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»¡No tiene que morir nadie más! —Dio media vuelta al cuerpo del fornido caballero, plantó un pie sobre su estómago, y sacó la espada. Blandió el arma amenazadoramente en un arco sobre el hombre caído.

Los dos que combatían con Rig retrocedieron y miraron a Dhamon, pero mantuvieron en alto las espadas, listos para reanudar la lucha.

Cuatro hombres yacían muertos a los pies del marinero, todos ellos con armas clavadas en sus inmóviles cuerpos. La espada de Dhamon se había cobrado tres vidas. De los cinco caballeros restantes, uno parecía estar malherido y probablemente no sobreviviría; tenía una de las dagas de Rig hincada cerca de la garganta. El caballero que había iniciado la reyerta seguía desarmado e ileso.

—¡Rig! —llamó Dhamon.

—¡Estás herido! —contestó el marinero—. ¡Pero todavía podemos acabar con ellos! ¡Tranquilo!

—¡No! ¡Se acabó!

Rig maldijo y mantuvo su posición. Después, a regañadientes, asintió y bajó las dagas que sostenía en ambas manos.

Los Caballeros de Takhisis se relajaron, aunque sólo un poco. A la orden de su oficial, envainaron cautelosamente las espadas.

—¡Págame! —gritó alguien entre la multitud—. Los caballeros han perdido.

—¡Pero no han muerto todos! —replicó otro.

Rig empezó a recoger sus dagas, sacándolas de un tirón de los caballeros caídos. Tras ceñirse el fajín en torno a la cintura, guardó las dagas en los bordes de las botas y debajo de la camisa, aferró con firmeza el alfanje, y lo metió entre el fajín.

Dhamon se puso de rodillas en la arena, soltó la espada ante sí e, inclinando la cabeza, musitó una plegaria por los muertos mientras su propia sangre goteaba sobre la arena. Tenía varios cortes profundos en el brazo y en el pecho, y la camisa era ahora más roja que marfileña.

—Dhamon —siseó Rig—, ¿qué haces? Larguémonos de aquí. —El marinero había visto más caballeros bajando del barco, y eran muchos esta vez—. ¡Dhamon!

Terminada la plegaria, el guerrero se puso de pie.

—Zarparemos enseguida —le dijo al oficial—. No queremos más problemas.

—No los tendréis. —El oficial hizo una leve inclinación de cabeza y dio instrucciones a sus hombres para que recogieran a los muertos. Sus ojos se clavaron en Dhamon—. Pero no estaba equivocado respecto a ti.

Dhamon miró su espada, cubierta de sangre. No la había envainado, pero la mantenía baja para que no lo malinterpretaran como una amenaza. Dio media vuelta y se encaminó hacia el muelle en el que estaba atracado el Yunque, seguido por Rig.

—Toda esa palabrería acerca del honor, Dhamon —rió el marinero—. ¿Es que fuiste caballero?

—Bueno, no, pero siempre quise serlo —respondió el guerrero, con la mirada prendida en las punteras de sus botas mientras recordaba la lección de Ampolla—. Mi tío lo fue, así que supongo que quería emularlo.

—Sois buenos combatiendo —dijo la kalanesti. La mujer los había seguido, y ahora tocó el hombro de Rig para llamar su atención—. Fue extraordinario.

—Nunca pierdo un liza —se jactó el marinero.

—Estoy intentando reunir algunos hombres —empezó la elfa— para atacar al Dragón Blanco. Sé algo de magia de la naturaleza, pero no puedo hacerlo sola. Me vendría bien vuestra ayuda.

—Nos dirigimos al norte —respondió Rig.

—Tenemos que atender un asunto en Palanthas —añadió Dhamon—. Prometí ocuparme de él primero, pero eres bienvenida si quieres unirte a nosotros.

—¿Y después me ayudaríais con el dragón?

—Tal vez —respondió el guerrero. Habían llegado al muelle, y se arrodilló al borde del agua para limpiar la espada.

—Me gustaría marcharme de aquí —admitió la elfa. Echó una ojeada por encima del hombro, hacia donde había tenido lugar el combate. Por fin la muchedumbre se dispersaba, pero uno de los caballeros seguía plantado en el mismo sitio, observando al trío.

—Otra boca que alimentar —rezongó Rig—. Menos mal que es bonita.

