—Donde vaya es únicamente de mi incumbencia —replicó el enano. Raf abrió la boca para hacer otra pregunta—. Y cuando voy a alguna parte —se le adelantó Jaspe—, prefiero hacerlo en silencio.
Cruzó los cortos brazos, cerró los ojos, y mantuvo el gesto ceñudo.
El resto de la travesía transcurrió en un incómodo silencio, con los dos kenders a menudo en la proa, donde podían charlar sin molestar al enano.
La vista de la Ciudadela de la Luz dejó sin habla incluso a los escandalosos kenders. Los rayos del sol se reflejaban en las múltiples y enormes cúpulas cristalinas y deslumbraban si se contemplaba directamente la construcción, pero su belleza atraía las miradas. Los chorros de agua de dos grandes fuentes imitaban las líneas curvas de los resplandecientes edificios y atraían la atención hacia la cúpula central de la Ciudadela. Una figura aguardaba a la entrada.
—Recibe a todos los que vienen aquí para aprender los poderes del corazón —dijo el enano, cuyo humor había mejorado de manera considerable. Se adelantó con gesto anhelante, y los kenders lo siguieron.
Dhamon volvió la vista hacia el mar. Rig había accedido a esperar a poca distancia de la costa hasta última hora de la tarde siguiente a cambio de otras diez monedas de acero. Dijo que mandaría el bote de remos a buscarlos cuando le hicieran la señal. Si se entretenían más tiempo, tendrían que esperar hasta que regresara en el siguiente viaje, la próxima semana, para recogerlos. Dhamon aceptó sus condiciones a regañadientes. No le gustaba la idea de perder de vista el Cazador del Viento ni le apetecía quedarse colgado sin transporte a pesar de no tener que ir a ningún sitio en particular.
Cuando el guerrero se volvió de nuevo hacia la Ciudadela, descubrió que sus compañeros lo habían dejado atrás. La figura que aguardaba en la entrada de la cúpula central lo llamó por señas. Dhamon no estaba seguro de que lo estuviera esperando a él, pero se apresuró para alcanzar a los demás y, sin darse cuenta de lo que hacía, echó a correr, de repente embargado por una intensa y alegre emoción que lo impulsaba a seguir adelante.
14
Los rostros de Goldmoon
Dhamon escuchó los pasos precipitados del enano y de los kenders a su espalda, y se preguntó, fugazmente, si debería frenar sus zancadas para acomodarlas a la marcha de ellos. No sabía muy bien qué le estaba pasando. Los había alcanzado y dejado atrás, y no era propio de él actuar de un modo tan descortés. Se volvió para desandar el camino y disculparse.
—Te estaba esperando.
La voz era familiar. Se giró de nuevo y vio a una mujer pequeña, de piel pálida y con arrugas. La túnica blanca ondeaba con la brisa del mar y perfilaba su cuerpo frágil.
—He emplazado a muchos guerreros que visitan el mausoleo, pero tú eres el primero que ha acudido a mi llamada.
Era la fantasmal mujer, pero su voz sonaba más suave que cuando la había escuchado a las afueras de Solace, y parecía mucho mayor que la joven mujer que había visto en la tumba de los Últimos Héroes. El rubio cabello ya no era frondoso, y tenía abundantes mechones blancos. Sus azules ojos estaban opacos y vidriosos. La fuerte luz del sol ponía de manifiesto las arrugas de su rostro, y Dhamon reparó en que los tejidos bajo la mandíbula y en los brazos estaban algo fláccidos.
Era una anciana, de unos setenta u ochenta años, calculó, aunque rezumaba un aire matronal y se movía con gracia y dignidad. Sus pasos eran lentos, pero no inseguros, como advirtió el guerrero. La envolvía una especie de halo, una sensación de poder.
—Por favor, acércate. —La voz sonó queda, poco más que un susurro.
Los ojos de Dhamon se trabaron con los de ella, pero el hombre no se movió.
—Puedo verte bien desde aquí —dijo.
—Cuéntame qué te llevó al mausoleo.
—Fui para presentar mis respetos a los caballeros. —Dhamon se encogió de hombros—. Es por lo que va la mayoría de la gente, ¿no? Pero la tumba no tiene nada que ver con el hecho de que esté ahora aquí. —Hizo una pausa y frunció los labios—. Por cierto, ¿por qué estoy aquí?
