—Fue la magia lo que destruyó la torre —manifestó un hombre de aspecto cansado—. Los terremotos no son tan selectivos como para tragarse un único edificio.
—Seguramente había hechiceros dentro —intervino otro—. Estarían haciendo un experimento con algo que no deberían. Vi a uno salir a todo correr del edificio. Iba vestido de negro, como un trozo de carbón. Me dijo que huyera.
—Pues yo creo que fueron los dioses. —El que hablaba ahora era un carnicero. Se limpió las manos en el delantal manchado de sangre y sacudió la cabeza—. Los dioses estaban furiosos con los hechiceros.
—Los dioses se han ido, y también la magia —suspiró una anciana—. Y creo que ninguno de ellos volverá. Pero apuesto a que quedaba un resto de magia en esa torre y fue lo que causó el terremoto.
—¿Viste al dragón? —preguntó un kender mientras le tiraba de la blusa.
La anciana no dijo nada.
—Yo sí lo vi —respondió un joven delgaducho—. Era un gigantesco Azul. Nunca había visto uno tan grande.
—Podría habernos matado —apuntó el kender con un atisbo de sobrecogimiento en la voz.
—Debería haberos matado —musitó el guerrero—. A todos vosotros. Caos os quería muertos.
El guerrero había nacido durante la reciente guerra en el Abismo. En lo más encarnizado de la batalla, el padre de los dioses, Caos, había hecho caer una estrella de los cielos y la había pulverizado con un simple gesto. De los ardientes fragmentos de roca resultantes, el dios había creado al guerrero y a sus malignos hermanos, dándoles unas mágicas formas a imagen del hombre, del mismo modo que un escultor habría creado una serie de estatuas. Caos les había insuflado vida tomando recuerdos de los caballeros que se amontonaban como un enjambre a su alrededor, extrayendo sus peores pesadillas y utilizándolas para infundir el aliento en sus demoníacos guerreros y hacer que sus negros corazones empezaran a latir. Las perversas creaciones habían luchado en defensa de Caos, obedeciendo sus órdenes.
La mayoría había perecido en la batalla. El demonio guerrero que ahora contemplaba Palanthas había visto caer a casi todos sus hermanos. Él se había salvado cuando los mortales vencieron. Y él y otros pocos como él habían sentido que su creador se alejaba, los abandonaba. Sin tener órdenes ni a Caos para que los guiara, los demonios guerreros supervivientes habían abandonado el Abismo y habían encontrado el camino a Ansalon, obligados a encontrar una nueva razón para seguir viviendo.
Éste estaba obsesionado con la venganza. Había jurado hacer pagar a los humanos por expulsar al Padre de Todo. Cambió su forma a la de una masa cónica y rotatoria de la que crecieron unas garras nebulosas y una cola serpentina que se sacudía como un látigo. Caos había dotado a sus guerreros con la habilidad de cambiar la forma de sus cuerpos, cabalgar en el viento y desplazarse a través de agua o tierra con la misma facilidad con que los mortales caminaban sobre el suelo.
—Todos deberían estar muertos, pudriéndose en sus patéticas tumbas —siseó el guerrero—. Deberían ser alimento de gusanos.
El demonio sabía que la gente de Palanthas ya empezaba a sacudirse el estupor de la guerra. Lloraba a los muchos héroes muertos en la batalla contra Caos, estaba de duelo por los insignificantes Caballeros de Solamnia y los Caballeros de Takhisis que habían luchado codo con codo. Habían enterrado los cadáveres recuperados, y habían honrado con reseñas y palabras elogiosas aquellos perdidos para siempre bajo los cuerpos de los dragones muertos y las cavernas desplomadas del Abismo.
Nadie lloraba por Caos y sus criaturas polimorfistas muertas. Nadie estaba de duelo salvo sus hermanos. Los penetrantes ojos rojizos del demonio se volvieron hacia el puerto de Palanthas. Una suave brisa levantaba olas en la bahía. El sol poniente teñía las aguas con un brillante tono anaranjado que le recordó a la criatura el de las ascuas al rojo vivo o los fragmentos de la estrella de la que había nacido.
