Los ogros y goblins ocupaban las montañas o, más bien, las cuevas y hendeduras que resultaban demasiado pequeñas para albergar el inmenso corpachón del Blanco. Los elfos que pudieron abandonaron el territorio, y los que se habían quedado hacían todo lo posible para ocultarse de Gellidus y adaptarse al nuevo y antinatural entorno.
Ergoth del Sur había dejado de ser una prometedora tierra donde instaurar un estado soberano de las razas elfas en el que kalanestis, qualinestis y silvanestis pudieran coexistir en paz. La mayoría de los elfos habían sido expulsados de sus hogares y obligados a huir hacia el oeste.
Con el paso de los años la población de dragones de Krynn fue disminuyendo. Sólo quedaban unas cuantas docenas, y eran bestias enormes y temibles; no sólo su tamaño era inmenso, sino también sus poderes, y establecieron firmemente sus territorios.
Algunos dragones pequeños habían sobrevivido, aquellos que sabían cómo esconderse de sus parientes de mayor tamaño y que no tenían el menor deseo de desafiarlos por cuestiones territoriales.
Uno de estos dragones era Brynseldimer. Anteriormente había vivido en las aguas turbulentas de Copa de Sangre, pero ahora se había apropiado de Dimernesti, la tierra subacuática oriental de los elfos marinos.
Era un Dragón del Mar, un vetusto ejemplar que había visto transcurrir muchos siglos. Hacía tiempo que sus escamas azulverdosas habían perdido su brillo tornasolado; se habían tornado planas y opacas, y estaban cubiertas de percebes negros como el fondo del mar. Sus cuernos subían retorcidos de lo alto de la cabeza, y cuando el dragón se acostaba en el lecho oceánico semejaba un abrupto arrecife coralino. Tenía una cola delgada y suave como una serpiente marina, rematada en la punta con afiladas púas que a menudo el reptil utilizaba para ensartar grandes peces o atravesar algún elfo marino demasiado curioso.
Brynseldimer había abandonado su hogar septentrional para proteger su vida. El Dragón del Mar quería eludir las luchas con dragones más grandes que se habían trasladado a la zona y que habían empezado a pelear entre sí. Temía a todos los que eran de su tamaño o lo superaban. No era demasiado astuto, y no deseaba ser víctima de algún ataque bien planeado.
Los elfos dimernestis, de piel azulada, constituían más una molestia que una amenaza, y el sabor de su carne no era especialmente de su agrado; pero, de tanto en tanto, algún grupo armado había salido nadando de sus hogares en las torres coralinas para desafiarlo. Los había engullido porque no sabía qué otra cosa hacer con ellos.
Los pocos que habían intentado nadar hacia el país de los silvanestis para ir en busca de la ayuda de sus parientes de los bosques habían terminado aplastados bajo las patas del dragón. Finalmente, los dimernestis habían aprendido a no molestarlo y a quedarse en sus casas, convertidas ahora en sus celdas. El dragón, al que apodaban Piélago, por lo general los dejaba en paz mientras no anduviesen vagando por ahí.
Aislados, no sabían que en otras partes de Krynn los dragones estaban estableciendo reinos y atormentado a las gentes; ignoraban que, a medida que los meses y los años pasaban, se apoderaban de más y más regiones y cambiaban el entorno para hacerlo acorde a su condición.
No tenían idea, pues, de que, a despecho de su situación semejante a un encarcelamiento, la de humanos y elfos de muchos otros sitios era aún peor. No sabían que Brynseldimer se ocupaba diligentemente de hundir los barcos que se acercaban demasiado a sus dominios para impedir que nadie llegara hasta ellos y mantenerlos aislados en sus comunidades submarinas. Devoraba cualquier especie marina inteligente, sobre todo las nutrias, ya que los dimernestis eran capaces de adoptar la forma de estos animales.
