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Un rayo salió de la boca del dragón y se enterró profundamente en la nube más grande. El cielo retumbó en respuesta, y una miríada de relámpagos se descargó, rozó las copas de los árboles y saltó desordenadamente hacia la tierra.

Uno de ellos alcanzó las alas del dragón, se desplazó hacia sus hombros y después recorrió los picos y valles de la cresta que crecía a lo largo de su espalda. Subió, chisporroteante, por su cuello y a lo largo de los plateados cuernos, descendió veloz hacia la punta de su cola, y se propagó por sus macizas patas traseras. El reptil disfrutó con su hormigueante contacto. Era su dueño y señor.

El dragón cerró los ojos en un gesto de éxtasis, y su rugido fue respondido como un eco por el estruendoso tronar de la tormenta. Entonces empezó a llover, y las gotas repicaron contra la piel del reptil, contra el oculto y vetusto círculo de piedras, alla abajo. El dragón se remontó aun más, hasta estar justo debajo de las nubes, y allí soltó de nuevo su aliento de energía una y otra vez. Lo iluminaban los relámpagos, y las escamas, húmedas por la lluvia, actuaban como fragmentos de cristal en los que se reflejaban las descargas luminosas, haciéndolo resplandecer.

Sacudió la cola como un látigo. En respuesta, la tormenta se intensificó, y la lluvia cayó en torrentes, azotando los árboles y aplastando la hierba.

El aguacero aumentó mientras el dragón hacía un picado y se quedaba cernido sobre el círculo de piedras, todavía oculto en la inmutable niebla mágica, pero no para él.

—¡Escuchad! —gritó con una voz que sonaba como un viento penetrante—. ¡Khellendros, el Amo del Portal, la Tormenta sobre Krynn, ha regresado! ¡Khellendros, al que Kitiara llamaba Skie, ha vuelto a casa!

Los relámpagos y los truenos sacudieron la tierra, la lluvia martilleó los árboles, y el cielo se oscureció, negro como la noche.

2

El Abismo

La sensación de estar cayendo desapareció, y la niebla se apartó de Palin, dejándolo sobre el suelo rocoso y árido de lo que parecía ser una caverna gigantesca. El aire estaba cargado y tenía un olor fétido. Docenas y docenas de caballeros montados en dragones volaban sobre él, a ras del techo, y directos hacia algo. Palin oía el estruendo de la batalla, los apagados gemidos de los moribundos, el clamor de los gritos de guerra, y el siseante ruido del aliento de dragones. Caos estaba más adelante, en alguna parte.

A Palin le ardían los pulmones, y le costaba respirar; el calor expulsado por las rocas del suelo traspasaba las suelas de sus botas y le llegaba a las plantas de los pies. Tragó saliva con esfuerzo y bajó la vista hacia sus manos para asegurarse de que todavía sostenían el libro. Lo había tenido aferrado con tanta fuerza que los dedos se le habían quedado dormidos. El libro seguía allí, comprobó con alivio, y también su bastón mágico.

Los siguientes segundos pasaron como un confuso borrón para el joven hechicero. Como fragmentos y vislumbres de una pesadilla, los acontecimientos empezaron a desplegarse a su alrededor. Vio a Steel Brightblade, su primo, en lo alto, montado en un Dragón Azul. Lo llamó por señas, y al cabo de unos instantes se encontraba sentado detrás del joven Caballero de Takhisis. Las alas del dragón acortaron la distancia con Caos, llevando a Palin y a su primo hacia el Padre de Todo y de Nada.

—Sólo tenemos que herirlo —le susurró Palin a Steel.

Entonces se encontró de nuevo en tierra, rodeado por el estruendo de la batalla y un mar de hombres y dragones —sangre y fuego— atestando el aire en torno a la gigantesca forma de Caos.

A saber cómo, Usha también estaba aquí, lejos, al borde de la batalla, y Tasslehoff se encontraba con ella. Palin los vio al levantar la mirada del libro, los atisbo por el rabillo del ojo. Las últimas palabras del hechizo salieron de su boca en un confuso balbuceo al tiempo que su mirada se quedaba prendida en la de Usha. En lo alto, Caos derribó a un dragón de un manotazo, como si fuera un mosquito, y el reptil se precipitó al suelo y golpeó a Palin.

