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—¡Buenos días, señoritas! —saludó en tono jovial. Sus ojos observaron fijamente a Shaon y su llamativo atuendo, y después se clavaron en la exótica kalanesti—. ¿Qué va a ser?

—Cerveza. —Shaon soltó una moneda de acero sobre el mostrador.

—¿Tan pronto? —susurró Feril. La elfa encogió la nariz en un gesto de asco.

Los dedos del cantinero se cerraron presurosos sobre la moneda.

—De la mejor que tengo —dijo mientras llenaba una jarra y la ponía delante de la mujer bárbara—. Lo mejor para mi clienta más hermosa. Mis dientas más hermosas —se corrigió de inmediato.

Shaon echó un trago y retuvo el cálido líquido en la boca antes de tragárselo.

—Está buena —manifestó—. ¿Conoces un sitio llamado Refugio Solitario? Está fuera de la ciudad, en alguna parte.

—No hay nada fuera de Palanthas que me interese —respondió el cantinero, sacudiendo la cabeza—. Y os aconsejo que no os aventuréis fuera de los límites de la ciudad.

La mujer de piel oscura ladeó la cabeza y enarcó una ceja.

El cantinero se acercó más a ella y bajó la voz a un susurro apenas audible:

—Y también os aconsejaría que os marcharais de Palanthas. Damas como vosotras atraen la atención sobre sí, y ha estado desapareciendo gente en la ciudad, viajeros en su mayoría. —El cantinero señaló a la pareja de tipos de aspecto tosco—. Podéis preguntarles. Son de una zona al noreste de la ciudad. Dicen que la gente que vive por allí está asustada. Muy asustada.

Shaon se dirigió hacia los dos hombres y acercó una silla a su mesa. Feril se quedó junto al mostrador, ya que el olor de la cera utilizada para abrillantar la oscura madera mitigaba un poco la fetidez.

—¡Están allí! —gritó Ampolla. La kender señalaba calle abajo con la punta metálica que remataba el dedo del guante. Shaon y Feril salían de una taberna.

»Vamos de compras —explicó—. A coger provisiones.

—¿Conseguiste el mapa? —preguntó Shaon.

Dhamon asintió con la cabeza, y la mujer bárbara extendió la mano.

—Déjame verlo. —Desdobló la hoja de pergamino que parecía tela, y siguió con el índice una línea de aldeas que conducía hacia el noreste—. Aquí —dijo, señalando un pueblo en particular—. Los bárbaros que viven en los yermos están desapareciendo, como también algunos viajeros y cabreros que viven en las colinas. Una pequeña aldea que está entre Palanthas y un sitio llamado Fresno, que debe de ser éste de aquí, se ha quedado desierta. Nadie sabe dónde están los vecinos. No fue un ataque del dragón; todo está en perfecto estado, intacto. Sólo que falta la gente. Y los que viven fuera de Palanthas no son los únicos que están desapareciendo.

—¿Cómo te has enterado de todo eso en tan poco tiempo? —resopló Ampolla, algo herida en su orgullo.

—Dos hombres de Fresno nos lo contaron —respondió Feril—. Por lo visto, Fresno es una población bárbara de buen tamaño que está a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí.

—Los hombres con los que hablamos no tenían planeado regresar siquiera a casa —añadió Shaon—. Están asustados.

—Fresno está en el camino a Refugio —musitó Dhamon—. Podríamos parar y echar un vistazo por allí. Hay otros cuantos pueblos pequeños entre Palanthas y Refugio. No nos llevaría mucho tiempo investigar en ellos. Quizás un par de días, dos y medio como mucho. Merece la pena. —Se guardó el mapa y tanteó en el bolsillo para contar el dinero que le quedaba—. Voy a ver cuánto cuestan unos caballos. Si pensáis acompañarme, nos encontraremos en la puerta oeste dentro de una hora.

—Un pueblo desierto —reflexionó la kender en voz alta—. Suena espeluznante. Por supuesto, no me importa recibir un buen susto de vez en cuando, pero...

23

La calma antes de la tormenta

—He tomado mi decisión, Majere. —El mago conocido como el Hechicero Oscuro hablaba en voz baja, poco más que un susurro. Vestía la misma Túnica Negra con la que Palin lo había visto cuando se conocieron, hacía casi tres décadas. No estaba ajada ni descolorida, y nunca tenía el menor rastro de suciedad. Siempre estaba limpia, y siempre encubría los rasgos de la persona que la vestía. La máscara metálica ocultaba cualquier emoción.