Algunos de los muelles habían quedado dañados por la subsiguiente reacción de la energía liberada en el Abismo, y se veían cuadrillas de obreros trabajando en su reconstrucción.
—El Azul podría haber destruido el puerto —despotricó el demonio guerrero—. Pero es demasiado débil y alberga una chispa de respeto por esos insectos. Afortunadamente, percibo a alguien que no es tan débil, que no tiene lazos que la aten. Ella descargará su fuego devastador sobre este mundo. Y yo la ayudaré a encenderlo.
A miles de kilómetros de Palanthas, un joven Dragón Negro cazaba venados en la planicie empapada por la lluvia de la isla de las Brumas.
Hizo un alto en la caza cuando el cielo se oscureció de repente. Un enorme Dragón Rojo, más grande que cualquiera de los que había visto antes, tapaba la luz del crepúsculo. Era una hembra con las escamas de un profundo color carmesí; se quedó cernida en lo alto y sostuvo la mirada del Negro. Las alas extendidas a los costados ondeaban como las velas de una goleta. El Negro tuvo que girar la cabeza de lado a lado para abarcar con la vista toda su envergadura.
Sus cuernos de brillante marfil se alzaban desde la maciza testa formando un suave arco. Sus ojos ambarinos eran unas órbitas fijas que no pestañeaban y lo mantenían hipnotizado. De sus cavernosos ollares se elevaban unas volutas de vapor. Olvidada por completo la caza, el Dragón Negro se irguió sobre sus patas traseras.
«Es tan grande como era Takhisis, tal vez incluso más», pensó. Sólo una deidad podía ser tan inmensa. Aquella idea hizo que el corazón le diera un vuelco. «¡Quizás es ella, la Reina Oscura de los Dragones del Mal, que ha regresado a Krynn para dirigir a sus criaturas!»
Su mente había estado en contacto con la de la diosa en una ocasión, hacía muchos meses, cuando había llamado a sus servidores para la batalla en el Abismo. El Negro había suplicado que lo escogiera para estar entre los dragones que combatirían por ella, pero Takhisis lo había rechazado, argumentando que era demasiado pequeño y no contribuiría en nada. El Negro no había vuelto a sentir su presencia desde entonces ni a ver a muchos de los otros dragones. Estaba muy ansioso por saber lo que había ocurrido en el Abismo. Quizá Takhisis se lo contaría ahora.
Lanzó un chorro de ácido al aire en homenaje, y la gran hembra Roja empezó a descender. Los luminosos rayos del sol poniente rozaron sus escamas y las hicieron relucir como llamas ardientes, dándole el aspecto de una hoguera viviente.
El dragón inclinó la cabeza con reverencia cuando ella aterrizó. El suelo tembló con su peso, y el Negro estrechó los ojos para resguardarlos de la lluvia de barro que lo roció, levantada por la corriente que creaba el batir de sus alas.
Una llamarada se alzó hacia el cielo por encima del dragón y barrió el aire de lado a lado para alcanzar los bosques que había a ambos extremos de la llanura. El abrasador calor del aliento de la hembra Roja era intenso y doloroso, y el Negro oyó el chasquido y el crepitar de los árboles del entorno que se habían prendido fuego a pesar de la constante humedad de la isla de las Brumas. El dragón miró hacia arriba y abrió la boca para hablar; entonces vio una garra roja extendiéndose hacia él.
La garra lo golpeó con fuerza y lo lanzó varios metros por el aire hacia el antiguo bosque. El impacto lo dejó sin aire en los pulmones; aturdido, sacudió la cabeza para despejarse y después la miró.
La inmensa zarpa roja se hincó en su costado, y las garras traspasaron las gruesas escamas negras y se clavaron en el blando tejido muscular que había debajo. Entonces la otra garra lo sujetó contra el suelo, amenazando con romperle las costillas.
—¡Takhisis, mi señora!
La sangre del Dragón Negro manó de la herida, y el reptil chilló con sorpresa y dolor, debatiéndose inútilmente bajo el peso. A través de un velo de lágrimas, sus ojos se prendieron en los de ella, suplicantes, interrogantes.