Las pisadas de la cocina se apresuraron hacia la puerta.
Con una mueca de dolor, Jim sacó el mechero de su bolsillo y echó un vistazo abajo.
Intestinos. Los intestinos de alguien reposaban en las escaleras hechos un amasijo de sangre coagulada.
Jim soltó el mechero entre arcadas; aquellos intestinos olían peor que cualquier cosa que hubiese olido jamás. Ignorando el dolor en las rodillas, se levantó.
El pomo comenzó a girar.
Levantó el fusil, apuntando a ciegas en la oscuridad.
La puerta se abrió de golpe y Jim se sobresaltó ante la espantosa figura que se erguía ante él. Las vísceras de la escalera pertenecían al señor Thompson. Los brillantes extremos de sus intestinos colgaban de su cavidad vacía y se bambolearon cuando el zombi levantó los brazos.
– Hola, vecino -dijo con voz rasposa, como si estuviese haciendo gárgaras con cristales-, veo que has encontrado mis restos.
La lengua del zombi era una masa hinchada y negruzca, pero, por imposible que pareciese, aquella cosa podía hablar.
Jim disparó, cargó otra bala en el fusil y abrió fuego por segunda vez. La entrepierna de la criatura, cubierta por unos pantalones de pana, se desintegró.
– Oooh -dijo mientras miraba hacia abajo-, a la señora Thompson no le va a gustar nada esto.
Con una velocidad que contrastaba con sus pesados movimientos, el zombi se impulsó hacia delante, agarró el humeante cañón y arrancó el arma de las manos de Jim.
Asombrado por su fuerza, Jim se echó atrás mientras la criatura examinaba el arma. Sonrió, hizo una pasada con el fusil y acabó apuntando a Jim. La piel acartonada que cubría sus dedos se quebró mientras jugueteaba con el gatillo.
Oyó otra puerta abrirse, más allá de la cocina, y la casa se llenó de zombis. La criatura que una vez fue su vecino dio un paso adelante y Jim retrocedió hasta el final de las escaleras mientras sacaba la pistola de su funda.
– ¿Alguna vez te he hablado de la guerra mundial, vecino? Aquello sí fue una guerra en condiciones, no como la de Vietnam, la Tormenta del Desierto o la «guerra contra el terrorismo». Estuve allí. Bueno, YO no, claro. Pero este cuerpo sí. Veo sus recuerdos.
Avanzó escaleras abajo. Un gusano hinchado cayó del cráter en el que antes solía alojarse su estómago y el zombi lo aplastó con el pie.
– Pero claro, tú nunca combatiste en una guerra, ¿verdad? No sabes qué efectos tiene en un ser humano un disparo en las tripas. Estás a punto de descubrirlo.
– Señor Thompson -rogó Jim-. Por favor. Sólo quiero reunirme con mi hijo.
– Oh, no te preocupes, lo harás -dijo la criatura, riendo con sorna. Tras ella, más zombis se arremolinaban en el umbral-. Todavía podrás moverte. Sólo voy a herirte, a hacerte un poco de daño. Entonces nos comeremos partes de ti para mantenernos fuertes. Pero dejaremos lo bastante como para que puedas andar. Hay muchos de nosotros deseando volver a caminar.
– ¿Muchos de vosotros…?
– Somos muchos. ¡Somos más que las estrellas! ¡Somos más que infinitos!
La frase resonó en la cabeza de Jim, recordándole de una forma retorcida a Danny.
Hizo seis disparos y las balas se estamparon contra la carne podrida, arrancando tejido y músculo. Riendo, el zombi apretó el gatillo.
El estallido vibró por todo el sótano y la bala gimió a poca distancia de Jim. El clamor de los zombis, que corrían en masa hacia el sótano, se oía por encima de los disparos. La criatura que había sido el señor Thompson se hizo a un lado, permitiendo que bajasen las escaleras.
Jim volvió a disparar la Ruger y acertó en el ojo del señor Thompson, que reventó por completo. El fusil se le soltó de las manos y el zombi cayó de bruces al suelo. Aullando, la horda de no muertos avanzó.
Jim retrocedió hasta la ventana del sótano, apuntando y disparando conforme se movía. Quedaban ocho disparos en el cargador. Ocho zombis cayeron inertes al suelo. El resto se detuvo, colocándose en semicírculo en torno a él.
