
Entonces Frankie entró a matar.
Uno de los guardias disparó al aire, haciendo que cayese polvo de escayola sobre ellas. Las mujeres que hacía un minuto no paraban de animar empezaron a gritar.
– Ya basta -advirtió uno de ellos-. Aléjate.
Se dirigieron hacia ellas mientras apuntaban con sus armas a Frankie y le retiraron las manos a Paula de su rostro.
– Llévatela ahí atrás y pégale un tiro -dijo uno de ellos con indiferencia-. Ésta va a ser un buen reemplazo. Además, era una puta gorda.
Con gran esfuerzo, arrastraron a la mujer -que no paraba de sollozar- fuera de la habitación, dejando un rastro de sangre tras ellos.
La habitación permaneció en absoluto silencio por un instante, al cabo del cual todas las mujeres empezaron a hablar a la vez. Levantaron las dormidas manos de Frankie una y otra vez y le dieron palmadas de alegría y emoción en su dolorida espalda.
– Era horrible -dijo Gina-. Solía pegarles a muchas de las chicas que viven aquí, incluso las violaba entre los turnos.
– Es un placer -murmuró Frankie, derrumbándose sobre la cama-. ¿Te importaría darme otro cigarro?
El habitáculo del helicóptero era pequeño y estaba al máximo de su capacidad. Baker sintió un ataque de claustrofobia aún peor que el que experimentó mientras trepaba por el hueco del ascensor durante su huida de Havenbrook.
Skip, Gusano y él estaban sentados espalda contra espalda en el suelo, con las manos y pies atados atrás. Schow, McFarland y González, también sentados, los rodeaban. Torres estaba delante, al lado del piloto.
– ¡Hemos visto unos cuantos justo delante, coronel! -gritó Torres para que se le oyese por encima del rugido de los rotores. Schow asintió. El coronel no levantaba nada el tono de voz al hablar, pero Baker podía entenderle perfectamente pese al estruendo.
– ¿Le gusta la vista, profesor Baker?
– Me temo que desde mi posición no hay mucho que ver.
– Eso cambiará en breve, profesor. Le prometo que le proporcionaré una vista privilegiada. Y ahora, dígame, ¿queda alguien vivo en Havenbrook?
– Se lo he dicho ya mil veces: no que yo sepa. ¡Pero Havenbrook es enorme! No puede hacerse a la idea de lo grande que es. Además, hay zonas seguras de las que no puedo contarle nada porque nunca llegué a entrar en ellas.
– Así es -dijo Schow mientras se recortaba una uña tranquilamente-, eso es lo que viene repitiendo desde que le he preguntado. Sólo estaban usted y… Se refirió a él como Ob, ¿me equivoco?
– Correcto -dijo Baker-. Se refería a sí mismo como Ob. Pero tiene que entenderlo, coronel, estas criaturas no son la gente que conocíamos cuando estaban vivos. Cuando muere el cuerpo, estas criaturas pasan a habitarlo. Toman el control desde dentro, como si fuesen vehículos.
– Fascinante. ¿Y por qué supone que esta posesión tiene lugar cuando la víctima ha muerto?
– Porque estos demonios, a falta de una palabra mejor, ocupan el lugar en el que residía el alma. Para poder ocupar un cuerpo, antes necesitan que el alma lo abandone.
– El alma, ¿eh? Dígame, profesor, si eso es cierto, ¿cómo es que los animales también se convierten en zombis? ¿También tienen alma?
– No lo sé -exclamó Baker-. Y tampoco quiero tener un debate filosófico con usted, coronel. Soy científico. Sólo le comunico lo que he aprendido.
– Era usted un científico muy bien valorado, ¿no es así?
Baker no respondió.
