El intempestivo calor otoñal evaporaba la humedad del litoral y lo hacía más bochornoso que en pleno verano. Y la propia línea costera estaba sufriendo cambios. El nivel del agua de la angosta bahía del Nuevo Mar que se extendía entre Nueva Costa y Yelmo de Blode estaba subiendo y cubriéndose de plantas acuáticas, por lo que los que vivían a lo largo de la costa se habían visto obligados a trasladarse más tierra adentro.
Un Dragón de Plata, preocupado, había emprendido vuelo en busca de una respuesta. En este día descendió para inspeccionar un fétido pantano que no estaba allí unas pocas semanas antes, cuando había sobrevolado la zona. Hizo otro pase sobre el encharcado terreno y aterrizó en las cercanías. A un centenar de metros se alzaban los primeros árboles de un bosquecillo, y aposentado entre los sauces más grandes había un marjal lleno de juncos que se extendía hacia el horizonte. Los árboles llevaban mucho tiempo allí, pero las tupidas enredaderas y el musgo que colgaban de las ramas eran recientes. Sus raíces estaban sumergidas en el agua salobre.
El dragón tampoco recordaba el junqueral, aunque tenía que admitir que no estaba muy versado en esta zona de la Nueva Costa. Una nube de mosquitos flotaba sobre la estancada superficie y las raíces húmedas. Una rana gorda, satisfecha, que estaba sumergida parcialmente en un parche de rango, giró los ojos hacia el dragón.
—Hay humedad aquí —empezó el Plateado—. Demasiada para esta estación. —Las palabras sonaron como un croar. Los Plateados tenían el don de poder comunicarse con casi todas las especies, y el joven dragón disfrutaba haciéndolo; a veces estas conversaciones resultaban muy instructivas. A diferencia de las personas y de ciertos dragones, los animales no mentían.
—Nunca demasiada —croó la rana—. Humedad. Calor. Muchos insectos para comer. Maravilloso.
—Pero no hace mucho que está así.
—Hace menos de una luna —respondió la rana.
—Menos de un mes —repitió el dragón en un susurro.
—Para siempre —añadió la rana—. Estará húmedo para siempre.
El Plateado inclinó más la cabeza hacia el animal.
—¿Qué sabes tú sobre el agua? —inquirió.
—Al ama también le gusta. Y el calor. El maravilloso calor.
—¿El ama?
—El ama hace llover. Endurece la tierra para que el agua se estanque y no se empape ni corra hacia otro sitio. Lluvia maravillosa.
—¿Y quién es esa ama?
—Yo. —No fue la rana la que contestó, sino una voz profunda y femenina que sonó detrás del Plateado, desde el juncal plagado de insectos.
»Y tú estás invadiendo mi territorio.
El dragón giró lentamente la cabeza al tiempo que estrechaba los ojos. Al escudriñar el bosquecillo tapizado de musgo, divisó un par de grandes ojos amarillos que relucían a la altura del suelo, a través de la nube de mosquitos.
El Plateado se apartó de la rana medio enterrada y avanzó hacia el marjal.
—Lo que estás haciendo aquí está mal; es contrario a la naturaleza —reprendió el dragón—. La zona no era así, y no tienes derecho a cambiarla.
—El territorio me pertenece, Nueva Costa y Yelmo de Blode en su totalidad.
El Plateado introdujo la cabeza a través de una cortina de enredaderas para ver mejor a su interlocutora. La hembra de Dragón Negro estaba tumbada en el marjal, y sólo la cresta de su cabeza y sus ojos eran visibles sobre la superficie del juncal.
De repente las enredaderas cercanas se retorcieron como serpientes y, obedeciendo una orden sin palabras de la hembra Negra, se enroscaron alrededor de la cabeza y las fauces del Plateado, amordazándolo, y luego bajaron para enrollarse en torno a su cuello. Unas raíces de árbol salieron del agua y ciñeron sus patas.
El Plateado forcejeó. Era tremendamente fuerte, y las enredaderas no podían inmovilizarlo. En el mismo instante en que se soltaba, la hembra Negra se incorporó y escupió un chorro de ácido que lo alcanzó en el hocico.
