—Nos dirigimos costa arriba, y he oído que le decías a mi amigo que vuestro barco vino de esa parte ayer.
—Sí —asintió el marinero—. El tiempo se mantiene estable. O al menos lo estaba. Nuestra última escala fue en Puerto Estrella, unas noventa millas marinas al norte. Esos hombres —señaló a un grupo de hombres uniformados que estaba a unos ciento cincuenta metros— partieron varias horas después que nosotros, a juzgar por cuando llegaron aquí. Quizá deberíais hablar con ellos.
Los hombres mencionados eran una docena, y todos vestían armaduras de acero pintadas en negro. Desde el puente del Yunque, Dhamon y Rig no habían alcanzado a verlos.
Encima de la armadura, cada hombre llevaba un tabardo azul oscuro con un lirio de la muerte bordado en el pecho y la espalda. Estaban en un corrillo, enfrascados en una conversación.
—Caballeros de Takhisis —susurró Dhamon.
Aunque la Reina Oscura había desaparecido de Krynn con el resto de los dioses, la orden de caballería había permanecido intacta. Era muy numerosa, pero se había fragmentado en varias facciones que actuaban bajo los auspicios de poderosos comandantes y que estaban dispersas por todo Ansalon. Los caballeros todavía sostenían batallas para defender las comarcas que sus comandantes dominaban o para ampliar territorios. Algunos actuaban como fuerzas militares de ciudades, y los comandantes gozaban de posiciones prestigiosas en el gobierno. Unos pocos grupos habían invadido villas, reclamándolas para la caballería.
—Todavía son numerosos, a pesar de que su diosa se ha marchado —comentó Rig—. Me pregunto para qué generalillo trabajarán éstos. Al menos, con sus facciones divididas ya no representan una amenaza.
—Están bien armados —dijo Dhamon, sacudiendo la cabeza—. Son una amenaza.
—Hay un barco lleno de ellos —intervino el timonel—. Aquella pequeña galera de allí. Tal vez tengan información más precisa para vosotros.
—Quizá tengas razón. Gracias. —Rig le dio una moneda de cobre—. Toma, para que eches un trago. —Luego se encaminó hacia el grupo.
—No me parece una buena idea —argumentó Dhamon—. Probablemente estarán demasiado ocupados con sus cosas para dedicarse a charlar con nosotros.
O Rig no lo oyó o prefirió hacer caso omiso de él. Dhamon deslizó los dedos hacia la empuñadura de su espada envainada y siguió a Rig a varios metros de distancia.
—Me han dicho que vuestro barco ha llegado del norte. —La profunda voz del marinero negro sonó a través del trecho de playa que lo separaba de los caballeros.
Los hombres se volvieron hacia él, abriendo el círculo, y entonces se vio quién era el centro de su atención: una joven elfo.
—Vaya, vaya —dijo Rig en voz baja—. Creo que me he enamorado.
—Creí que estabas enamorado de Shaon —susurró Dhamon.
—Y lo estoy. O casi.
La mujer tenía una bonita figura y estaba morena. Iba vestida con unas polainas ajustadas, de color pardo, y una túnica sin mangas, de color castaño y adornada con flecos, que ceñía su cuerpo ligeramente musculoso. El cabello, castaño claro, largo, espeso y ondulado, dejaba la cara despejada y le caía sobre los hombros, semejando la melena de un león.
También lucía varios dibujos. En el rostro llevaba una artística hoja de roble, entre ocre y amarilla; el tallo se curvaba alrededor y por encima de su ojo derecho, mientras que la hoja se extendía sobre la mejilla, con la punta casi rozando la comisura de la boca. Un rayo rojo le cruzaba la frente. Desde cierta distancia, daba la impresión de ser una cinta ceñida a la cabeza. Por último, en el brazo derecho, desde el codo hasta la muñeca, llevaba dibujada una pluma verde azulada. Las pinturas la señalaban como una kalanesti o Elfa Salvaje.
Dirigió una fugaz ojeada a Rig y a Dhamon, y después miró fijamente a uno de los caballeros. La banda que éste llevaba en el brazo indicaba que era un oficial y que estaba al mando del grupo.
