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—¿En qué piensas? —La voz era suave y femenina, y sonó a la espalda de Palin, que estaba junto a la ventana contemplando el bosque de Wayreth.

—Me preguntaba qué estarías haciendo en esta bonita tarde, Usha.

—Eres un mal embustero, esposo. —La mujer puso suavemente la mano sobre su hombro mientras él se volvía hacia ella.

Las tres décadas que habían pasado desde la guerra de Caos habían sido benévolas con Usha Majere. Su largo cabello era plateado y brillante, el mismo color que cuando la había conocido. Seguía teniendo una bonita figura que hacía volver las cabezas de hombres con la mitad de su edad. Y las pocas arrugas que había en su cara eran las de las comisuras de los dorados ojos, que se le marcaban más al sonreír.

Pero Usha no sonreía mucho últimamente. Sabía que Palin estaba preocupado, y que cada día dormía menos. Los sueños habían vuelto, y a menudo despertaba sudando y no quería hablar de ellos. Los años y las preocupaciones habían pintado canas en su largo cabello rojizo, marcado arrugas en su frente y en su atractivo rostro, y quitado brío a sus pasos. Pero no habían encorvado sus hombros ni habían embotado su intelecto, como tampoco habían disminuido su entereza.

Palin había pasado ya los cincuenta. Seguía vistiendo una sencilla túnica marfileña, aunque hacía años que lo habían nombrado portavoz de la Orden de los Túnicas Blancas. Y a menudo todavía pensaba en su tío Raistlin, el hechicero más formidable de los Túnicas Negras que había pisado Krynn.

Con la aparente desaparición de la magia, Palin se había sentido frustrado e inútil. Había servido como jefe del Cónclave de Hechiceros durante los últimos cuatro años, pero nada había cambiado. A los magos les era imposible realizar hasta los más sencillos conjuros, y sólo podían utilizar algunos objetos mágicos. Los elfos de Qualinesti necesitaban desesperadamente un medio para combatir a la poderosa Beryl, que se había proclamado señora suprema del territorio, pero los hechiceros habían sido incapaces de ofrecer ninguna solución.

—¿En qué piensas realmente? —insistió Usha.

Palin alzó la mano y enredó un dedo en el suave cabello una y otra vez hasta formar un rizo; soltó el mechón de pelo y rodeó el rostro de su esposa con las manos. Usha olía a lilas esta mañana, y el mago inhaló su fragancia profundamente.

—Pensaba en los dragones —contestó por fin.

—Siempre estás pensando en ellos.

—En estos tiempos, resulta difícil pensar en otra cosa. Tengo que hacer algo antes de que la situación empeore más, pero es que no sé qué puedo hacer. Todo lo que hemos intentado los otros hechiceros y yo no ha cambiado nada, ha pasado inadvertido.

Usha se apartó de él, apretó los puños y se puso en jarras.

—También a mí me asustan los dragones, Palin Majere, pero el destino de todo Krynn no recae sobre tus hombros. Ya casi no duermes, te quedas levantado hasta muy tarde estudiando, pensando. Y te levantas temprano. Me tienes muy preocupada.

—Estoy bien.

—No lo estarás si sigues así.

—Tengo mucho trabajo. He hecho un descubrimiento que...

—Sea lo que sea, si has estado trabajando en ello tanto tiempo, podrá esperar un día más —insistió Usha—. Sólo un día. Prometimos cenar con nuestros hijos. ¿Y qué me dices de nuestros nietos? Lo prometimos. Mañana podrás...

Palin puso mala cara.

—Deseo verlos. De verdad que quiero —empezó. En su voz había un timbre de exasperación—. Pero tendrá que ser una cena rápida. Y me temo que habrá de ser tarde. Tengo cosas que hacer aquí que no se pueden aplazar.

—¡Palin! —lo reconvino su esposa.

—Palin —llamó una voz más profunda—. Estamos listos.

Usha apretó los labios hasta convertirlos en una fina y tirante línea. Miró fijamente a su esposo a los ojos.

—Quisiera no tener que compartirte con los dragones y con esta torre —dijo, enojada—. Y quisiera no tener que compartirte con esos... hombres. —Hizo un gesto hacia atrás, señalando a un hombre de ropajes blancos, cuyo rostro quedaba oculto bajo la capucha de la túnica.

