—No sé hacemos ahora qué —contestó el otro, que se movía como su hermano. Se sopló las zarpas en un fútil intento de refrescarlas—. Preguntamos hacemos ahora qué.
La pareja miró a Khellendros sin interrumpir su extraño bailoteo.
—¿Hacemos ahora qué? —inquirieron prácticamente al unísono.
—No son muy listos, ¿verdad?
Fisura hundió el suave pie en la arena.
—Tienen cierto grado de inteligencia... aunque no demasiada.
El cielo gris se oscureció más y se descargó un rayo en el suelo, detrás de la guarida del dragón. La arena saltó sobre Khellendros, los sorprendidos wyverns y el nervioso huldre.
—Pero apuesto a que se despabilarán. Y prepararé unos cuantos centinelas más por si acaso no ocurre así —se apresuró a ofrecer Fisura.
—Ponte a ello —replicó Khellendros—. Y que sean más avispados.
—Me ocuparé ahora mismo.
—No.
—¿No?
—Todavía no. —El Azul avanzó hacia él deslizándose sobre la arena como una serpiente. Cuando estuvo a unos palmos del huldre, añadió:— Necesito crear más dracs azules.
—¿Más? ¿Por qué? Creí que tenías docenas de ellos.
—He de crear un ejército, como protección y también como demostración de fuerza. Y, para llevarlo a cabo, me hará falta gente, cuerpos que corromper y modelar.
—Ah. —El huldre tragó saliva.
—Preferentemente, humanos.
Fisura se tranquilizó, aunque sólo un poco.
—¿Cualquier clase de humanos? ¿Bajos, altos, gordos, hombres, mujeres?
—Primero, viajarás a las colinas que hay al norte de las Llanuras de Solamnia —ordenó el dragón, que hizo caso omiso a las preguntas del huldre—. Allí hay ogros, mis aliados. Generalmente son cafres que se ocupan de las adquisiciones actuales, pero ha llegado el momento de sacar provecho de otros seguidores que están en deuda conmigo. Encuentra a los ogros y transmíteles mis instrucciones de que reúnan algunas personas.
—Así que no tengo que ocuparme personalmente de ello. —El duende se relajó—. Eso está bien. En fin, ¿de dónde les digo a los ogros que consigan a esas..., eh, gentes?
—Hay una gran urbe en las proximidades. Los humanos la llaman Palanthas. Los ogros pueden coger gente que entre y salga de esa ciudad, gente que esté de paso, la que vaya cargada con bultos y que tenga aspecto de ser forastera o de estar de viaje.
—No lo entiendo.
—Los residentes de Palanthas no se preocuparán mucho por la suerte de unos forasteros. Así habrá pocas probabilidades de que organicen persecuciones o busquen a los desaparecidos, y yo no correré el riesgo de ser descubierto. Prefiero que no haya dedos apuntando en mi dirección todavía. Entra en contacto con los Caballeros de Takhisis en Palanthas. Han sido muy eficaces en la administración de mi feudo. Podrán ayudar a los ogros en su misión discretamente, y los cafres recibirán a los humanos capturados. Si algo sale mal, la culpa recaerá en los ogros. Son prescindibles.
»Mis cafres han estado haciendo incursiones a pueblos de bárbaros al noreste de la ciudad, pero no me han traído suficientes humanos. Y ya no quedan muchos pueblos sin saquear.
—De acuerdo —respondió Fisura—. Se lo comunicaré a los ogros. Y me pondré en contacto con los caballeros negros. Puedes confiar en mí.
—Una vez llevada a cabo esa misión, te ocuparas de crear mejores centinelas.
—Desde luego. Otros mucho más listos.
—Sí —asintió el dragón—. Y te encargarás de estos asuntos rápidamente. Después empezarás la búsqueda de esa antigua magia que mencionaste.
—De la Era de los Sueños.
—Eso es.
El huldre apretó los labios formando una fina línea, inclinó la cabeza, y se fundió con el suelo del desierto. En el punto donde acababa de estar, se formó un pequeño montón de arena; el montoncillo se agitó y a continuación se alejó del dragón como un topo abriendo madrigueras a través de un jardín. Se dirigió hacia el suroeste, en dirección a las colinas.
