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Los goblins se pararon al pie de un rocoso terraplén que formaba la base de la cordillera y miraron hacia arriba. Unos pocos meses atrás esas montañas no existían.

—Puede que nos hayan convocado, M'rgash —replicó el goblin de piel anaranjada, que se llamaba Dorgth y era el lugarteniente de M'rgash—, pero fue idea mía responder a la llamada.

El jefe de los goblins gruñó y abofeteó al joven lugarteniente con bastante fuerza como para hacer que se tambaleara. M'rgash consideraba necesario hacer una pequeña demostración de fuerza de vez en cuando para conservar su elevado rango.

—La decisión la tomé yo, y tú te limitaste a estar de acuerdo conmigo.

El jefe era un goblin viejo que había visto el transcurso de casi cuarenta veranos y conocía el protocolo goblin mejor que cualquier otro miembro de la tribu. Dirigió una funesta mirada a Dorgth, que había ascendido de rango sólo por su temeridad y audacia. Después hizo una seña para que la escolta lo siguiera. Dorgth, recibido el pertinente correctivo, se puso en la retaguardia.

Los goblins continuaron ascendiendo, ayudándose con las garras para trepar, hasta que llegaron a lo que equivalía a una trocha. M'rgash se arrodilló y examinó una huella impresa en un pequeño trozo de barro.

—Hobgoblins —masculló—. Supongo que nuestros parientes más grandes también han sido convocados, pero ¿por qué?

Entró en la trocha y miró a la derecha. La senda se alejaba, serpenteante, hacia el otro lado de la montaña. A la izquierda trazaba una curva ascendente que conducía a una gran quebrada. Los puntiagudos peñascos de la cumbre estaban oscuros, señal de que el sol casi se había puesto. Dentro de unos minutos llegaría el bendito crepúsculo. M'rgash había calculado bien la duración del viaje.

El jefe goblin echó a andar hacia la hendidura, seguido en fila india por los hombres de su tribu. Detrás de la quebrada se extendía una pequeña meseta, y en ella se encontraba Malys, que ocupaba casi la mitad del espacio. La hembra Roja era impresionante, y M'rgash se quedó parado en las densas sombras de la hendidura; oyó la violenta inhalación del acre aliento del reptil. Los guerreros que estaban tras él también lo oyeron, y el jefe escuchó el nervioso castañeteo de sus dientes.

—No corráis —susurró el jefe goblin—. No demostréis temor.

La hembra Roja estaba sentada sobre las patas traseras, de manera que sus cuernos quedaban a la misma altura que la rocosa loma que rodeaba la meseta. Los últimos rayos de sol se colaban a través de la quebrada, haciendo que sus escamas parecieran brasas ardientes. Sus oscuros ojos, que relucían con un brillo malévolo, se prendieron en M'rgash. De sus enormes ollares se elevaban unas volutas de vapor. La hembra Roja hizo un leve gesto con la cabeza, dignándose reconocer su presencia.

A su derecha tenía una fila de dos docenas de bárbaros, unos salvajes que vestían con tiras de cuero y pieles. Sus cabellos enmarañados les llegaban más abajo de los hombros, y su piel estaba curtida debido a su vida al aire libre. Sus músculos eran como gruesos cables sudorosos que se marcaban a lo largo de sus brazos y piernas, perfilados por una sinuosa red de venas. El jefe goblin descubrió al cabecilla de inmediato. El hombre manejaba la lanza más larga y llevaba una pesada cadena de plata alrededor del cuello, con un gran amuleto dorado colgado de ella. Los ojos del cabecilla bárbaro se encontraron con los de M'rgash, pero sólo un instante. El bárbaro puso su atención de nuevo en la hembra de dragón.

A la izquierda de Malys había un grupo de casi cincuenta hobgoblins. M'rgash emitió un quedo gruñido al ver que Illbreth el Tornadizo, un elemento en el que no se podía confiar, estaba al mando de este clan. Los hobgoblins estaban apiñados, y cuchicheaban y señalaban recelosamente a la hembra de dragón. M'rgash se rió para sus adentros. Sus parientes, que casi los doblaban en tamaño, apenas tenían entrenamiento militar y eran incapaces de formar en posición de firme. Eran de un color entre rojo oscuro y marrón, la piel una mezcla de pellejo duro y pelo. Manejaban mazas y lanzas que estaban en mucho mejor estado que sus armaduras de cuero negro.

