Con un nuevo par de guantes que eran esponjosos, sobre todo en las palmas, Ampolla restañó la sangre de las heridas. Jaspe musitó unas palabras musicales que los demás no entendieron. Su ancha frente se perló de sudor, y sus gruesos labios temblaron al tiempo que su tez palidecía. Dhamon sintió un irritante calor en el brazo y en el pecho.
—¡Oh! —exclamó la kender.
Dhamon bajó la vista hacia su pecho y contempló cómo la línea roja se desvanecía y la herida abierta se cerraba. Se miró el brazo y vio que dejaba de sangrar.
Groller, que estaba pasmado por todo el incidente, ayudó a Jaspe a ponerse de pie.
—Te quedarán las cicatrices, pero no tendrás infección —dijo el enano. Se volvió hacia Groller y tocó el fajín del semiogro. Luego señaló el lugar donde Dhamon estaba herido, volvió a tocar el fajín y a continuación usó un dedo para indicar el gesto de vendar. Su dedo giró sobre la zona de la herida de Dhamon varias veces.
El semiogro dio media vuelta y se dirigió a la cubierta inferior. Furia se sentó y continuó observando la escena.
—Groller va a buscar vendajes —explicó el enano—. Y yo voy a descansar un rato.
Para cuando Rig regresó con los demás tripulantes al Yunque de Flint, las heridas de Dhamon ya estaban vendadas. El guerrero, sin camisa y con el largo cabello ondeando en torno al rostro y el cuello, se encontraba de pie junto a la batayola, y lo saludó con un gesto.
—En la próxima escala tendremos que comprarte camisas —dijo Rig.
—¿Tendremos? —Dhamon puso los ojos en blanco.
El marinero hizo caso omiso de él y fue hacia la rueda del timón.
—¡Shaon, izad las velas! ¡Nos marchamos!
19
La tempestad
Las manazas de Groller aferraban las cabillas de la rueda del timón mientras sus ojos oteaban el horizonte para aprender de memoria las posiciones de los pequeños icebergs que flotaban en el agua. Jaspe rondaba cerca de él, rezongando en voz baja sobre la posibilidad de que el barco chocara con uno y naufragara, aunque, por otra parte, manifestaba que el Yunque de Flint era capaz de aguantar cualquier cosa. El enano sabía que Groller no podía oírlo, pero de todas formas siguió parloteando, como si el sonido de su propia voz le proporcionara cierta seguridad ante el encrespado oleaje.
Los dos llevaban puestas varias prendas de abrigo para contrarrestar el azote glacial del viento que soplaba procedente del territorio del Dragón Blanco. El frío les había enrojecido el rostro, y cada ráfaga les provocaba nuevos escalofríos.
De vez en cuando, el enano se agarraba a una u otra cosa para mantener el equilibrio, sobre todo cuando el barco cabeceaba con los bruscos virajes del semiogro a babor o estribor para esquivar una masa de hielo. El viento era fuerte, y la carraca se zarandeaba con las grandes olas. Jaspe estaba convencido de que la cubierta no había dejado de moverse ni había estado seca desde que habían salido del puerto de Caergoth. Una ola tras otra rompía sobre ella, lanzando rociadas de espuma.
El enano estaba poniendo gran empeño en mantener en el estómago la sopa de pescado y el oscuro ron que había ingerido, la primera comida que había sido capaz de tragar desde el encuentro con el Turbión. Para librarse de las náuseas, decidió intentar una nueva táctica: mantenerse ocupado. Se juró aprender más del rudimentario lenguaje de signos que Groller empleaba.
Hasta el momento, Jaspe sabía una docena de señas y, aunque no era amante del mar, el primer signo que había aprendido era el que significaba, precisamente, «mar». Con la mano extendida, la palma hacia abajo, hizo movimientos arriba y abajo con la muñeca y los cortos dedos para simular una ola. Después tiró del chaleco de Groller, y el semiogro bajó la vista hacia él, estoicamente. El enano se señaló el estómago y luego repitió el movimiento ondeante a la par que hinchaba los carrillos. Sus regordetes brazos rodearon la pierna de Groller buscando apoyo.
—Jaspe ma... reado. —El semiogro rió por lo bajo, trasto cual procedió a enseñarle las señas de «nube», «viento» y «tormenta».
