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El guerrero le dio la vuelta y reparó en un par de ganchos iguales. Metió la mano en el bolsillo, donde había guardado el estandarte de seda cuando se cambió de ropa, y lo prendió en su sitio.

—Ahora sólo falta una parte —dijo—. Y Palin nos llevará hasta ella. —Miró a Feril, que le sonreía enorgullecida.

»Una de las Dragonlances originales —musitó el guerrero en tono reverente—. Siempre me he preguntado si no serían una simple leyenda.

Feril se echó a reír.

—Eran reales, tenlo por seguro. Imagino que todavía queda un par de ellas en alguna parte.

Dhamon asintió en silencio y, con sumo cuidado, volvió a guardar el mango de la lanza y el estandarte en la caja.

—Ignoro si incluso una lanza mágica podría matar algo tan grande como el Blanco que viste.

—Debes tener fe —repuso Feril—. La magia, si es lo bastante poderosa, puede hacer que el tamaño de algo sea irrelevante. Y, hablando de magia, creo que iré a ver qué hace Palin con el drac.

La elfa, con las mangas del vestido aleteando como mariposas, echó a andar hacia la escalera, aunque parecía que iba flotando. Cuando empezó a remontar los peldaños, Ampolla, que había permanecido tan inmóvil y callada que los dos habían olvidado su presencia, fue tras ella. La kender miró los altos escalones y puso el gesto ceñudo.

—Todo está construido a medida de los humanos —rezongó. Sabía que Feril llegaría arriba mucho antes que ella.

—Los campeones de Goldmoon más parecen chusma —comentó el Custodio, que estaba sentado a una larga mesa pulida, enfrente de Palin.

—Recuerdo historias que me contaba mi padre sobre tío Raistlin y él, Tas y todos los demás. Supongo que podrías haberlos descrito también como chusma, sobre todo después de salir de un combate.

El drac azul estaba en el centro de la mesa, dentro de una vasija de cristal en forma de campana, tapada con un grueso corcho. Observaba intensamente a los dos hombres. Entonces, completamente harto, fue de un lado a otro siseando y escupiendo rayos que rebotaron en los costados del recipiente y estallaron en un cegador despliegue de luz.

—Creo que Goldmoon hizo una sabia elección —continuó Palin—. Si vencieron a tres de estas criaturas, de estos nuevos draconianos, deben de ser formidables.

—O han tenido suerte. —El Custodio acercó el rostro al recipiente de cristal mientras echaba un poco hacia atrás la capucha, si bien sus rasgos siguieron ocultos bajo el embozo—. Realmente parece un draconiano, pero hay diferencias.

Palin se inclinó y miró fijamente al drac. El silencio se adueñó de la estancia. De repente, alargó la mano y aferró con fuerza la vasija.

—¡Son los ojos! ¡Fíjate!

El Custodio aflojó con suavidad los dedos de Palin para que soltara el recipiente y examinó detenidamente al drac.

—En efecto. No son del todo ojos de reptil —dijo, mostrándose de acuerdo.

—No me refiero sólo a las pupilas, grandes y redondas, ni al hecho de que tenga los ojos más hacia el centro de la cabeza en lugar de hacia los lados. Me refiero a lo que hay detrás de ellos, la expresión honda. Son sensibles, tristes, casi...

—Casi humanos —apostilló el Custodio. Miró a Palin y guardó silencio, expectante. Se había puesto pálido.

—¿Qué ocurre? —dijo Palin—. ¿Qué nos está pasando? ¿Es que nos estamos volviendo locos?

—Estamos muy cuerdos —repuso el Custodio—. Descubriremos qué hay detras de esto. —Puso la mano en el hombro de Palin—. El drac tiene la cola más fina que un draconiano, y puede volar. Hasta ahora, sólo los sivaks volaban. ¿Cabría la posibilidad de que esta criatura procediera de un huevo de Dragón Azul?

Palin asintió con la cabeza.

—Lo de los rayos coincide con el arma principal de un Azul —dijo—, pero fue Takhisis quien creó a los otros draconianos. Ausente ella, ¿quién habría creado a éste?

—Averigüémoslo.

