Los minutos se prolongaron hasta que, finalmente, Khellendros terminó el dibujo; el dragón llamó con un gesto de su garra al draconiano. Como un sonámbulo, el kapak obedeció y se adelantó arrastrando los pies hasta situarse justo en el centro del dibujo.
—Aprendí ciertos conjuros —siseó Khellendros, hablando más para sí mismo que para el draconiano—, unos conjuros antiguos que los patéticos hechiceros humanos de Krynn darían cuanto poseen por conocer. —El dragón extendió una garra y tocó con ella el esternón del kapak. El draconiano se encogió y dio un respingo cuando la garra bajó por su tórax. La sangre y algunas escamas cobrizas cayeron al suelo de piedra—. Aprendí cómo desplazar mentes y reemplazarlas por otras.
Cuando Khellendros apartó la garra, el draconiano se llevó las manos a la herida del pecho, obligándose a no gritar para no hacer patentes su dolor y su debilidad. El dragón empezó a mascullar palabras extrañas, complejas y profundas que llenaron la cueva subterránea y aumentaron el miedo del kapak. La voz del dragón aceleró su ritmo, y el gran reptil miró directamente a los ojos del draconiano en el momento en que terminaba de pronunciar el hechizo.
La determinación del kapak se esfumó en un suspiro y dio paso a un único y penetrante aullido. Cayó de rodillas al suelo y se llevó las manos a las sienes para calmar los dolorosos latidos de su cabeza. Su cola se agitó frenéticamente de lado a lado, y los músculos de sus brazos y sus piernas temblaron y se sacudieron por los espasmos. Una fina película de sudor le cubrió la escamosa piel.
Khellendros esperó, indiferente a la agonía de su cautivo, y vio cómo el kapak caía de bruces, boqueaba, se retorcía y sufría arcadas. Tras unos segundos interminables, sus movimientos espasmódicos perdieron fuerza y finalmente cesaron. El pecho subió y bajó al ritmo de una respiración normal, y la criatura se incorporó lentamente del suelo; miró, temerosa, al dragón.
—Takhisis...
—¡No! —bramó Khellendros. Propinó un golpe al kapak que lo lanzó dando tumbos contra la pared de la cueva. La mente de la criatura tendría que haber desaparecido, su espíritu desplazado. No debería haber sido capaz de pensar ni de hablar, no tendría que haber sido más que un cascarón vacío, inmóvil, pero con vida, preparado para recibir la esencia de Kitiara—. ¡La magia de Takhisis es demasiado poderosa!
El dragón se arrastró hacia adelante al tiempo que le brotaba una lágrima de frustración. La lágrima se deslizó sobre su azul mejilla y cayó en el dibujo, donde se mezcló con la sangre y las escamas del kapak. Khellendros contempló fijamente los trazos cincelados que empezaban a relucir y a brillar con tonos azules y dorados.
—Pero también mi magia es muy poderosa —dijo el dragón—. Quizás un conjuro clónico podría funcionar.
De nuevo empezó a mascullar palabras arcaicas de otro hechizo aprendido mientras cruzaba el Portal. A medida que la intensidad de su voz crecía, también lo hacía la del resplandor. El fulgor se expandió, y formó una columna de chispeantes luces azules y cobrizas. Chisporroteó y centelleó, y entonces un haz de luz azul se desprendió de la columna y se descargó sobre el kapak. El draconiano volvió a chillar.
Khellendros se concentró en la columna, que había empezado a tomar una forma diferente. A través del resplandor de las luces, el dragón podía ver cómo cobraban forma unos miembros musculosos, un ancho tórax y una cabeza semejante a la de un dragón. Cuando las luces se apagaron, unas alas brotaron de la espalda de la criatura al tiempo que una larga cola crecía hasta el suelo. El ser tenía una vaga semejanza con el kapak, pero era más refinado, con unas escamas azul oscuro, del color del mar al anochecer. Sus ojos eran dorados, como los del Dragón Azul, y una cresta de púas le corría desde la coronilla hasta la punta de la cola. Unos rayos diminutos chisporroteaban entre las garras de la criatura, y su respiración sonaba como una suave llovizna.