—Yo acudo al mausoleo para honrar a mis amigos —comentó ella, pasando por alto su pregunta.
—¿Quién eres?
—Goldmoon, de los que-shus.
Dhamon la miró intensamente mientras hacía memoria. ¿Era ésta la famosa Goldmoon, Heroína de la Lanza? ¿Era la mujer que había luchado en la Guerra de la Lanza y había contribuido a restablecer la magia curativa en Krynn? A juzgar por la edad, podría serlo.
—¿Cómo te fue posible llamarme? —fue la única pregunta que planteó.
—Todavía queda algo de magia en el mundo y en mí. Dirigí mi pensamiento al mausoleo de Solace. Un lugar que honra a los héroes caídos tiene que atraer a los héroes vivos, ¿no crees? Pensé que la tumba sería el mejor lugar para encontrar nuevos campeones.
—¿Tuviste que usar tu magia para aparecerte como una mujer joven? ¿Creías que necesitabas hacerlo para atraer mi atención? —inquirió Dhamon con brusquedad—. ¿Es que piensas que sólo me interesa ayudar a...?
—¡Goldmoon! —Jaspe llegó en ese momento, jadeando por la larga carrera. Miró a Dhamon—. ¡Qué piernas! Nunca se cansan.
Las del enano, regordetas, lo llevaron por delante de Dhamon. La anciana sonrió y extendió una mano que él estrechó al tiempo que miraba los azules ojos de Goldmoon semejantes a estrellas, relucientes, cálidos y sorprendentemente jóvenes.
—Siento haber estado ausente tanto tiempo —refunfuñó—. Intenté entrar en Thorbardin, pero ya sabes que han cerrado la montaña. Pensé que podría encontrar un acceso, visitar a mis parientes. Tal vez lo habría conseguido si hubiera buscado con más ahínco, pero recordé mi promesa y regresé aquí.
Jaspe la observó mientras la mujer se apartaba un mechón del espeso y sedoso cabello de su perfecto semblante. El tono rubicundo de su tez casi igualaba el del enano, y la piel de su mano tenía un tacto suave contra la palma callosa de él. El enano no estaba viendo una mujer anciana; veía a Goldmoon como una sempiterna belleza llena de vida que rebosaba esperanza y fe. Cuando la miraba no veía arrugas ni mechones canosos ni lentitud de movimientos. Su voz y sus gestos tenían fuerza, como en los tiempos de la Guerra de la Lanza.
—Está bien, Jaspe —dijo. Alargó la mano y rozó con un dedo la punta de la nariz del enano—. Y me alegra que hayas escoltado a nuestro visitante. Lo mandé llamar.
El enano la miró perplejo.
—¿Un nuevo pupilo? ¿Quieres que me marche?
—Quiero que te quedes —repuso ella.
—¿Podemos quedarnos nosotros también? —preguntó Raf, jadeante, mientras se acercaba a ellos.
—¡Raf, frena un poco! Te dije que no te metieras en donde no te llaman. ¡Podrías salir herido! —Ampolla venía detrás de él, resoplando, con los ojos prendidos en Goldmoon. Se estiró la túnica, limpió la arena de sus zapatos, y sonrió a la mujer—. Perdona por habernos presentado en tu casa sin haber sido invitados. Mis compañeros son muy testarudos, pero no tenían intención de mostrarse descorteses.
—No es necesario que te disculpes —contestó Goldmoon—. Todos sois bienvenidos aquí. —Se volvió hacia Dhamon.
»Hay una empresa grandiosa en perspectiva, una aventura que no debería emprender una persona sola, Dhamon Fierolobo —dijo.
—¿Cómo sabes mi nombre? —Un instante después de haber pronunciado las palabras, Dhamon hubiera querido tragárselas. Si una mujer era capaz de proyectar una imagen a cientos de kilómetros y a través de las puertas de una tumba, sin duda podía descubrir la identidad de la persona a la que iba dirigida esa proyección.
—Sé muchas cosas sobre ti, Dhamon, pero ¿sabes tú algo de mí? —El hombre no respondió.
»Décadas atrás, mis compañeros y yo buscamos la forma de detener a los ejércitos de los Dragones. Hombres y criaturas perversas llegaron en tropel de las montañas Khalkist y arrollaron todo Balifor y más allá. Fue el principio de la Guerra de la Lanza. El conflicto duró cinco años, y en ese tiempo presenciamos la caída de todas las comarcas orientales de Ansalon.