Palin se levantó de la silla y fue hacia una hilera de escritorios y armarios bajos colocados contra la pared, a todo lo largo de la habitación. Empotrados en el muro y hechos con la misma madera que la mesa, contenían decenas de cajones de diferentes tamaños y distintos tiradores. Abrió uno de ellos y sacó varias hojas de pergamino, una pluma y un tintero.

—Anotaré las observaciones que hagamos —explicó mientras colocaba los utensilios de escritura sobre la mesa.

El Custodio salió de la estancia un momento, arrastrando suavemente la túnica tras de sí. Cuando volvió, traía una jofaina de cobre, llena de agua hasta el borde. La dejó sobre la mesa y tomó asiento. Descansó las dos manos a ambos lados del recipiente y se inclinó hacia adelante como si pensara beber en él. De sus labios salieron unas palabras. Su voz, queda y áspera, sonaba como hojas secas agitadas por el viento.

Palin observó al Custodio y comprendió que estaba realizando un conjuro de adivinación que les permitiría ver el nacimiento de la criatura, el proceso para crearla, y quién era el responsable. Sin quitar los ojos de la superficie del agua, Palin cogió la pluma y la primera hoja de pergamino.

Las palabras del Custodio se fueron haciendo más y más quedas, de manera que Palin apenas podía oírlas. El agua brillaba ligeramente, evocando los rayos de sol al acariciar la suave superficie de un lago. Apareció la imagen ondulada, etérea, de un joven de aspecto flaco y macilento, con una mata de cabello negro desgreñado. De anchos hombros, casi desnudo y curtido por el sol, tenía la apariencia de un bárbaro.

—Se me antoja que era oriundo de los Eriales del Septentrión —musitó el Custodio—. Fíjate en los dibujos del cinturón.

—Sí, y por los indicios, procedía de un lugar situado no muy lejos al norte de aquí.

—¿Dónde estás, hombre o drac? Muéstranos tu entorno, el lugar donde naciste —insistió el Custodio.

Unas ondas rizaron el agua alrededor de la imagen del hombre, y sus movimientos cambiantes recrearon un fondo rocoso.

—Está en una cueva —dijo Palin. Las sombras de unas imágenes se proyectaban contra la pared de la caverna; eran de personas de diferentes tamaños y formas, aunque los hechiceros no lograron distinguir sus fisonomías con suficiente precisión para calcular sus edades.

La imagen plasmada en la superficie del agua volvió a cambiar; los músculos del hombre se desdibujaron para, acto seguido, reaparecer otra vez, tornándose cobrizos y escamosos; y le crecieron alas en la espalda. Era un kapak —una especie draconiana bastante obtusa— que se encogió, acobardado, y lanzó miradas furtivas a uno y otro lado de la cueva.

—Esto es interesante. Quizá se hizo una fusión del kapak con el humano —especuló Palin—. Pero ¿cómo? ¿Y por qué iba a volverse azul?

De nuevo la imagen ondeó y cambió, de manera que la forma del kapak empezó a crecer hasta dar la impresión de ocupar toda la caverna en la que estaba. El agua se volvió completamente azul, y los dos hechiceros se inclinaron más sobre la jofaina.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Palin.

—Quizás es el cielo —respondió el Custodio, que se acercó más para localizar una nube o una figura pequeña en vuelo.

De repente, el agua se dividió por el centro, revelando un enorme y reluciente globo ocular. Un Dragón Azul acababa de abrir los ojos.

Los dos hechiceros se echaron hacia atrás rápidamente, apartándose de la jofaina, y se miraron el uno al otro.

—Skie —musitó Palin.

Los dos magos presenciaron cómo el ojo de reptil giraba de un lado a otro, al parecer examinando la estancia. Su funesta mirada se quedó prendida fijamente en ellos, y el ojo se estrechó. La imagen empezó a ondear, y el agua se volvió turbulenta, se enturbió, y se evaporó. La jofaina de cobre estaba vacía.

—¿Qué significa eso?

La pregunta la había hecho Shaon. La mujer bárbara se hallaba en el umbral, y su mirada fue de la jofaina al recipiente de cristal donde estaba metido el drac. Entró en la habitación e, inclinándose sobre la mesa, observó a la criatura fijamente. El drac le sostuvo la mirada.