El enano hizo girar los dedos por encima de la cabeza.
—Nube —dijo, enorgullecido. Agitó las manos atrás y adelante frente al pecho para imitar el viento. Después las agitó con movimientos más rápidos y pronunciados mientras se balanceaba sobre los talones—. Tormenta.
Jaspe echó una ojeada a su espalda, hacia la tormenta que amenazaba lejos, en el horizonte. El barco la estaba dejando atrás.
El Yunque se alzó sobre una ola, y Jaspe volvió a agarrarse a la pierna del semiogro. Cuando el barco se calmó —al igual que su estómago—, el enano se soltó y alzó la vista hacia Groller. El semiogro tenía puesta de nuevo su atención en el mar.
—Me pregunto qué se sentirá al no poder oír —musitó—. No logro imaginarme ser incapaz de no escuchar las olas o los pájaros. O lo que dice la gente. —El enano pensó que los signos utilizados por el semiogro, y que Rig y Shaon dominaban bastante bien, eran una forma de comunicarse extraordinaria, hermosa en cierto sentido, e increíblemente sugestiva. Pero no lo consideraba una alternativa adecuada para el sonido.
—Cuando sepa suficientes de estos signos de mano —se dijo Jaspe—, podré preguntarle qué se siente al estar aislado tras un muro de silencio.
Ampolla dormía, acurrucada bajo un chal cerca del cabrestante, con la cabeza apoyada en un rollo de cuerda. Furia estuvo enroscado junto a la kender durante un rato, aunque no había cerrado los ojos. El lobo estaba inquieto, y poco después había empezado a pasear por la cubierta, hasta que por fin se acomodo cerca de la kalanesti, que se encontraba de pie junto a la batayola, en el medio del barco.
—Nadie me hizo caso en Caergoth —le estaba contando a Dhamon, que se encontraba detrás de ella, a unos cuantos pasos. Se apoyó en la batayola y miró hacia el oeste, a través de las olas, al sol poniente y a lo que había sido su país—. No pude convencer a nadie. Ni siquiera aquellos Caballeros de Takhisis estaban dispuestos a enfrentarse a un dragón tan temible. Pero no pienso darme por vencida.
Sus ojos estaban prendidos en las cumbres de la montaña más alta. Como si fuera una pintura de acuarela, el fuerte resplandor anaranjado del sol escurría por las cimas nevadas. Por alguna razón, la fuerte tonalidad sólo conseguía hacer que el paisaje pareciera aún más frío, desolado e inhóspito.
Feril se estremeció al tiempo que Dhamon se aproximaba a ella. El guerrero hizo intención de rodearle los hombros con su brazo, pero se contuvo.
—Viví en Ergoth del Sur cuando sólo nevaba en invierno —musitó la kalanesti—. Vivía en el norte, cerca de las ruinas de Hie, en la costa.
—No creía que hubiera mucha gente en los yermos —comentó Dhamon.
—No vivía con gente. Nací en Foghaven, en un pueblo kalanesti, al pie de las montañas —continuó ella—. Era feliz allí, al menos, mientras fui joven. Pero me hice mayor y empecé a preferir la soledad a la compañía de mis semejantes. —Suspiró melancólicamente, y se agachó para acariciar las orejas de Furia.
»Así que me dirigí hacia el norte y exploré las montañas y los yermos que hay cerca de Hie, y en mi camino se cruzó una manada de lobos rojos, como éste. Los estudié, al principio desde lejos, e imagino que ellos hicieron igual conmigo. Finalmente, la distancia se acortó, y un día me acerqué a ellos. Viví con los lobos unos cinco años.
Dhamon la miró sin salir de su asombro. El sol iluminaba suavemente el contorno de sus rizos ondeantes, y formaba un pálido y cambiante halo naranja alrededor de su cabeza.
—¿Viviste con lobos?
—Sí —asintió Feril—. Creo que estuve más unida a ellos que a las personas que dejé atrás. Los lobos me enseñaron mucho. Durante aquellos años descubrí que tenía cierta afinidad con la magia natural, y eso influyó en mi elección de dibujos en la piel. A pesar de que me aparté de los míos, todavía me considero una kalanesti, y quiero que se me identifique como tal.