Jim siguió gritando.
El cañón humeó mientras la pistola se calentaba en sus manos. El décimo disparo alcanzó a Carrie en la frente y la derribó al suelo.
Siguió apretando el dedo una y otra vez mucho después de que el cargador estuviese vacío.
Su boca continuaba abierta, pero sólo era capaz de emitir un quejido débil y lastimero.
Jim se puso en pie rápidamente mientras de la casa emergían más criaturas. Deslizó un tercer cargador en la Ruger y volvió a abrir fuego, apuntando mecánicamente a la cabeza con cada disparo.
Corrió hacia la carretera hasta que sus pies pisaron el asfalto.
Huyó de su casa, de su barrio, de su mujer, de su hija nonata, de su vida, y se sumió en la oscuridad dejando un rastro de lágrimas tras de sí.
Sus agónicos gritos reverberaron por las vacías calles de Lewisburg, Virginia Occidental, y no fueron oídos por ningún ser vivo.
Una hora después, mientras corría por la carretera, el miedo y la desesperación dieron paso a los calambres. Exhausto, se desplomó sobre una cuneta y perdió el conocimiento.
Despertó en una cloaca; frío, mojado y dolorido, pero no solo. Los sonidos de los muertos hacían que la noche cobrase vida. Se quitó las gotas de lluvia de las cejas y se estremeció cuando una horrible y lúgubre carcajada resonó por las colinas.
Se desvaneció al cabo de unos minutos, pero el silencio al que dio paso era igual de aterrador.
Aguardó en la oscuridad. Las nubes de tormenta cubrían la luna. Sopesó si, estando en campo abierto, debía encender una cerilla o la linterna. En lugar de eso, retiró el agua de su reloj y comprobó la hora. Las tres de la mañana.
Había estado boca abajo e inconsciente todo el rato, y el agua embarrada que corría por la cloaca le había calado los vaqueros y la camisa. Tanteó en la oscuridad buscando su pistola hasta que dio con ella en la orilla.
Su mochila había permanecido prácticamente seca. Se apartó de la corriente con mucho cuidado y se la quitó de sus doloridos hombros. Algo sonó en su interior. Rebuscó entre sus pertenencias hasta pincharse en el dedo con un pedazo de cerámica rota.
La taza que había guardado como recuerdo estaba rota.
La que Danny le compró el día del padre.
Jim podía oír la voz de Danny, llena de cariño, inocencia… y terror.
Se puso en pie, gruñendo y mareado. Las rodillas le crujieron y se quedó muy quieto, comprobando si el ruido había llamado la atención de algo oculto en la oscuridad.
Empezó a trepar hacia la carretera con precaución. Entonces lo oyó. Lejano pero inconfundible.
El ronroneo de un Mopar, inconfundible y hermoso. Dos faros apuñalaron la oscuridad. Las ruedas gemían y el motor rugía con cada cambio de marcha.
– Dios, ¡gracias! -sollozó aliviado, arrastrándose hasta arriba. Dio un salto a la carretera, agitando los brazos sobre su cabeza-. ¡Eh! ¡Aquí!
El coche asomó por la carretera con un estruendo. Los haces de los focos lo alcanzaron, bañándolo de luz.
Dio otro paso.
El coche aceleró, lanzándose contra él.
– ¡Joder!
Se apartó de un salto, volviendo a caer a la cloaca. Durante el salto, tuvo la oportunidad de echar un rápido vistazo a los pasajeros.
Eran zombis.
Jim se incorporó y se encogió en la oscuridad. El coche paró en seco llenando el aire de olor a goma quemada.
Sujetó la pistola.
El motor parado emitía un murmullo. Entonces oyó un portazo, seguido de otro. Y otro.
– ¿Habéis visto eso? -la voz sonaba como papel de lija-. ¡Lo he lanzado por los aires!
– Pues la verdad es que no -dijo otra voz rasposa-. Ni siquiera lo has tocado.
– Y no deberías haberlo intentado -le recriminó un tercero-. ¿De qué nos sirve un cuerpo que no puede ni moverse?
– Bah, hay bastantes para todos nuestros hermanos. Vamos a divertirnos con éste.
Jim retrocedió hacia el bosque. Una calavera envuelta en piel desgarrada asomó por el barranco.
– ¡Eh, carne! ¿Adónde crees que vas?