Jim siguió apuntándolos con la Ruger, moviéndola de un lado a otro y rezando para que no se diesen cuenta de que estaba vacía.
Tras él había un montón de cubos medio vacíos de sellador de asfalto apilados frente a la ventana. Se subió a ellos, equilibrándose sobre los bordes, y pensó su próximo movimiento. No podía defenderse con un cargador vacío, y si se daba la vuelta para trepar por la ventana, se le echarían encima.
– Acéptalo -dijo el zombi que una vez fue el repartidor de periódicos-. Nuestros hermanos esperan que los liberemos del Vacío. Danos tu carne como sustento para nosotros y como vehículo para ellos.
Jim movió la mano poco a poco y lentamente hacia el bolsillo de la mochila.
– ¿Qué sois?
– Somos lo que antaño fue y lo que vuelve a ser. Vuestra carne es nuestra. Cuando vuestra alma os abandona, nos pertenecéis. Os consumimos. ¡Os habitamos!
Su mano se cerró en torno al cargador.
El cristal explotó tras él cuando dos brazos atravesaron la ventana. Unos dedos como ganchos lo agarraron por los hombros y lo levantaron de golpe. Filos de cristal roto le cortaron en el pecho y los brazos. Debajo, los zombis aullaban de alegría.
Su atacante lo lanzó por los aires. Aterrizó en la hierba húmeda, saboreando la sangre en su garganta.
– Hola, chalado -se burló Carrie.
– Oh, Dios -sollozó, sacando el cargador de la mochila e insertándolo de golpe en la pistola-. Cariño, si puedes oírme, ¡aléjate! ¡No quiero dispararte!
Su voz era como hojas arrastradas por el viento.
– ¿No te alegras de verme, Jim? Te he estado esperando mucho tiempo. Tenía mucha hambre. Te echaba de menos.
Jim retrocedió a medida que ella se le acercaba. Las cintas de la bata bailaban con el viento nocturno.
– ¡Joder, Carrie, atrás!
– No soy la única que te ha echado de menos, Jim. Hay alguien más que quiere verte.
Algo se movió bajo la fina bata.
Sus huesudos dedos deshicieron el cordón y permitieron que la bata se desprendiese, deslizándose por sus hombros.
Jim gritó.
El abdomen de Carrie había desaparecido, devorado desde el interior. En la cavidad se revolcaba el bebé, agarrado al putrefacto cordón umbilical que los mantenía unidos a ambos. Sonriendo, movió su pequeño y acartonado brazo. La criatura que habitaba al infante intentó hablar, pero los sonidos eran ininteligibles. Su voz era profunda, gutural y antigua.
– Dale un abrazo a tu hija -chilló Carrie.
El zombi fetal dio un salto hasta el suelo dejando caer jirones húmedos de tejido con él. Gateó hacia Jim, enganchado del cordón umbilical como de una correa.
– Tenemos una niña, cariño -dijo la criatura-Carrie-. ¿No te alegras? ¡Tiene muchísima HAMBRE!
– Cariño -rogó-. No me hagas esto. ¡Tengo que reunirme con Danny! ¡Está vivo!
– No por mucho tiempo -se burló Carrie-. Alguien espera para tomar su lugar, del mismo modo que alguien espera para tomar el tuyo.
El bebé recorrió la hierba mojada, jadeando ansioso a medida que se acercaba.
– Gu… gu… gu…
Su gutural y burlón canto, compuesto por palabras a medio formar que sonaban como regüeldos, paralizó a Jim. La criatura tropezó con los restos del cordón umbilical, así que se arrancó aquel tejido putrefacto de la barriga y se acercó a su objetivo.
Unos dedos pequeños y descompuestos se frotaron contra las suelas de sus botas. Una minúscula mano le agarró el tobillo.
Jim disparó entre alaridos. La bala impactó contra el bebé, lanzándolo hacia atrás. Los gritos de Jim se perdieron en la descarga.
El bebé dejó de moverse, pero aun así volvió a disparar.
Enfurecida, Carrie corrió hacia él, con el rostro aún más desfigurado por el odio. Vomitó toda clase de obscenidades sobre él, prometiendo mil torturas.