El joven sintió el aplastante peso de la cola de la criatura sobre su pecho, y notó que el libro se le caía de las manos y que el bastón resbalaba de entre sus dedos. Una repentina oleada de frío lo inundó. Una impenetrable negrura engulló a caballeros y dragones, a la figura de Caos, que se alzaba hasta el rocoso techo de la gigantesca caverna, y a él mismo.

3

Estirpe

El tacto de la cálida arena resultaba agradable en las almohadillas de las garras de la criatura que avanzaba por el desierto hacia el noroeste, en una trayectoria oblicua que la alejaba del sol naciente.

Horas antes, la criatura se había sentido impulsada por un propósito apremiante, una búsqueda que la había internado en este interminable desierto. Tenía que localizar a los aliados de su señora, los Dragones Azules que se guarecían en esta abrasadora desolación, y las criaturas inferiores, como ella misma, que pululaban por la zona. Una vez reunidos, serían transportados a la batalla que se estaba fraguando en el Abismo.

Pero la criatura había recibido esas instrucciones hacía horas —de hecho, la noche anterior—, y ahora había perdido el contacto con su señora, la Reina de la Oscuridad, Takhisis. Ya no percibía su poderosa presencia. No sabiendo qué hacer, continuó su monótona andadura y disfrutó con el tacto de la arena.

La criatura caminaba erguida como un hombre, pero era más semejante a un dragón. Sus escamas de color cobrizo, así como su piel, ponían de manifiesto que era un kapak, una de las subespecies más lerdas de la raza draconiana de Krynn. Tenía un hocico semejante al de un lagarto, ojos de reptil, y manojos de pelo áspero y greñudo de un tono pardusco que colgaban de su mandíbula moteada. Las alas, que agitaba de vez en cuando para refrescarse, eran correosas, y en la base del macizo cráneo nacía una erizada cresta que terminaba en la punta de la corta cola, la cual sacudía con nerviosa incertidumbre.

Se preguntaba qué hacer. A despecho de sus cortos alcances, el kapak notaba que algo iba mal. Quizá la batalla había empezado antes de lo que se esperaba, y su Oscura Majestad estaba ocupada.

No sabía si seguir buscando a los dragones, pues ya había encontrado vacías dos guaridas. Tal vez otros draconianos, esbirros de la reina, habían salido con la misma misión y habían encontrado a todos los dragones que vivían en los Eriales y habían sido transportados por su soberana. O quizá la batalla se había suspendido, y la Reina Oscura había olvidado informar a su fiel servidor kapak.

«Quizá se han olvidado de mí, me han abandonado», pensó. El kapak hizo un alto y escudriñó la árida extensión, la monotonía del paisaje rota de vez en cuando por parches de hierba raquítica, chaparros y rocas amontonadas. Se rascó la escamosa cabeza y después reanudó la caminata, decidido a atenerse a las órdenes recibidas hasta que volviera a percibir en su mente la presencia de Takhisis.

Khellendros siguió gozando con la tormenta de verano mientras viraba hacia el noroeste y dejaba Foscaterra atrás. La lluvia era cálida y le cantaba, tamborileando una suave melodía contra su espalda. Su canto le decía que se alegraba de tenerlo de vuelta.

Era una sensación agradable estar de nuevo en casa, pensó el gran Dragón Azul, que alzó la vista al cielo y dejó que la lluvia le mojara los dorados ojos. Y aún se sentiría mejor al poner fin a la soledad, cuando se reuniera con Kitiara de nuevo.

—Una vez te hice una promesa —siseó en voz alta a la par que los kilómetros discurrían bajo sus enormes alas—. Juré que te mantendría fuera de peligro, pero te fallé. Tu cuerpo murió y tu espíritu desapareció de Ansalon, aunque sé que está vivo y me recuerda.

También el dragón recordaba. Recordaba lo que era estar unido con el único ser humano que, a su entender, poseía el corazón de un dragón. Ambiciosa y astuta, Kitiara lo había dirigido en asaltos victoriosos, conduciéndolo de una batalla gloriosa a otra. Juntos no había nada que no se atrevieran a hacer ni fuerza alguna que se les resistiera.