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Escuchó un ruido apagado más adelante. ¿Alguien o algo se estaba moviendo? Echó una ojeada a la izquierda y vio una cortina de lona colgada en el umbral de una puerta; hacía un ruido susurrante al ser agitada por la leve brisa. La elfa se relajó y continuó avanzando.

Pasó el centro de la aldea, donde el sendero giraba y las toscas casas eran las más grandes. Localizó lo que supuso era la casa comunal. Desde aquí, alcanzaba a ver mejor el otro extremo del pueblo... y una hilera de tumbas recientes al borde de un cementerio.

Había más de doce sepulturas nuevas. ¿Quién las había abierto? ¿Quién había enterrado a la gente? Feril siguió avanzando despacio por el sendero. Se paró a unos cuantos pasos de las tumbas nuevas y se hincó de rodillas en el suelo. Tocó con las dos manos la tierra al borde de los recientes montículos, y empezó a dibujar hundiendo los dedos en la tierra suave y seca.

Dhamon y Shaon condujeron a sus monturas hasta la casa comunal, y observaron a la kalanesti.

—¿Qué está haciendo? —susurró Ampolla. La pregunta de la kender no tuvo respuesta.

Dhamon desmontó y siguió avanzando. El sol estaba alto y a su espalda, de manera que su sombra se extendía en línea hacia la elfa. Parecía como si Feril estuviera removiendo la tierra entre los dedos y trazando dibujos en el suelo. A través de la quieta atmósfera la oyó emitir una especie de quedo zumbido.

Ampolla dio un codazo a Shaon, y la mujer bárbara bajó de la yegua y aupó a la kender de la silla, ayudándola a desmontar. Lo hizo con toda clase de cuidados, como si Ampolla fuera una muñeca de porcelana que pudiera romperse. Shaon no quería que los dedos de la kender tropezaran con nada.

—¿Qué está haciendo? —volvió a preguntar Ampolla.

Feril contó quince tumbas nuevas, todas pequeñas, como si los residentes de Dalor recientemente fallecidos hubieran sido enanos o kenders, aunque los umbrales de las casas eran obviamente lo bastante altos para que los cruzaran humanos. Unas pocas de las tumbas eran muy recientes, a juzgar por el color y lo suelta que estaba la tierra amontonada encima. De la casa abovedada que había a su derecha salía el hedor de cuerpos putrefactos. Aún había muertos sin enterrar.

¿Acaso no quedaba nadie para hacerlo?, se preguntó la elfa. ¿Sería una plaga la causa? No percibía el olor de ningún ser vivo, ni siquiera el de sus compañeros. El tufo a putrefacción era demasiado intenso.

Continuó dibujando en el polvo, trazando símbolos acordes a un sencillo conjuro que la permitiría ver a través de la tierra, descubrir lo que sabía, quiénes estaban enterrados aquí y qué les había ocurrido. Canturreó más alto, casi terminado el encantamiento. Entonces, de repente, gritó cuando una flecha se clavó en el suelo, delante de ella. Le siguió una segunda rápidamente, y ésta se hincó profundamente en su brazo.

Dhamon echó a correr, levantando tierra tras de sí, al tiempo que desenvainaba la espada, y se dirigió hacia el edificio más apartado, a la derecha de la kalanesti. Vio salir más flechas por el umbral.

—¡Échate al suelo, Feril! —chilló mientras entraba como una tromba en la casa.

La kalanesti se tiró de bruces un instante antes de que dos flechas pasaran silbando por encima, justo donde había tenido la cabeza. Se quedó tumbada entre dos de las tumbas. Se giró hacia la izquierda y alargó la mano hacia el astil de la flecha hincado en el brazo; apretó los dientes y la sacó de un tirón.

«Ahora sé cómo se sienten los ciervos cuando los cazan», pensó. Sólo que un ciervo no tenía manos para quitarse la flecha. La sangre manó cálida de la herida, oscureciendo la manga de su túnica de suave cuero.

Oyó un puñetazo detrás de ella. ¿Dhamon? Se arriesgó a echar una ojeada por encima del montón de tierra de la tumba y vio a Shaon y a Ampolla corriendo por el sendero central. No había señales del guerrero, aunque la elfa escuchó otro golpe sordo dentro de la cabaña.

—¿Por qué le disparaste? —oyó gritar a Dhamon.