—Ferilleeagh Corredora del Alba, en otros tiempos de la tribu del valle de Foghaven —se presentó al tiempo que tendía una esbelta mano al marinero—. Llámame Feril, por favor.

—Rig Mer-Krel —contestó el marinero. Hizo una profunda reverencia a la par que realizaba un cortés gesto con la mano antes de coger la de la elfa y llevársela a los labios. Después la soltó suavemente y señaló al guerrero—. Éste es Dhamon Fierolobo, un espadachín honorable. Y ahí está mi barco, el Yunque.

La elfa arqueó una ceja al oír el nombre de la carraca, pero sonrió.

—Es un bonito barco —dijo.

Rig alzó la vista al cielo y frunció el ceño. Las nubes se habían vuelto más oscuras.

—Dhamon, ¿querrás acompañar a la dama a bordo? Yo voy a buscar a mis hombres. Creo que será mejor que zarpemos lo antes posible.

Ampolla hizo grandes aspavientos al ver las heridas de Dhamon, y con ayuda de Shaon y Feril lo convenció para que se sentara en un rollo de maroma que había junto al palo mayor. El guerrero no estaba acostumbrado a ser centro de tanta atención, pero el roce de los dedos de la kalanesti en su frente era agradable.

La kender le dio la espalda y hurgó en uno de sus saquillos. Cuando se volvió, Dhamon vio que se había cambiado de guantes. Ahora llevaba un par blanco que tenía una especie de almohadillas en las puntas de los dedos. La kender tanteó el corte del brazo, y la sangre no tardó en teñir de rojo las almohadillas. La vio encogerse, pero creyó que era por el aspecto de su herida; no sabía que mover los dedos le hacía daño.

—Hay que quitarle la camisa —ordenó Ampolla.

La insistencia de Feril hizo que Dhamon alzara los brazos, y la kalanesti le quitó la camisola con cuidado. Shaon frunció el ceño al ver la prenda ensangrentada, la recogió y la arrojó por la borda. Como un pájaro muerto, cayó revoloteando al muelle.

—De todas formas, no te sentaba bien —adujo Shaon.

Dhamon se recostó, resignado, en el mástil e intentó relajarse. No dio resultado, pero agradecía los cuidados de la kender. La pérdida de sangre lo hacía sentirse mareado.

Vio a Ampolla poner la otra mano enguantada sobre el corte del pecho. Las almohadillas absorbieron parte de la sangre y le ayudaron a limpiar la herida. Así que los guantes estaban diseñados específicamente para atender a los heridos, dedujo Dhamon. Se preguntó cuántos pares más tendría.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Ampolla mientras continuaba con la cura.

—Una pequeña refriega —contestó el guerrero.

—Estás aprendiendo a mentir mejor —repuso la kender, enojada—. Pero tendrás que seguir practicando para ser más convincente.

Feril relató el combate con los Caballeros de Takhisis mientras Ampolla seguía ocupándose del guerrero.

—Me hará falta agua para limpiar esto mejor —dijo la kender—. Ahora tenemos barriles de sobra.

—Estoy bien, Ampolla, de verdad —protestó Dhamon.

—No, no lo estás. —La voz era profunda. Jaspe había regresado, y Groller y el lobo rojo estaban detrás de él. Dhamon ladeó la cabeza y husmeó el aire.

»Eh... nos hemos parado en una taberna —explicó Jaspe mientras se acercaba y torcía el gesto. El aliento le olía a ron—. Oí comentar que un par de... veamos, de estúpidos bravucones, creo que fue el término que emplearon, entablaron un combate con unos Caballeros de Takhisis.

—Eso no es exactamente lo que pasó. ¡Ay!

Los dedos del enano no eran tan delicados como los guantes de Ampolla.

—¿Salió Rig tan mal parado como tú o peor? —La voz de Jaspe tenía un tono de preocupación.

—Ni siquiera le hicieron un arañazo —contestó Feril. De inmediato se presentó y, de nuevo, relató la pelea.

El enano examinó más detenidamente las heridas de Dhamon.

—No son demasiado graves; pero, si no hacemos algo, se infectarán. No podemos permitirnos el lujo de que te pongas enfermo. —Se arrodilló delante de Dhamon y cerró los ojos—. Esto me lo enseñó Goldmoon.