Jean Rabe
El amanecer de una nueva Era
Prólogo
El descenso de Palin
Palin Majere se encontraba cerca de un altar destruido, en medio de un bosque calcinado. Era alto y delgado, como el puñado de abedules chamuscados que se aferraban a la vida a su alrededor. Sujetaba bajo un brazo un bastón rematado por una garra de dragón dorada, y su blanca túnica ondeaba contra sus piernas, agitada por la fuerte brisa. Su largo cabello, de color castaño rojizo, se sacudía de manera molesta contra su cuello y su cara y se le metía en los ojos. No obstante, el joven no apartó los dedos del libro que sostenía en las manos para retirar los fastidiosos mechones.
Bajó la vista hacia la cubierta. La encuadernación de cuero rojo estaba agrietada y desgastada, y casi igualaba la tonalidad rosada de Lunitari, la luna que estaba saliendo y que llevaba el nombre de uno de los dioses de la magia de Krynn. Había magia en el libro. Palin podía percibirla; sentía un cosquilleo en sus esbeltos dedos, el latido de la energía arcana que al principio le había parecido irregular pero que ahora palpitaba al mismo compás que su corazón.
La inscripción dorada de la portada casi se había borrado, y la única palabra que Palin alcanzaba a discernir era «Magius».
Con todo, esa palabra, el nombre del mago guerrero más grande de Krynn, revelaba la importancia del ejemplar que sostenía en las manos. El antiguo tomo era el más atesorado de la colección de libros de hechizos de la Torre de Wayreth. Palin sabía que no se había permitido sacarlo del venerable edificio hasta ahora, cuando los conjuros que estaban escritos en sus quebradizas páginas eran tan desesperadamente necesarios. Aun así ¿serían suficientes contra Caos, que se había liberado de la Gema Gris y amenazaba con destruir el mundo? ¿Estaría él, un simple aprendiz de mago, a la altura de la tarea de invocar los conjuros contra la todopoderosa deidad que estaba desatando su furia en el Abismo?
Raistlin había puesto el libro en las manos de Palin. Y, al hacerlo, también había puesto una inconmensurable confianza en la habilidad de su joven sobrino para dar un buen uso a los conjuros. Palin se consideraba un simple principiante al lado de su tío y los otros venerados y poderosos hechiceros de Krynn. Él no había sacrificado nada por la magia como habían hecho ellos, aunque el desafío que lo aguardaba podría resarcir con creces tal circunstancia al poner fin a su joven vida.
—Estoy preparado —le dijo a Raistlin. «Estoy listo para hacer mi sacrificio», añadió para sus adentros.
El Túnica Negra asintió con la cabeza y retrocedió unos pasos. Usha, la joven criada por los irdas, abrió la boca para decir algo, pero sus palabras se perdieron en el repentino y rugiente viento. Las rachas del mágico ventarrón, cada vez más fuertes, levantaron a Palin del suelo del bosque como si fuera una ligera hoja y lo alejaron de la tierra de los irdas, de Raistlin y de la hermosa Usha de ojos dorados.
El joven flotó como una marioneta suspendida de hilos invisibles, zarandeado por lo que ahora era un aullante vendaval. Los blancos y verdes de los abedules, los negros de las carbonizadas píceas, giraron a su alrededor y se fundieron en un vertiginoso despliegue de remolinos y borrones. Entonces, un instante después, se sintió caer, las cuerdas cortadas y el viento calmado. Todos los sonidos cesaron salvo el alocado palpitar de su corazón. La magia lo absorbió hacia un vórtice, silencioso y aparentemente sin fondo de vibrante energía, cuyas chispas se le clavaban en la piel como millares de voraces insectos.
Tras unos segundos interminables, la irritante sensación remitió y se redujo a un simple cosquilleo en los brazos y el rostro, así como en los dedos, todavía prietamente cerrados sobre el libro. Sin embargo, la sensación de estar cayendo continuó.
Los colores cambiaron ante sus ojos cuando la luz rojiza de Lunitari, el color dorado de los fascinantes ojos de Usha y el blanco plateado del cabello de su tío Raistlin hicieron desaparecer los tonos de los abedules quemados. El rojo, el dorado y el blanco se entretejieron como el hilado de una rueca y se fundieron en uno merced al conjuro que lo estaba transportando entre dimensiones hasta el plano llamado el Abismo.