Shaon desenvainó la espada y se plantó en una postura agazapada ante el umbral de la casa; entonces sus ojos se abrieron en un gesto de sorpresa, y la mujer retrocedió un paso. En ese momento, un muchacho salió despedido al exterior de un empujón. La fuerza del empellón de Dhamon lo tiró. Perdido el equilibrio, cayó de espaldas, y la cabeza golpeó contra el suelo. Soltó un gemido e intentó incorporarse, pero Dhamon lo había seguido y le plantó un pie en el estómago. Shaon se adelantó rápidamente y acercó la punta de la espada a su cuello.

Feril se puso de pie y caminó lentamente hacia ellos, con el brazo apretado contra el pecho. La herida le dolía mucho y le sangraba, pero relegó el dolor al último rincón de su mente y se concentró en el chico. Calculó que tendría unos nueve o diez años. Tenía el pecho descubierto y sudoroso, y olía a muerte. Sus labios estaban agrietados y le sangraban donde Dhamon le había dado un puñetazo.

—Estoy bien —dijo la kalanesti. Echó un vistazo a las puertas de las otras casas esperando ver salir a alguien en defensa del muchacho.

Dhamon se apartó del chico y se plantó junto a Feril en dos zancadas. Detrás de él, Shaon mantuvo la espada apuntada al cuello del chico en actitud amenazadora.

—¿Por qué le disparaste? —preguntó Ampolla—. No te había hecho nada.

—¡Responde! —espetó Shaon—. ¡Dame una razón para que no te atraviese de parte a parte!

—¡Tiene que morir! ¡Iba a violar las tumbas! ¡Profanadores! —maldijo el chico.

—Vaya, así que tiene lengua —rezongó Dhamon, que envainó la espada y sacó una pequeña daga del cinturón con la que empezó a cortar la manga del brazo herido de Feril—. Al menos, no tiene buena puntería.

—¿Dónde están los demás? —Shaon mantenía la espada a escasos centímetros de la garganta del muchacho.

—No hay nadie más —respondió—. Todos están muertos, como lo estaréis vosotros muy pronto. ¡Los monstruos del cielo os llevarán, os matarán!

—¿Monstruos del cielo? —Ampolla levantó la cabeza para mirar a Shaon al tiempo que la mujer bárbara retrocedía un paso.

—¡Levántate! —ordenó Shaon—. Ampolla, registra esa casa.

La kender cruzó el umbral.

—Aquí dentro apesta. —Desapareció en las sombras y empezó a recorrer el interior.

—No me importa cómo huele. Toda la aldea apesta. ¿Hay dentro alguien más? —La mujer bárbara bajó la voz al dirigirse a Dhamon:— ¿Está Feril bien?

—Sí —respondió la kalanesti por sí misma—. Estoy bien. Sólo me dio en el brazo.

—No, no está bien —se mostró en desacuerdo Dhamon—. Está perdiendo mucha sangre, y la herida está sucia.

—Porque las flechas lo están —añadió Ampolla, que salía en ese momento de la choza con un gesto de dolor y sosteniendo un puñado de flechas entre sus dedos. Empujó de un puntapié una aljaba de cuero, de la que salieron más flechas y se desparramaron en el suelo—. Y también apestan —dijo mientras se las tendía a Shaon.

—Maldita sea —masculló Dhamon—. Están impregnadas de estiércol.

—¡Puag! —exclamó la kender, que dejó caer las flechas y miró al chico con el ceño fruncido—. Y hay mantas ahí dentro, cubriendo algo que apesta todavía más: cadáveres.

—¡Déjalos en paz! —chilló el muchacho.

—¿Son de tu gente? ¿Los mataron los monstruos del cielo? —preguntó Shaon, a lo que el chico contestó afirmativamente con un cabeceo.

»¿Por qué no acabaron contigo?

El muchacho agachó la cabeza y masculló algo. La mujer bárbara se acercó para oírlo mejor.

Entretanto, Dhamon condujo a Feril hacia su yegua.

—Esto ayudará —dijo el guerrero suavemente mientras cogía un odre de agua—. Pero quiero encender una lumbre y cauterizar la herida un poco para asegurarnos de que no se infecta y para detener la hemorragia. Te dolerá.

La kalanesti apretó lo labios.

—Ojalá Jaspe estuviera aquí —dijo, al recordar cómo el enano había curado las heridas de Dhamon mediante un conjuro.