M'rgash, al ver que Illbreth se había fijado en él, salió de la quebrada para que sus hombres pudieran seguirlo, y a continuación les ordenó formar en tres filas detrás de él. Firmes y hombro con hombro, tenían la apariencia de una unidad militar razonablemente bien entrenada. Sin embargo, el jefe goblin percibió el fuerte olor del miedo que exudaban. Confió en que la hembra Roja e Illbreth no advirtieran también el olor.

Malys dio unos golpecitos con la zarpa en el suelo de la meseta.

—Vamos a empezar —retumbó su voz—. Y sabed que podría acabar con todos vosotros si quisiera.

El olor a miedo se hizo más penetrante, y M'rgash oyó los respingos de sus parientes, los hobgoblins.

—Pero si deseara mataros no os habría convocado aquí para que vuestros cadáveres amontonados ensuciaran mi guarida. Os necesito. —La voz retumbaba en las paredes rocosas.

El silencio que siguió fue largo e incómodo, y finalmente el jefe goblin encontró el coraje suficiente para romperlo:

—Dinos qué quieres de nosotros. —Hablaba con tono firme y fuerte, aunque respetuoso—. Si está en nuestras manos, lo haremos.

—Lo está. —La hembra de dragón agachó la cabeza hasta que la mandíbula rozó en el suelo. Su cuello serpenteó hacia adelante de manera que su hocico quedó a pocos palmos de M'rgash, y el goblin pudo sentir su ardiente respiración—. Quiero vuestra lealtad y la de vuestras tribus, las de todas las tribus aquí representadas. ¿Entendido?

Levantó la cabeza y su mirada pasó de los bárbaros a los hobgoblins y, por último, de nuevo a M'rgash y sus soldados.

—¡Tienes nuestra lealtad! —El cabecilla bárbaro adelantó un paso y se inclinó ante la hembra Roja—. ¡Yo, Harg Hachanegra, lo juro!

M'rgash vio que Illbreth se adelantaba también. Se notaba la flojedad en las rodillas del hobgoblin y el temblor de la barbilla. A M'rgash lo complació comprobar que, aunque él estaba asustado, su pariente lo estaba aún más.

—S... s... soy Illbreth, jefe del clan Risco Sangriento, y prometo la lealtad de mis hombres aquí presentes así como la de todos los miembros de mi tribu en La Desolación. Somos más de doscientos y estamos a tu servicio.

Había llegado el turno de M'rgash, que hinchó pecho, respiró hondo, y se inclinó ante Malys.

—Soy M'rgash, jefe de la poderosa tribu del Túnel. Somos más de cuatrocientos, y te juramos leal...

—¿A qué nos obligaría este compromiso? —La pregunta la hizo Dorgth. El joven lugarteniente había salido de la tercera fila y se adelantó para colocarse junto a M'rgash.

El jefe goblin gruñó y extendió el brazo para golpear a su insolente subordinado, pero Dorgth dio un salto hacia adelante para esquivar el golpe y se aproximó mas a la hembra

Roja.

—¿Qué tendremos que hacer? Quiero saberlo antes de hacer ninguna promesa —insistió el temerario goblin—. No juraré lealtad a nadie así, sin más, ciegamente.

Detrás de Dorgth, M'rgash masculló una sarta de groseras maldiciones.

—¿Te atreves a discutir conmigo? —siseó Malys. Un sordo retumbo empezó a sonar en su estómago, y el suelo de pizarra tembló en respuesta—. ¡Podría matarte antes de que pudieras parpadear!

Dorgth se mantuvo firme y la siguió mirando de hito en hito. El sol se había puesto, con lo que la fastidiosa luz ya no le molestaba en los ojos, y ahora podía ver a Malys mucho mejor.

—Sentía curiosidad, eso es todo —respondió sin disculparse. Según el protocolo goblin, una disculpa era el reconocimiento de subordinación.

—Apártate de tus compañeros —espetó la hembra de dragón—. Acércate a mí. Eso es. Más cerca. Más.

M'rgash apretó los puños y frunció los labios al ver a su segundo aproximarse poco a poco a Malys. Iba a necesitar otro lugarteniente dentro de poco. ¿A quién elegiría? ¿A Pulgarespina? ¿Tal vez a Snargadi? Ninguno de los dos era tan valiente como Dorgth pero, desde luego, tampoco eran tan necios como él.