Parpadeó, y los colores volvieron a cambiar, convirtiéndose durante un instante en un azul brillante que crecía y menguaba como si fuera algo vivo, un ser gigantesco inhalando y exhalando. Después el azul desapareció, reemplazado por un gris vaporoso, que semejaba una neblina húmeda y opresiva. Unas volutas grises, semejantes a las finas guedejas de un anciano, se enroscaron alrededor de sus muñecas y tobillos, le ciñeron la cintura y tiraron de él hacia su pavoroso punto de destino. Por encima y por debajo del joven sólo había un vacío gris, la perpetua niebla que anegaba sus sentidos, que lo llevaba hacia Caos y, tal vez, a la muerte.
1
Tormenta sobre Krynn
En Foscaterra, lejos del país de los irdas, una espesa niebla se agarraba a un amplio prado de alto centeno y se extendía hacia el dosel de un exuberante bosque. Las volutas blanquecinas de la niebla se enroscaban alrededor de los troncos de los robles más añosos y ceñían su abrazo más y más.
Era una niebla densa, casi palpable, que ocultaba prácticamente la suave ondulación del terreno. Subía, flotante, hacia un pequeño collado aislado, donde abrazaba un círculo de vetustas piedras.
La niebla era perpetua en ese círculo, que señalaba el centro de Foscaterra. El sol no conseguía despejarla, y el vendaval más fuerte no podía disiparla. Era parte de la magia primitiva e inagotable que palpitaba, pulsante, a través de las piedras talladas y llegaba más allá de Krynn, a otros mundos y dimensiones existentes. El círculo de piedras quedaba así oculto a los ojos curiosos, a salvo para aquellos pocos que sabían cómo utilizarlo como Portal. Y, cada vez que un viajero usaba el círculo, la niebla emitía una energía brillante, como ocurría en este momento.
En el interior del círculo, trazos de colores dorados y azules destellaron, danzaron y rielaron para después suavizarse y volver a combinarse. El azul se intensificó hasta alcanzar una tonalidad fuerte, rutilante, que llenó el interior del círculo de piedras. Las chispas doradas se expandieron y formaron enormes órbitas gemelas que atravesaron la niebla como faros.
—He vuelto —siseó el viajero—. Y pronto, Kitiara, muy pronto, te traeré también a casa.
Las gruesas y azules patas del viajero se tensaron y empujaron contra el suelo, impulsándolo sobre el círculo y la niebla, por encima de las copas más altas de los árboles del bosque, hacia el despejado cielo crepuscular de Foscaterra.
Extendió las inmensas alas y las batió casi imperceptiblemente, justo lo suficiente para mantenerse a flote. Entonces estiró el largo y escamoso cuello, y sus cavernosos ollares se agitaron e inhalaron y captaron el fragante aroma de la tierra que tenía debajo.
El Dragón Azul era inmenso, un viejo y gran reptil. Cada una de sus escamas tenía el tamaño del escudo de un caballero, y todas estaban tan lustrosas y relucientes que parecía hecho de zafiros fundidos. Su cola serpentina ondeaba tras él lentamente.
—¡Ah, Kitiara, encontrarte por fin! —gritó—. ¡Tocarte después de tantos años! —Echó la testa hacia atrás y un jubiloso rugido empezó a sonar en lo más profundo de su ser. El sonido subió veloz por su garganta, y el dragón abrió las gigantescas fauces. Un rayo de ardiente energía salió disparado entre sus colmillos y se elevó en el cielo hacia Lunitari—. ¡Pronto, Kitiara, volveremos a estar juntos!
El dragón movió las alas con más fuerza ahora, batiendo el aire con frenesí, dispersando toda la niebla salvo la que estaba eternamente agarrada al círculo. Sus mandíbulas se abrieron y se cerraron rítmicamente al tiempo que su cola se retorcía y sacudía. Cerró los ojos. Surgiendo aparentemente de la nada, unas nubes se agolparon y cubrieron la pálida luna roja; pronto se oscurecieron y se volvieron más densas al cargarse de lluvia.