—Uno de vosotros tendrá el honor de albergar a Kitiara —susurró el Dragón Azul. Salió del cubil, extendió las alas, y se dirigió hacia Foscaterra.
Tras él, y olvidado, el kapak se esforzó por ponerse de pie. Durante largos instantes observó fijamente a los dracs de escamas azules. Ellos le sostuvieron la mirada, pero no dijeron ni hicieron nada. Khellendros no les había dado ninguna orden, no les había dicho que podían hablar. Unos rayos diminutos crepitaban entre sus afiladas y negras garras, y sus ojos brillaban como ascuas ardientes.
El kapak pensó que eran hermosos. Lo enfureció y lo sorprendió el hecho de que una parte de su mente y algunas de sus escamas hubieran alimentado la magia que les había dado vida. Vida. La palabra remoloneó en su simple cerebro.
—Los auraks deberían saber esto —dijo, refiriéndose a sus hermanos draconianos que habían sido creados de los huevos corruptos de Dragones Dorados—. Tendrían que saberlo. Y también los sivaks. —El kapak sabía que los auraks y los sivaks eran los draconianos más listos y astutos de todos. Quizá podían usar esta magia para conseguir que su raza procreara, para que dejara de ser estéril. Quizá lo recompensaran por esta información.
El intrigante kapak salió del cubil de Khellendros andando a trompicones; la misión impuesta por él mismo prestó fuerza a sus pasos inseguros.
Los kilómetros pasaron veloces bajo las alas de Khellendros. Era de noche cuando llegó a Foscaterra, y la pálida luna que flotaba en el cielo despejado iluminaba el paisaje que era igual —y sin embargo distinto— que cuando lo había visto muchos meses atrás. El gran Dragón Azul planeó sobre las copas de los añosos árboles y descendió en picado hacia el suelo. Aterrizó cerca de un pequeño collado y miró fijamente el círculo de piedras que se alzaba allí. La niebla había desaparecido, y las vetustas piedras eran visibles para todos.
Khellendros estaba desconcertado, pero echó a andar hacia el círculo; sus pisadas sonaban como truenos apagados. Su cuerpo era demasiado grande para pasar entre las piedras, así que se impulsó con las patas y aterrizó en el centro del círculo. Enroscó la cola en torno a sus patas, como un gato.
Cerró los ojos y se concentró, imaginando el nebuloso reino de El Gríseo, pensando en Kitiara. Khellendros se vio a sí mismo flotando a través de la niebla, acercándose más y más a su antigua compañera, llamándola, contándole lo de sus dracs azules y su nuevo cuerpo. Pero cuando abrió los ojos todavía seguía dentro del círculo.
—¡No! —El grito del Dragón Azul se propagó por los campos de Foscaterra. Un ruido profundo subió por su garganta y formó un rayo que salió disparado de su boca y se perdió en el cielo, muy, muy arriba.
Khellendros cerró de nuevo los ojos y se volvió a concentrar. Repitió el conjuro en su mente una y otra vez, imaginándose a sí mismo pasando de Krynn a otras dimensiones. Pero tampoco ocurrió nada en esta ocasión.
Llevado por la cólera, sacudió la cola y derribó del golpe una de las piedras.
—¡La magia! —siseó—. ¡La magia no acude a mí! ¡El Portal no se abre!
Soltó otro rayo ardiente que alcanzó una piedra y la reventó en miles de fragmentos que rebotaron contra su dura piel sin ocasionarle daño alguno. Entonces invocó a las nubes, y un denso y negro manto cubrió rápidamente el cielo, del que se descargó una terrible tormenta muy acorde con su iracundo estado de ánimo. El viento se levantó y pronto empezó a aullar. La lluvia caía sobre la tierra con fuerza, los relámpagos rasgaban el cielo, y los truenos hacían temblar el entorno.
—Otro Portal —siseó sobre el aullido de la tormenta—. Volaré hasta otro Portal. —Sus piernas se tensaron, listas para impulsarlo hacia el cielo.
—Ningún otro Portal funcionará.
La voz sonó hueca, poco más que un susurro, pero dejó paralizado al gran dragón. Khellendros giró la enorme cabeza hacia uno y otro lado, buscando al que había hablado, osando inmiscuirse en sus asuntos.