E ignoraban asimismo que las acciones del dragón tenían como propósito principal cortar cualquier información que delatara su presencia. Aunque Brynseldimer no era el dragón más listo de Krynn, era consciente de que, si no quería que sus parientes más grandes y escamosos le dieran caza, tenía que evitar que lo descubrieran. Debía mantener su presencia en secreto.
Casi veinte años después de que Malys compartiera su plan secreto con el Dragón Verde, una hembra Verde de mayor tamaño ingirió la importante información (junto con el infortunado macho), y decidió disputarle el dominio de su territorio. Se llamaba Beryllinthranox, y, después de haber acabado con casi treinta draconianos gracias a su devastador aliento venenoso, también se la conoció como Muerte Verde.
Las planicies azotadas por el viento que recibían el nombre de Praderas de Arena, comprendidas entre las Kharolis, la bahía de la Montaña de Hielo y el mar de Sirrion, eran suyas. Concentró sus esfuerzos en atrapar a todos los draconianos escondidos, así como a las crías de Dragones Azules y de Cobre, a los que les gustaba el terreno seco de las planicies. La hembra Verde empleó la energía arrebatada a sus víctimas para transformar la comarca, creando un medio ambiente en el que proliferaron árboles y arroyos donde antes sólo crecían algunos parches de matojos.
Finalmente se dirigió hacia el norte, a las praderas situadas al sur de los bosques de Qualinesti, donde añadió tres jóvenes Dragones de Bronce a su lista de víctimas, además de darse un banquete con una patrulla de elfos.
Beryl creció de tamaño, se hizo más poderosa, más beligerante, y en el transcurso de tres años reclamó como suyo el reino de los elfos qualinestis y se convirtió en la señora suprema de Qualinost y sus alrededores.
El reino de Malys incluía ya Kendermore, Balifor, Khur, y las llanuras Dairly. Esta última comarca ya no era llana. La hembra Roja había empleado sus energías en crear una accidentada cordillera que se extendía desde el extremo sur al norte y se curvaba hacia la tierra de los kenders. Los exuberantes bosques habían menguado, tanto por sus frecuentes cacerías como por la degradación del terreno debida a sus manipulaciones.
Su cubil, el Pico de Malys, se encontraba ahora justo al sur de una ciudad llamada Flotsam. Era una meseta rodeada por todas partes de puntiagudos peñascos. Allí se reunía con otros dragones, también señores supremos, para intercambiar noticias sobre sus conquistas. Malys estaba interesada siempre en saber cosas sobre los humanos a los que los otros dragones se enfrentaban. Lo quería saber todo sobre ellos: sus motivaciones, sus pasiones, sus debilidades, sus defectos.
—Es la Era de los Dragones, no la Era de los Mortales —siseó la gran hembra Roja a Khellendros. El Azul había ido a visitarla, acudiendo a su llamada por curiosidad, no por respeto—. La magia poderosa no está a su alcance.
—Pero sí al nuestro —la interrumpió Khellendros—. Somos criaturas mágicas, y la magia no desaparecerá de nosotros. Por el contrario, nos estamos haciendo más fuertes.
El Azul la miró fijamente, como si la estuviera estudiando. Por un instante, Malys se preguntó si Khellendros sospecharía que era ella la que había iniciado las batallas entre dragones. ¿Sabría que no era necesario que se mataran entre sí o que destruyeran a los draconianos para conservar su esencia mágica y asegurarse la permanencia en Krynn? Lo consideraba inteligente, pero resultaba difícil creer que era lo bastante listo para imaginar sus manejos. No, imposible.
—Ahora es el momento de atacar —gruñó la hembra suavemente—. Cuando los hombres están más débiles. No pueden hacernos frente ni derrotarnos como lo hicieron con otros dragones en décadas pasadas. Debemos someterlos.
Khellendros siguió con los ojos clavados en ella durante unos segundos muy largos. Finalmente, su enorme cabeza hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, ahora es el momento de atacar —convino.
8
Reunión de hechiceros