Aparecieron dos más, que empezaron a moverse colina abajo. Jim apuntó con la pistola, disparó, dio media vuelta y corrió hacia el bosque.
Sus abucheos resonaban entre los árboles mientras huía. Atravesó a toda velocidad las pegajosas enredaderas agachando la cabeza y arrancando la maleza a su paso. Se le engancharon unas ramas caídas y por un momento pensó que el árbol muerto también había vuelto a la vida, pero éstas se rompieron y pudo seguir corriendo.
A medida que se internaba en la arboleda, los ruidos de sus perseguidores se iban desvaneciendo. Jim se reclinó sobre un roble, tomó aliento y escuchó con atención. El bosque estaba en silencio. No se oía el canto de un pájaro ni el zumbido de un insecto; nada, ni siquiera el viento.
Intentó pensar qué hacer a continuación, pero la cabeza le daba vueltas. Podrían hablar, disparar, ¡hasta conducir, joder! ¿Había algo que no pudiesen hacer?
Pensó en las películas de zombis que había visto durante años. En las películas, las criaturas no eran inteligentes; se tambaleaban de un sitio a otro como máquinas de comer, vacías y sin consciencia. En las películas, los zombis no te devolvían el disparo. El único parecido que podía encontrar entre los de la vida real y los del cine es que ambos eran lentos y comían carne humana.
Su falta de velocidad era una ventaja obvia: lo único que tenía que hacer era poner tierra de por medio entre ellos y él. Pero lo que les faltaba de movilidad lo compensaban con malicia. Eran inteligentes. Podían planear y calcular.
No bastaba con ser más rápido que ellos: tenía que ser más inteligente.
Su objetivo era llegar a White Sulphur Springs a pie y robar un coche en el concesionario Chevrolet local; una vez hecho, viajaría de la interestatal 64 a la 81 norte. Eso le llevaría a Pensilvania, desde donde podría dirigirse a Nueva Jersey.
Jim se dio cuenta de que su plan tenía una laguna: las criaturas podían conducir y no sabía en qué estado estaban las autopistas. Podían estar llenas de trampas listas para supervivientes incautos como él.
¡Pero no podía ir a pie! ¡Tenía que reunirse con Danny, y pronto! Nueva Jersey estaba a doce horas en coche; recorrer esa distancia a pie era inconcebible. Su hijo estaría muerto para cuando llegase. De hecho, ni siquiera ese viaje de doce horas garantizaba que llegase a tiempo.
¿Entonces qué coño estoy haciendo? ¡Seguro que ya está muerto!
Los ruegos de Danny resonaron en sus oídos. Se golpeó las orejas, agitó la cabeza y siguió adelante.
Jim había pasado la mayor parte de su vida cazando ciervos y pavos en las montañas de los alrededores de Lewisburg. White Sulphur Springs estaba a unos ocho o diez kilómetros de distancia, pasando un bosque espeso y un par de cadenas montañosas. Una vez allí, podría equiparse con mejores armas, encontrar un fusil para sustituir el que perdió en su encuentro con el señor Thompson y continuar. Si no se topaba con ningún contratiempo, llegaría a White Sulphur Springs al amanecer.
Pero tenía que idear un plan que cubriese desde el «ahora» hasta el «entonces».
Siguió caminando, engullido por las sombras de los árboles.
En las alturas, un chotacabras cantaba su solitaria canción.
La abuela de Jim siempre decía que oír un chotacabras por la noche significaba que alguien cercano a ti iba a morir.
El pájaro volvió a cantar y Jim se detuvo en seco. Estaba posado justo enfrente de él.
Y estaba vivo.
Volvió a trinar y desplegó las alas.
– Me alegro de comprobar que no soy el único -susurró-. Ojalá tuviese tus alas.
El pájaro alzó el vuelo perdiéndose en la oscuridad.
Siguió caminando.
Capítulo 4
El anciano se había sentado en el banco a dar de comer a las palomas. Sus cadáveres hinchados revoloteaban a su alrededor. Frankie contemplaba desde la seguridad de los servicios cómo aquellos pájaros muertos lo devoraban: uno de ellos tenía un ojo colgando de la cuenca; dio una pasada, y reclamó el ojo izquierdo del anciano para sí. Tiras enteras de carne eran desmenuzadas por aquellos picos frenéticos y puntiagudos.