—El dragón no se conformará con Ergoth del Sur —estaba diciendo la elfa—. Tenéis que comprender eso. —Rig y Dhamon estaban lo bastante cerca para oír sus palabras con claridad.
»Si no se hace algo, si nadie le hace frente...
—¿Qué pasará? —la interrumpió el oficial—. ¿Que los kalanestis nunca recuperarán su hogar?
En el grupo de caballeros sonaron unas risitas apagadas.
—Ha alterado el clima de la región —continuó la elfa—. Ergoth del Sur se ha convertido en un yermo helado donde ya no crece nada. ¿Y si a continuación viene aquí?
—Me parece que Ergoth del Sur le gusta mucho —dijo el caballero más joven—. En mi opinión, está satisfecho y no se moverá.
—Además —abundó el oficial—, hemos de tener en cuenta nuestras órdenes, y entre ellas no está el ocuparnos de un dragón.
La elfa respiró hondo.
—Pero ¿y si Escarcha no se conforma con lo que tiene ahora? —dijo luego—. Lo lógico es que viniera aquí a continuación... o amenazara alguna otra comarca. Podríais ayudarme. —La kalanesti miró de hito en hito al oficial—. Por favor. Podríais ir con vuestro barco hasta allí. Juntos, quizá podríamos...
—¿Qué? ¿Morir todos? Comprendo tu preocupación, pero no está en mi mano ayudarte. Hemos venido a reclutar más caballeros, y ésa es la tarea en la que debo concentrarme, pues beneficia a nuestra orden.
Los hombros de la kalanesti se hundieron, y la elfa dio media vuelta para marcharse. Uno de los caballeros dio un paso en pos de ella y la agarró por la túnica. La hizo girarse y la atrajo hacia sí.
—¿Por qué no te vienes con nosotros? —preguntó. Alzó la otra mano a la ondulada melena—. Te haremos sitio en el barco.
Tras él, el oficial frunció el ceño y le ordenó que volviera con los demás. El joven caballero vaciló, y la kalanesti le propinó una patada en la espinilla.
—¿Ir con vosotros? Jamás —siseó—. Tengo cosas más importantes que hacer.
Se soltó del hombre y echó a andar de nuevo, pero el joven caballero la siguió, y, dándole un empellón en la espalda con el hombro, la hizo caer de bruces en la arena.
—Si no eres capaz de tenerte en pie, ¿cómo vas a poder enfrentarte a un dragón? —se chanceó. Los caballeros que lo flanqueaban se echaron a reír.
Dhamon oyó al oficial reprender al joven caballero. También escuchó el siseo de la hoja de una espada al ser desenvainada. Rig se adelantó y levantó el brazo derecho, poniendo su alfanje a la altura del cuello del insolente caballero.
—¡Pide disculpas a esta dama! —exigió.
—¿Disculpas? ¿Porque es torpe?
Hubo más risas, a las que siguió otra reprimenda.
—Rig —el tono de Dhamon era suave pero insistente—. Son doce contra uno. Demasiada desventaja, aunque seas muy bueno con esa arma.
Él marinero vaciló. La elfa se puso de pie, recogió su mochila, y se alejó corriendo de los caballeros. Cuando Rig vio que estaba a salvo, bajó el alfanje.
—Venga, vámonos de aquí —sugirió Dhamon—. Nadie ha salido herido.
Rig retrocedió un paso, y en ese momento el joven caballero dio otro adelante. Ansioso por tener una pelea, sacó su espada, abrió las piernas para mantener el equilibrio, y observó al marinero.
—¿Tienes miedo de defender a una mujer? —se mofó—. Quizás es que una elfa no merece la pena.
Rig volvió a levantar el alfanje.
—No lo hagas —suplicó Dhamon.
—¡Te conozco! —exclamó el oficial, que señalaba a Dhamon sin hacer caso al pendenciero joven que estaba a su cargo. Sus ojos se abrieron de par en par—. El año pasado en Kyre, cerca de Solanthus. En la mansión del viejo caballero solámnico. Tú estabas...
—Estás equivocado —lo cortó Dhamon sucintamente.
—No lo creo. ¡Te vi! El subcomandante Mullor estaba allí, y tú lo mataste.
—He dicho que estás equivocado.
—Lo dudo. Yo...