Выбрать главу

Sellado el pacto, la dejó para regresar a los Eriales del Septentrión. Khellendros no le había mentido. No había nadie en Krynn a quien considerara como posible compañero. La esencia de Kitiara estaba en El Gríseo, así que Malys sería su aliada por ahora. Era más seguro estar de su parte que contra ella. Era codiciosa, ambiciosa, intrigante, poderosa... Poseía los rasgos que él admiraba. Pero no era Kitiara, y jamás podría ocupar su lugar.

—Utilizaré a los humanos como ganado, Malys —susurró mientras su curso lo llevaba sobre las montañas más altas de Neraka—. Pero no del modo de imaginas.

El Azul pasaba casi todo el tiempo atrincherado en su guarida situada debajo del vasto desierto de los Eriales del Septentrión. Había ampliado la caverna, utilizando las técnicas de Malys para moldear su territorio, y ahora ésta constaba de varias cámaras subterráneas; en algunas de ellas tenía encerrados a humanos, unos bárbaros que había atrapado en los pueblos repartidos a lo largo de los rompientes del Tiburón.

Lo miraron con ojos de temor. Sabían que era mejor no decirle nada, no preguntar qué iba a ocurrirles, no osar desafiarlo. «Los humanos son más inteligentes de lo que crees, querida Malys», pensó Khellendros.

El Azul estuvo trabajando con sus cautivos, separándolos, jugando con su miedo y sus debilidades. Tenía que corromperlos, hacer que se volvieran los unos contra los otros o volverlos locos. En los años dedicados a la creación de dracs, Khellendros había descubierto que sólo los humanos perversos o los que casi habían quedado reducidos a meros autómatas sin cerebro resultaban adecuados para prole. Los humanos voluntariosos y con buenos sentimientos solían morir en el proceso o terminaban convertidos en cáscaras azules vacías que carecían de comprensión para seguir incluso la orden más sencilla.

«Pero encontraré el modo de superar ese obstáculo —pensó—. Hallaré la forma de transformar a cualquier humano, sea cual sea su condición.»

Al cabo de un mes tenía una docena de candidatos apropiados para el proceso, así como un colérico sivak cautivo que nutriría la transformación. Pero no conseguía que manaran sus lágrimas, y necesitaba una —una parte de sí mismo— para completar la mutación de cada uno de sus vástagos.

El dragón paseó impaciente por su extenso cubil subterráneo. Se concentró en Kitiara, pensó en la muerte de su cuerpo, en cómo le había fallado él cuando lo necesitaba. Lo abrumó una gran sensación de tristeza, pero en lo más recóndito de su mente alentaba todavía la esperanza de hacerla regresar y darle el cuerpo de uno de sus dracs. Y ese atisbo de esperanza le impedía producir la lágrima vital.

Las maldiciones de Khellendros retumbaron como truenos en la caverna, haciendo que las paredes temblaran y se agrietaran. El ominoso retumbo de su estómago empezó a sonar, y sólo los respingos de sus prisioneros humanos impidieron que soltara un rayo.

Sus enormes zarpas resonaron sobre el suelo de piedra y lo llevaron al exterior, al desierto. Era de noche, y las estrellas titilaban como si se burlaran de él. La arena estaba fría bajo sus pies, indicando que era tarde, que el suelo había tenido muchas horas para librarse del calor diurno. Khellendros no había tenido conciencia del paso del tiempo, y aulló de frustración. Lanzó un rayo hacia el cielo y rugió en actitud desafiante.

—¡No! —gritó—. ¡No me daré por vencido! —Escupió otro rayo, esta vez hacia el horizonte, y calcinó un rodal de chaparros. Hincó las garras en la arena y empezó a escarbar y arañar para desahogar su cólera. Los granos volaron a su alrededor, como sacudidos por un violento ventarrón. De repente, interrumpió su arrebato y miró fijamente el agujero que había hecho.

»La arena —musitó—. La bendita arena.