—La magia ha desaparecido de este Portal y de todos los restantes.
—¿Quién eres? —bramó el dragón en una voz que se oyó por encima del retumbar de los truenos.
—Nadie de importancia —contestó la voz.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Sé que queda poca magia en Krynn.
—¡Muéstrate! —exigió Khellendros al tiempo que volvía a sacudir la cola y volcaba otras dos piedras.
—¡Cuidado! —advirtió el que hablaba, quien por fin se mostró.
Una de las vetustas piedras se apartó del círculo, emitió un brillo apagado, a continuación se encogió y, como arcilla trabajada por un experto alfarero, adquirió la forma de un ser pequeño, semejante a un humano. Medía poco más de treinta centímetros, era gris y estaba desnudo. No tenía orejas, sólo unos pequeños agujeros a los lados de la cabeza, y sus ojos eran grandes y negros, sin pupilas. Sus dedos eran delgados como juncos y puntiagudos, al igual que sus pequeños dientes.
El dragón se acercó, levantó una pata delantera, y la bajó con intención de aplastar al hombrecillo. Pero éste era rápido. Corrió veloz hacia un lado, se agarró a una de las piedras y chasqueó la lengua.
—Matándome no conseguirás que los Portales funcionen.
—¿Qué eres? —bramó Khellendros.
—Un huldre —contestó el hombrecillo.
—Un duende —siseó el Dragón Azul mientras estrechaba los ojos.
—¿Nos conoces?
Khellendros inclinó la cabeza hasta que tuvo la nariz a menos de un palmo del huldre.
—Una de las razas perdidas de Krynn —entonó el dragón con voz monótona—. Un polimorfista, un maestro de los elementos. ¿De la tierra? —El hombrecillo gris asintió con su calva cabeza—. Vives en El Gríseo.
—O dondequiera que me plazca. Que me placía —se apresuró a corregirse.
—Quiero acceder a El Gríseo —gruñó Khellendros.
—Igual que yo —dijo el huldre—. Lo prefiero a los otros reinos. Pero la magia ha desaparecido de este mundo. La batalla en el Abismo se ocupó de ello.
—¿El Abismo? —Los dorados ojos de Khellendros se abrieron de par en par. El kapak había mencionado una batalla en el Abismo, pero él no había prestado atención a sus balbuceantes palabras.
—¿No estuviste allí? —empezó el huldre—. Creía que todos los dragones estaban en el Abismo, convocados por Takhisis.
—Me encontraba... en otra parte. —Las palabras del Dragón Azul rebosaban una gélida amenaza—. ¿Qué ocurrió para provocar esa contienda?
—Alguien rompió la Gema Gris, la piedra que contenía la esencia de Caos, el Padre de Todo. Quedó libre, y estaba furioso por haber permanecido prisionero en ella durante tantos siglos. Amenazó con destruir Krynn como castigo a sus hijos, que lo habían encerrado en la gema. Así que sus hijos, los dioses menores, se unieron para luchar contra él. Los dragones ayudaron, al igual que muchos humanos, además de elfos, kenders y ese tipo de gente.
—¿Y Takhisis?
—Se ha marchado —respondió el hombrecillo.
—¿Cómo pudo abandonar a sus criaturas, sobre todo si estaban luchando en su nombre?
—Al final todos los dioses abandonaron a sus criaturas. Caos no fue realmente derrotado, aunque, de algún modo, su esencia volvió a ser capturada dentro de la Gema Gris. Los dioses menores juraron abandonar Krynn si Caos prometía no destruirlo. Cuando aceptó, se marcharon, llevándose consigo las tres lunas y la magia. Ahora sólo hay un satélite.
Khellendros alzó los ojos al cielo y contempló el gran orbe, tan distinto de las otras lunas.
—¿Toda la magia ha desaparecido?
El duende se encogió de hombros.
—La magia que alimentaba los Portales... ésa ha desaparecido. La que los hechiceros invocaban para ejecutar sus conjuros, también ha desaparecido. Queda algo de magia aquí y allí en el mundo, en armas antiguas y en chucherías, y en criaturas como tú y yo —continuó—. Pero eso es todo. Llaman a esta época la Era de los Mortales, pero yo la denomino la Era de la Desesperación.