– Sí que lo era. Mis hombres me han dicho que le vieron en la CNN. Lo cierto es que yo no veía esa cadena, demasiado partidista. Pero leo mucho y conozco su trabajo. Usted era el número uno. El gran hombre. El figura. Estoy seguro de que sabe mucho más de lo que quiere contarme, y lo respeto. Puede que no quiera traicionar su acreditación de seguridad, pero permítame que le diga una cosa: ya no hay un gobierno al que traicionar, profesor. Yo soy el gobierno… soy todo lo que queda en este lado del país. Considérelo un momento, si quiere.
– Ya se lo he dicho, coroneclass="underline" no pienso volver a Havenbrook. ¡Es una locura intentarlo! No sé qué espera encontrar, pero le aseguro que ya no hay nada. ¡Lo único que queda en Havenbrook es una criatura que encarna el mal!
Schow le ignoró y se dirigió a Skip.
– ¿Qué opina usted, soldado?
– Creo que estás loco -respondió Skip-. Vas a matarme de todas formas, así que puedes irte a tomar por el culo, coronel Schow. Que te folle un pez polla, tarado de los cojones.
– ¿Matarle? -se burló Schow, llevándose la mano al pecho con un ademán-. ¿Matarle? No soldado, no me entienda mal. Ha sido hallado culpable de traición y, lo que es peor, cobardía. Simplemente vamos a darle la oportunidad de demostrar su valor una vez más.
Empezó a reír y McFarland y Torres le imitaron al instante.
– Estamos encima del objetivo, señor -dijo el piloto desde la parte delantera.
– ¡Bien! -Schow se mostró repentinamente animado-. Caballeros, con su permiso, empecemos.
McFarland y González se levantaron de sus asientos y sacaron algo largo y negro de una caja. Baker no supo identificar qué era, pero parecía estar hecho de goma. Aunque no podía ver a Skip, sintió cómo temblaba contra él.
Engancharon uno de los extremos del objeto a un cabrestante y Baker se dio cuenta de que era una cuerda de puenting.
– Bájanos un poco -ordenó Torres al piloto- y luego equilibra el helicóptero.
– Oh, no -rogó Skip-. Por favor, coronel. ¡Esto no! ¡Cualquier cosa menos esto!
– Me temo que ya es demasiado tarde para ruegos, soldado. Mentí. Vamos a matarle, después de todo. Pero claro, como ya había indicado, lo supo desde el momento en que subimos al helicóptero. Consuélese al menos con el hecho de que podrá demostrar su valor antes de morir.
Los dos oficiales le colocaron un arnés en el cuerpo. Atado de pies y manos, Skip no pudo resistirse y empezó a hacer ruidos con la garganta como si se estuviese atragantando. Baker reparó en que estaba ahogándose en su propio llanto.
– Por favor -suplicó-, ¡esto no! ¡Por amor de Dios, esto no! Pegadme un tiro, ¡pegadme un tiro y acabad de una vez!
– No se le concederá ese honor -le dijo Schow con calma-. Y, para serle sincero, soldado, no quiero desperdiciar munición.
Skip gimió. Lo arrastraron hasta la puerta y la abrieron. Una ráfaga de aire frío envolvió a todos los ocupantes y Baker se encogió. Skip movía la boca en silencio. Parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas.
– ¡Por favor, disparadme! ¡Cortadme la puta garganta! ¡Pero esto no!
– ¿Últimas palabras? -preguntó McFarland.
– Sí -dijo Skip, pasando del pánico a un frío odio-. ¡Que os den por el culo, sádicos de mierda! ¡Así os vayáis todos al infierno! ¡Baker, no les digas nada! ¡No les lleves a Havenbrook porque te matarán en cuanto hayan llegado!
Se inclinó hacia delante y escupió a Schow en la cara.
La expresión de Schow se mantuvo impertérrita. Se despidió de Skip moviendo la mano con poco interés y se limpió la saliva con un pañuelo.
¡Bon voyage! -gritó González, tirándolo al vacío de un empujón.
El grito de Skip fue volviéndose más tenue a medida que caía y Baker cerró los ojos, a la espera de que se desvaneciese.