Khellendros abrió los ojos de par en par y metió la cabeza en el hoyo. Los ásperos granos de arena se introdujeron por debajo de los párpados, irritantes, haciendo brotar las lágrimas. Metió la cabeza aún más, restregando los ojos y los ollares contra el suelo del desierto hasta que la sensación se volvió insoportable y empezó a faltarle la respiración. Entonces, finalmente, se apartó, alzó la cabeza hacia el cielo, y regresó al cubil. La arena le escocía en los ojos y le provocaba las lágrimas que tan desesperadamente necesitaba para completar a sus dracs.

Se dirigió presuroso a la cámara subterránea y empezó a pronunciar las palabras del encantamiento que había aprendido en los Portales de Krynn a otros planos. Sus lágrimas cayeron sobre el rocoso suelo, relucientes.

Los doce dracs azules que estaban de pie ante Khellendros eran sus primeros experimentos con éxito. Corrompidos antes incluso de la metamorfosis, sus ojos centelleaban con un brillo maligno en la oscura cámara bajo la superficie del desierto. Unos diminutos rayos crepitaban entre sus garras, negras como el azabache, y sus alas de color zafiro batían suavemente. Las escamas de los dracs eran pequeñas, y semejaban los aros de una cota de malla azul oscuro que hubiera sido engrasada y bien cuidada. Tenían el cuerpo similar al de un hombre, con torso amplio, piernas largas y brazos musculosos. Pero la cabeza era más parecida a la de un reptil, y todos tenían una cresta que arrancaba del entrecejo y llegaba hasta la punta de la regordeta cola. Sus pies eran palmeados y estaban equipados con garras, igual que los de Khellendros, pero en miniatura. Sus ollares aleteaban al olisquear, alertas, su entorno.

Khellendros se sentó recostado contra la pared del fondo de su cubil, y los estudió intensamente. Se sentía orgulloso de ellos como lo estaría cualquier padre de sus pequeños hijos. Pero estos hijos no eran tiernos y cariñosos; eran guerreros, y harían la voluntad del Azul sin discutir ni replicar. Uno de ellos sería elegido como receptáculo del espíritu de Kitiara; quizás el que sobresaliera en la lucha.

—Pronto habrá más como vosotros —les dijo con entusiasmo a sus atentos pupilos—. Muchos más. Constituiréis una fuerza impresionante, causaréis estragos en el desierto y, a continuación, haréis lo mismo en las dulces campiñas de Palanthas. Juntos, robaremos los preciados objetos mágicos de los humanos: pergaminos, armas, cualquier cosa en la que lata la energía de un encantamiento. De algún modo, lograremos encontrar suficiente magia para abrir el Portal, y nadie nos detendrá. Vuestra sola presencia despertará tal terror en cualquier criatura viva que...

Como si fueran un solo ser, los ojos de los dracs se volvieron a un tiempo a la derecha, hacia la entrada del cubil. Khellendros gruñó y pasó presuroso ante ellos, curioso por ver quién o qué se habría aventurado en su caverna, y confiando en que no fuera Malystryx. No tenía la menor intención de compartir la noticia de su creación con ella, y consideraba vital que la hembra Roja no se enterara de sus planes de abrir el Portal y devolverle la vida a Kitiara.

—¿Hola? —llamó una vocecilla.

Khellendros comprendió que no se trataba de Malys. Entonces ¿quién? Escudriñó la oscuridad, pero a pesar de su vista penetrante sólo distinguió sombras y un atisbo de luz.

—¿Puedo acercarme?

Una de las sombras se separó de la pared o, más bien, un pedazo de pared se desprendió. El pequeño trozo de piedra se adelantó al tiempo que cambiaba de forma conforme se acercaba a Khellendros.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó el fragmento de roca que seguía transformándose—. Sé que han pasado casi treinta años desde que nos conocimos, pero me gustaría pensar que no soy tan fácil de olvidar.

—Fisura —gruñó el Azul. Era el huldre, el que había conocido en el Portal del círculo de piedras, el que le había explicado que no podía regresar a El Gríseo. Khellendros retumbó, disponiéndose a hacer añicos con un rayo a la criatura que había sido tan arrogante como para entrar en su cubil.

—¡Espera! —gritó Fisura, adivinando la intención del dragón—. He venido para ayudarte.