Las luces volvieron a parpadear.
– ¿Crees que, cuando morís, vais al cielo? -rió-. Pues no. ¡Vais a donde ÉL decida! ¡Vuestros cuerpos NOS pertenecen! Somos vuestros amos. Tu especie nos llama «demonios». «Djinns.» «Monstruos.» Somos el origen de vuestras leyendas, la razón por la que aún teméis la oscuridad. Controlamos vuestra carne. ¡Y hemos esperado mucho tiempo para habitaros!
Volvió a dar un puñetazo a la ventana. La grieta aumentó, extendiendo pequeñas redes por su superficie. La mano que una vez perteneció al doctor Timothy Powell, la mano que una vez sostuvo un martini, sujetó un palo de golf y manejó con precisión los controles del CRIP era ahora un ariete de carne podrida. Baker se echó atrás cuando los dedos se abrieron y dejaron ver pedazos astillados de hueso que rasparon el interior del cristal.
Baker salió corriendo de la habitación con los gritos de Ob persiguiéndolo por el pasillo.
– ¡Somos los Siqqusim! Hemos esperado a tomar posesión y ahora sois nuestros. ¡Yidde-oni! ¡Engastrimathos du aba paren tares! Somos Ob y Ab y Api y Apu. ¡Somos más que las estrellas! ¡Somos más que infinitos!
El cristal se hizo pedazos y un instante después las luces se apagaron, sumiendo a las instalaciones en la oscuridad.
Baker se encogió en la sala, escuchando aterrado cómo el zombi se dirigía hacia él.
Las luces no volvieron a encenderse.
Capítulo 3
El refugio contaba con dos salidas, la primera de las cuales era un hueco que desembocaba en el patio. Para poder usarla, Jim tendría que cargar con todo el equipo mientras subía la escalera, descorrer el pestillo y levantar la tapa del agujero sin llamar la atención.
Tenía que llevar, como mínimo, un arma, así que no podría trepar con la mano ocupada. Además, los zombis se le echarían encima en cuanto oyesen el ruido de apertura.
Así que la única alternativa era el sótano.
Cuando construyó el refugio, viajó a un desguace en Norfolk, donde compró dos escotillas de un transporte naval decomisado a la Marina. La primera, que se abría desde el interior del refugio, conducía a un estrecho pasillo en dirección a la casa. El pasadizo terminaba en la segunda escotilla, que estaba fijada a los muros del sótano.
La semana anterior, cuando la depresión se estaba volviendo insoportable, Jim se dirigió dos veces hacia la segunda puerta, decidido a abrirla y a encontrarse con lo que hubiese al otro lado. Se detuvo en ambas ocasiones, escuchando el arrastrar de pies al otro lado. Los muros y el acero amortiguaban los golpes y los gorjeos, pero era evidente que estaban ahí… y que eran reales.
Esta vez abrió la primera escotilla y prestó atención por si escuchaba algún paso, algún crujido, cualquier cosa que revelase que había criaturas rondando por su casa. No oyó nada, pero el silencio era casi peor.
Avanzó cautelosamente por el pasadizo hasta llegar a la segunda escotilla, donde se detuvo. Pegó la oreja contra el frío acero, contuvo la respiración y esperó.
Más silencio.
Volvió al refugio, decidido a no pasar una hora más en aquella tumba. Sustituyó sus sandalias por sus botas de trabajo negras, desgastadas y con punta de acero. Le habían servido bien durante sus años como trabajador de la construcción y esperaba que siguiesen haciéndolo. También se puso una camisa de franela de manga larga sobre la camiseta negra: le protegería del frío de la noche, era más ligera que una chaqueta y podría atársela a la cintura durante el día.
Abrió la cremallera de la riñonera azul de Carrie y olió el suave rastro que había dejado su perfume, otro recuerdo fantasmal del pasado.