—Mi lágrima —musitó Khellendros en tono quedo—. Alteró el conjuro, creó algo diferente.
—Amo —graznó la criatura azul.
Los ojos del dragón se abrieron de par en par, y su mirada fue del acobardado kapak a la nueva criatura. El kapak, acurrucado como un niño asustado, miró de soslayo al dragón y luego agachó los ojos.
—¡Estirpe de Khellendros! —exclamó el dragón. Decidió llamar a la criatura un khelldrac. Se sentía extremadamente complacido consigo mismo.
Pero entonces su complacencia se hizo añicos al caer en la cuenta de que bautizar a la criatura con parte de su nombre era revelar su secreto prematuramente.
—Por ahora, te llamaré simplemente... drac. —La exigua palabra lo hizo encogerse, y miró a su creación, que se asemejaba a él tanto en hermosura como en porte. Se sintió arrebatado ante su propia magnificencia, y las palabras acudieron a su boca y salieron en tropel de sus inmensas mandíbulas:— Quizá debería llamarte drac azul. —Era lo menos que se merecía, pensó para sus adentros.
—Amo —repitió la criatura. La palabra sonó más fuerte en esta ocasión. El ser apretó los puños, giró la cabeza de reptil, y flexionó las piernas para probar los fuertes músculos. Después batió levemente las alas, removiendo la fina capa de arena y polvo que alfombraba la caverna, y se elevó unos cuantos palmos sobre el suelo de piedra.
«No pude desplazar la mente del kapak porque la magia de Takhisis es demasiado poderosa —reflexionó Khellendros—. Pero quizá sí podría desplazar la mente del drac. Entonces el espíritu de Kitiara dispondría de un cuerpo exquisito.»
—¡Amo! —Una expresión de dolor asomó fugaz a los rasgos del drac. Los ojos de la criatura se apagaron, y su forma empezó a perder consistencia y a volverse transparente. Su cuerpo tembló y rieló como ondas de calor sobre la ardiente arena del desierto. Después desapareció, dejando tras de sí un débil fulgor azul que se enroscó sobre sí mismo y se extinguió.
El rugido colérico de Khellendros sacudió la caverna.
—¡No fracasaré! —bramó el gran dragón. Se levantó sobre sus patas traseras hasta rozar el techo con la cabeza.
El kapak se pegó contra las sombras y se alejó a hurtadillas de Khellendros, dirigiéndose hacia la salida del cubil.
—¡Triunfaré! —rugió el Dragón Azul al tiempo que una de sus garras se disparaba y atrapaba al draconiano—. ¡Experimentaré contigo otra vez y las veces que sean necesarias!
Muchos meses después, Khellendros se encontraba descansado, ahito y satisfecho. Cuatro dracs azules se encontraban al fondo de su cubil, y él había pasado las ultimas horas admirándolos.
El kapak que había ayudado a materializar su creación yacía sobre el suelo de la caverna, exhausto y magullado. Su sed había sido apagada, y también había comido recientemente. El Dragón Azul se ocupaba de mantenerlo razonablemente saludable para así poder hacer uso de él otra vez.
Khellendros sabía que sus dracs azules, sus vástagos, eran más fuertes que el kapak, posiblemente más fuertes que los auraks, los draconianos más grandes de la Reina Oscura. Había sido necesario combinar el arcaico hechizo con la sangre y las escamas del kapak, sus propias lágrimas, y cuatro humanos recogidos de una tribu de bárbaros nómadas que había al norte de su cubil. Los cuerpos habían dado materia a los dracs, impidiendo que sus formas se disiparan. Las mentes humanas se habían fundido con la del kapak para crear un nuevo ser, uno que era entera y mágicamente fiel a Khellendros.