Palin había renunciado a descubrir quién era el mago o si se trataba de un hombre o una mujer. El Hechicero Oscuro había demostrado ser un aliado útil y un competente investigador, y Palin, en todos estos años, no había hecho indagaciones sobre él. Su tío Raistlin había sido muy reservado, y si el Hechicero Oscuro deseaba el anonimato, Palin no pensaba oponerse. Por lo general, los hechiceros eran gente misteriosa que se aislaba escudándose tras sus propias peculiaridades. Por otro lado, Palin estaba normalmente abierto a todo. Andar con secretos no era su estilo.

—No fue una decisión fácil —añadió el Hechicero Oscuro.

—E implica no revelar ninguna información sobre nuestro descubrimiento —adivinó Palin tristemente. Los ojos del mago eran vivaces y brillantes, y sólo tenían un atisbo de arrugas a despecho de su edad. A Usha le gustaba decir que eran arrugas de preocupación, y él estaba de acuerdo con su esposa. Casi siempre estaba preocupado. Su tez estaba bastante morena, ya que tenía por costumbre salir al exterior varias veces al día, aunque sólo fuera para meditar.

—Eres perspicaz, Palin —dijo el Hechicero Oscuro—. Aunque he de admitir que no estaba seguro de mi decisión hasta ayer. Pero tienes razón. Estoy de acuerdo con el Custodio. El secreto tiene que quedar entre nosotros.

—Lo veía venir. Debí imaginar que iba a ocurrir algo así. —Palin se alejó de la larga mesa de ébano, ante la que estaban sentados el Hechicero Oscuro y el Custodio de la Torre.

—Realmente consideré tu postura —dijo el Hechicero Oscuro—. Pero no es el modo de obrar más aconsejable en este momento.

«¿Y cuándo lo será? —se preguntó Palin—, ¿cuando sea demasiado viejo para que me importe o cuando ya dé lo mismo?»

Soltó un profundo suspiro y se quedó mirando por la ventana, la más alta de la Torre de Wayreth. Al menos Ansalon había recuperado la magia a través de la hechicería. Palin estaba enseñando magia en su Escuela de Hechicería, cerca de Solace. Aun así, quería hacer algo más. Confiaba en que él o alguno de los héroes de Goldmoon dieran con alguna fisura en la armadura de los dragones que pusiera fin a toda esta inquietud.

Los hechiceros habían estado inspeccionando mágicamente el feudo de Malys. Había una cumbre en particular que llamaba la atención a Palin. Se encontraba entre Flotsam y Lejanas Encinas, y unas agujas rocosas parecían rodearla como una corona. Ahora la estaba observando y se preguntaba qué tipo de seres estaban dirigiéndose hacia allí. Había contemplado un grupo de goblins ascendiendo por la empinada ladera hacía aproximadamente un mes. Hubiera querido investigar, pero sus compañeros le habían recomendado que fuera precavido.

«Vigila desde lejos», le había dicho el Custodio, y Palin no tuvo más remedio que reconocer que era un sabio consejo.

—En el fondo de tu corazón sabías que no podía tomarse otra decisión —continuó el Hechicero Oscuro, sacando a Palin de su abstracción—. Llevamos casi dos meses estudiando esa zona. La hembra Roja ha transformado la propia configuración del territorio, algo que ni siquiera los dioses habrían hecho. Todos los objetos mágicos que controlamos o que tenemos a nuestro alcance tienen que estar a nuestra disposición, y sólo a la nuestra, por si acaso sufrimos algún ataque tanto por parte de ella como de cualquier otro dragón. Los utilizaremos juiciosamente. No podemos responder del uso que otros les darían.

—Me atendré al voto de este Cónclave —repuso Palin, pero para sus adentros pensaba que era una presunción el que sólo tres hechiceros se arrogaran la decisión sobre algo tan importante.

»Aunque debéis comprender que, si nosotros hemos descubierto el secreto de destruir objetos mágicos para incrementar el poder de los hechizos, cabe la posibilidad de que otros magos lo descubran —se sintió obligado a añadir.