Dejó las emociones a un lado y empezó a elegir lo que le haría falta, teniendo siempre en mente que llevar poco equipaje era indispensable para moverse con rapidez. Metió en la mochila una caja de cartuchos para la Ruger y puso en uno de los bolsillos laterales dos cargadores para la pistola, cada uno con quince balas. Cogió el fusil compacto de palanca Winchester.30-30 que le había acompañado a tantas cacerías y guardó varias cajas de munición. A cuatro botellas de agua destilada les siguieron latas de atún, sardinas y fideos instantáneos; los prismáticos, un mapa de carreteras, la linterna, cajas de cerillas, velas, una taza de cerámica que Danny le regaló el día del padre, un pequeño bote de café instantáneo, un cepillo de dientes, dentífrico, una pastilla de jabón, cuchara y tenedor y un abrelatas fueron a parar al interior de la mochila.
Se la puso un rato para comprobar el peso. Satisfecho, se llenó los bolsillos con dos mecheros, un cuchillo de caza y un cargador más. Guardó la pistola en su funda, situada en un costado, y cogió el fusil, disfrutando del familiar tacto de la madera. Después de comprobar por segunda vez que estaba cargado, Jim tomó una gran bocanada de aire.
La habitación empezó a dar vueltas. La tensión, que había alcanzado su punto crítico después de ir aumentando paulatinamente, le provocó náuseas. Los brazos y las piernas le empezaron a temblar y se le hizo un nudo en el estómago. Jim dejó escapar un gemido, soltó el fusil y vomitó, salpicando las botas y el suelo.
Al rato, la ansiedad se hizo más llevadera. Recogió el fusil, temblando.
– Vale -dijo en voz alta-. Hora de irse.
Echó un último vistazo al refugio, consciente de que no volvería a ver aquellas cuatro paredes de cemento nunca más. Recorrió las fotos de Carrie y Danny con la mirada hasta detenerse en el teléfono móvil.
Vaciló un rato y lo cogió. Tras un momento de duda, lo colocó en su cinturón. Al no tener cargador, la batería se había agotado del todo.
– Por si acaso -dijo, intentando convencerse a sí mismo.
Caminó por el estrecho pasadizo y puso la mano sobre la palanca de la puerta. Levantó la manivela lentamente, cada crujido reverberando en el silencio. Un último chasquido, y la escotilla se abrió sin dejar de chirriar.
Jim levantó el fusil y dejó que la puerta se fuese abriendo hacia atrás, revelando el oscuro sótano que se extendía más allá del umbral. Estaba vacío, pero las formas antaño familiares adquirían ahora siniestras connotaciones. El armario de las herramientas era un zombi. La caldera era una bestia agazapada, lista para abalanzarse sobre él. Su corazón latía con furia en la oscuridad.
Sobre él, oyó un suave crujido procedente de uno de los tablones del techo. Luego otro. El tercero vino acompañado del gemido de una silla de cocina arrastrada por el linóleo.
Jim se paró en seco. Buscó el primer escalón a tientas en la oscuridad mientras tensaba el dedo en tomo al gatillo. Cuando al fin pudo apoyar el pie, dio un precavido paso.
Escuchó aún más sonidos procedentes de la cocina, seguidos de un gemido de frustración. Apuntó el fusil en dirección a la puerta y dio otro paso. Algo le pasó rozando por la oreja y Jim se mordió la lengua, ahogando un grito. La mosca, en su vuelo invisible, volvió a acercarse zumbando a él.
Agitó la cabeza, animando al insecto a marcharse. Ahora se oía un nuevo sonido, un zumbido continuo e intenso procedente del final de la escalera.
La mosca había traído amigas. Muchas, a juzgar por el ruido. Sus zumbidos llenaron sus oídos; una de ellas se apoyó en su mano; otra, en su cuello.
Entonces percibió un olor como el hedor de una carnicería, una peste de carroña, entrañas y carne podrida.
Dio otro paso y notó el techo del sótano acariciándole la cabeza, lo que significaba que ya estaba a mitad de camino. Más allá de la puerta seguían oyéndose pasos: el crujir de la madera revelaba la posición del zombi.
Armándose de valor, Jim se preparó para subir corriendo el resto de escaleras y cruzar la puerta de golpe.
Al dar un paso, su pie se encontró con algo que hizo un ruido húmedo al contacto con él. Aquello molestó a las moscas, que zumbaron con más intensidad por haberles sido interrumpida la cena. El olor se volvió más fuerte, casi insoportable. Los pies le resbalaron y cayó de rodillas contra las escaleras.