Palin la atrajo suavemente contra su pecho.

—Soy yo quien organizó esta reunión. Ellos vinieron porque se lo pedí. —Sus labios rozaron la frente de la mujer, retrasando la separación—. He de irme ya.

Se reunieron en la habitación del piso más alto de la Torre de Wayreth. Palin se sentaba a la cabecera de una larga mesa hecha de madera de ébano. El sol vespertino se reflejaba cálidamente en su lustrosa superficie.

A su derecha se hallaba un hechicero de túnica marfileña que aparentaba unos treinta años, sólo unos pocos más que Ulin, el hijo de Palin. Pero el jefe del Cónclave sospechaba que el hombre era mucho mayor que él mismo. Las negras y suaves manos del hechicero sobresalían de las amplias mangas, y sus dedos seguían el trazado de las vetas y espirales del tablero de la mesa. Se retiró la capucha dejando a la vista el rostro de piel negra, sin tacha.

—Esperaba que más hechiceros hubieran respondido a tu llamada, Majere —comentó—. O que no hubieran respondido rehusando. Este cónclave que has convocado podría muy bien ser el último en Ansalon. —El hombre era conocido como el Custodio de la Torre. Era el encargado del edificio y, hasta cierto punto, un misterio. Nadie recordaba haberlo visto antes de la guerra de Caos.

—Algunos adujeron estar demasiado ocupados para asistir. Otros afirmaban que simplemente no disponían de medios para llegar aquí —dijo el mago que estaba sentado a la izquierda de Palin, llamado el Hechicero Oscuro. Resultaba imposible distinguir si la voz pertenecía a un hombre o a una mujer porque se oía amortiguada al sonar detrás de una máscara metálica en la que sólo había rendijas para los ojos. Su esbelta figura iba cubierta totalmente por ropajes negros, y la capucha de la túnica ocultaba aun más el metálico e inexpresivo rostro que cubría—. Pero creo que los otros hechiceros no han venido porque han perdido la fe en la escasa magia que queda. Al parecer ya nadie estudia el arte. Apenas hay aprendices. Y los dragones han matado a los hechiceros que osaron hacerles frente.

—Creo que todos tememos a los dragones —dijo Palin.

—Deberíamos —abundó el Custodio.

—Entonces, esta reunión no tiene sentido. —El Hechicero Oscuro se retiró de la mesa, y las patas de la silla chirriaron contra el suelo de piedra—. Dudo que se pueda detener a los dragones. Nosotros, desde luego, no tenemos los medios para hacerlo.

—Sin embargo quedan muy pocos, al menos, en comparación con los que había antes de la guerra de Caos... y antes de que empezaran a luchar unos contra otros —señaló el Custodio.

—Reconozco que su, así llamada, Purga de Dragones ha contribuido a diezmarlos, pero ahora parece haber llegado a un punto muerto —repuso el Hechicero Oscuro. Sus hombros estaban encorvados, ya fuera por la edad o por el desánimo—. Pero los que quedan son más astutos, más mortíferos, puede que invencibles.

Palin suspiró y observó en silencio a sus compañeros.

—Vuelves a tener premoniciones —dijo el Custodio.

—El dragón que veo en mis sueños es un Azul gigantesco, el mismo de otras veces. Tiene que tratarse de Khellendros —comentó Palin—. Si alguien no hubiera destruido la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, el dragón se habría adueñado de ella y de la magia que guardaba, y a saber qué uso le habría dado. Tal vez Palanthas no existiría en la actualidad.

—El dragón habría utilizado la magia contra alguien, de eso no cabe duda —convino el Custodio.

—¿Has tenido algún sueño sobre la hembra Roja del este, Malystryx, o sobre cualquier otro dragón? —preguntó el Hechicero Oscuro en tono susurrante.

—Sólo del Azul —repuso Palin al tiempo que sacudía la cabeza. Respiró hondo y se pasó los dedos por el cabello—. Está cerca de Palanthas, pero no ha vuelto a ser una amenaza para la ciudad desde hace treinta años, cuando la torre fue destruida. Pero hasta que me sea posible interpretar mis sueños, determinar qué se trae entre manos, tendremos que ocuparnos de otros asuntos urgentes.