La sustancia cáustica siseó y burbujeó, y el Dragón Plateado echó la cabeza hacia atrás en un gesto de sorpresa y dolor. La hembra no cejó en su ataque y volvió a escupirle. El corrosivo ácido derritió las escamas alrededor de la cabeza del Plateado. La hembra Negra se abalanzó sobre un sauce y lo golpeó con el hombro. El árbol crujió y cayó sobre el macho.
El Plateado retrocedió presuroso, apartándose del marjal, y la hembra fue en pos de él. Ahora, a la luz, el macho pudo verla mejor. Estaba cubierta con gruesas escamas negras, y tenía unas placas alomadas, negro azuladas, en la parte inferior del cuello y del vientre. Las alas eran suaves y del color aterciopelado del cielo nocturno; los cuernos marfileños le nacían pegados a la cresta, justo encima de los ojos sesgados, y eran unos garfios amenazadores que se curvaban un poco en las puntas.
Su lengua serpentina salía y entraba de sus fauces una y otra vez, y la saliva que resbalaba de sus labios siseaba al caer sobre la tupida hierba.
La hembra sólo era un poco más grande que el Plateado, y en una lucha limpia no lo habría derrotado, pero tenía a su favor el factor sorpresa, y lo estaba aprovechando. Esta vez dirigió el chorro de ácido a las zarpas delanteras del macho.
El Plateado se alzó sobre las patas y abrió las fauces a fin de contraatacar; inhaló profundamente y después exhaló, expeliendo un chorro de azogue.
Pero la hembra Negra era muy rápida; se movió como un rayo hacia adelante, por debajo de él, y arremetió contra el vientre del macho. Sus garras y dientes atravesaron sus escamas plateadas, y a continuación soltó otro chorro de ácido que salpicó en las heridas. El Dragón Plateado empezó a retorcerse mientras se desplomaba, y la hembra Negra se adelantó para rematarlo.
—Soy Onysablet —siseó al tiempo que acercaba las fauces al rostro del macho. Sus cuernos engancharon la carne escamosa de debajo de los ojos—. Y éste es mi reino.
Seis años después, los habitantes de Ergoth del Sur, una isla de gran tamaño con una extensión de casi mil kilómetros de norte a sur y otro tanto de este a oeste, se encontraron con que la región estaba experimentando un cambio climático gracias a un nuevo residente.
A lo largo de su historia, Ergoth del Sur se había jactado de su diversidad climática. Ahora, sin embargo, hacía un frío permanente. La nieve cubría las desoladas planicies del norte y extendía su manto a los antiguos bosques y las montañas. Una gruesa capa de hielo relucía sobre praderas y lagos. Las aguas profundas de la bahía de las Tinieblas se obstruyeron de tal modo con la nieve y el hielo que la ensenada y la costa circundante se convirtieron en un glaciar. En el estrecho de Algoni, así como en el mar de Sirrion, flotaban icebergs que eran una amenaza en las rutas marinas.
Era invierno —y seguiría siéndolo— porque el señor supremo de Ergoth del Sur, el dragón Gellidus, era partidario del frío. Gellidus había pasado la mayor parte del año esculpiendo el territorio a medida de sus necesidades. Era amante de los grandes bancos de nieve sobre los que podía deslizarse a una velocidad increíble. También le gustaban los ventisqueros, en los que le era posible esconderse y acechar a sus confiadas presas. Para él, el gélido viento era algo tan querido como la caricia de una amante, y su aullido cuando descendía por las laderas de las montañas y sobre los helados lagos era tan bienvenido como un susurrante beso.
Al reptil se lo conocía por el nombre de Escarcha; era un inmenso Dragón Blanco de brillantes escamas, alas tan suaves como cuero engrasado con un suave tono azulado en los bordes, y la cabeza cubierta con un caparazón anguloso y alomado.
Gellidus había pasado los últimos meses creando un clima a su conveniencia y devorando a los dragones que protestaron. También le había cogido gusto a la carne de los kalanestis, qualinestis y silvanestis, aunque tenía que engullir muchos para satisfacer su enorme estómago.