—¿Hacemos ahora qué? —volvió a inquirir el wyvern más grande.
—¿Hacemos nada? —planteó el otro una pregunta afín.
—Seguidme —retumbó Khellendros.
—Bien. Aquí calor.
—Calor mucho —añadió el más pequeño—. ¿Seguimos ti más frío?
El dragón no dejó de gruñir mientras conducía a los wyverns al interior de su cubil subterráneo. El drac echó una última ojeada al horizonte y a la cada vez más amenazadora tormenta, y después desapareció también dentro de la caverna.
22
El rastro del Mal
Ampolla paseaba por la cubierta del Yunque de Flint. Ahora tenía la piel tostada tras las semanas pasadas a bordo del barco, y sus azules ojos resaltaban más, parecían un poco más claros.
La kender llevaba puesta una túnica azul oscuro que hacía juego con los guantes, que tenían unas puntiagudas piezas metálicas en los nudillos y las puntas de los dedos. Su cabello estaba perfectamente peinado, y lucía una concha pintada acoplada a un peinecillo a la derecha de la cabeza, a mitad de camino entre la oreja y el copete. Iba a entrar en una gran urbe, y deseaba ofrecer el mejor aspecto posible.
—Dhamon, ahora que hemos llegado a Palanthas, ¿qué tenemos que hacer? Has sido muy remiso respecto a lo que Goldmoon te dijo. —Ampolla se arregló el cinturón con los pulgares. Colgada de una trabilla del cinturón de cuero azul, entre dos abultados saquillos, llevaba una chapak, un arma de diseño kender que había tenido guardada hasta ahora en una de sus mochilas. Era una especie de hacha pequeña de una sola hoja, rematada en la parte posterior en dos puntas a las que iba acoplado un tirador.
—Goldmoon me dijo que el Mal estaba engendrándose cerca de Palanthas —contestó Dhamon mientras miraba a la kender de arriba abajo, deteniéndose un momento para observar mejor el hacha. El guerrero se había puesto sus pantalones de cuero negro y una camisa verde bosque que Rig le había comprado en Puerto Estrella. Era de cuello abierto, pespunteado con hilo gris plateado, y tenía las mangas amplias, muy fruncidas. En opinión de Dhamon era la más funcional y la menos llamativa de las tres que Rig le había comprado. Llevaba la espada colgada al costado izquierdo. La había estado limpiando y frotando, y la antigua empuñadura relucía con el sol matinal.
—Y... —lo instó a seguir Ampolla.
—Y me gustaría descubrir qué es ese Mal —respondió el guerrero—. Pero antes tenemos que pasar por un sitio, un lugar llamado Refugio Solitario.
—Quizá deberíamos dar una vuelta por la ciudad primero, antes de ir a ningún sitio —sugirió la kender—. Tal vez advirtamos algo malo o escuchemos a alguien hablar sobre algo siniestro. O quizás alguien intente robarnos. Podríamos seguir a esa persona y a lo mejor nos conduciría a una banda de criminales. Además, fíjate lo grande que es esta ciudad. Parece un sitio precioso. Deberíamos explorarla. De cabo a rabo. Tendríamos que ir con cuidado, desde luego.
Dhamon siguió la mirada de Ampolla. El Yunque de Flint estaba atracado cerca del extremo más noroccidental del laberinto de muelles con forma de herradura que se extendía por el litoral de Palanthas. Los edificios más cercanos al puerto eran de piedra. Aparte de los letreros y los postigos, carecían prácticamente de adornos de pintura, seguramente para que la acción corrosiva del salitre no tuviera mucho donde actuar. Los tejados tenían cubiertas de tejas verdes, rojas y grises en su mayor parte, y las calles eran de tierra apisonada, con tarimas aquí y allí.
Al dirigir la mirada hacia el centro de la ciudad, el guerrero alcanzó a ver los edificios más impresionantes: torres hechas con piedra gris pálido, y los chapiteles marfileños y rosas del palacio. La línea curva de una antigua muralla parecía rodear el núcleo antiguo de la urbe.