El huldre se apresuró a desvanecerse en el suelo; una línea en la arena fue el único indicio de su encarnación.
—Sí, me ocuparé de ese...
Una titilación en el aire sacó al dragón de su ensueño de revancha. El punto rielante creció hasta formar un gran círculo que ocupó prácticamente toda la cámara, del suelo al techo, y después adquirió un chispeante color rojo que se concretó en el rostro casi transparente de un dragón; un dragón muy furioso, por cierto.
—Malys —masculló Khellendros, su cólera redoblada. La hembra Roja nunca había entrado en contacto con él aquí. Era una violación a su intimidad.
—¡Traidor! —despotricó la imagen—. Creaste una casta en secreto, una casta taimada y poderosa. —La aparición de Malystryx escupió y siseó, expulsando por los ollares unas llamas que se retorcían como serpientes—. Los llamas dracs azules. ¡Pero no me lo dijiste!
La imagen de la hembra Roja siguió echando pestes e increpando al Azul. Mientras tanto, la mente de Khellendros maquinaba a marchas forzadas. Unas palabras acudieron a sus labios, pero las contuvo, esperando que Malys hiciera una pausa en su diatriba. La aparición no podía causarle ningún daño, y no temía a la hembra Roja, pero respetaba su poder, y sabía que no podía permitirse el lujo de tenerla como enemiga. Ocuparse de una adversaria semejante lo apartaría de su verdadera labor.
—¡Exijo saber por qué lo mantuviste en secreto! —siseó la imagen de Malys.
—Ha sido una lástima que lo descubrieras tan pronto —ronroneó Khellendros—. Y lástima también que creyeras que tenías que espiarme. Has conseguido estropear la sorpresa tan cuidadosamente planeada. Pensaba que confiábamos el uno en el otro, Malys. Mi intención era ofrecerte a los dracs como regalo. He trabajado duro perfeccionando a las criaturas porque deseaba asegurarme de que serían un presente adecuado para la hembra de dragón más poderosa, la que, por supuesto, ocupa permanentemente mis pensamientos.
—¿Un regalo? —La imagen de Malys tremoló.
—Para la hembra de dragón que más respeto en este mundo —continuó el Azul, lisonjero. No mentía al decir esto último. Era cierto que admiraba a Malys por su fuerza, su ambición y su habilidad para manipular a los otros dragones y a los humanoides de su feudo—. Aunque todavía no estoy satisfecho con los dracs, compartiré mi secreto contigo ahora... si es eso lo que quieres, Malys. Todo cuanto tengo es tuyo, no cabe duda. Todo.
La imagen de la hembra Roja hizo una leve inclinación, aceptando los halagos del Azul. Khellendros sabía que el gusto por la adulación era un punto flaco de los Rojos, y Malys no era una excepción. Tormenta sobre Krynn procedió a explicar con detalle el horripilante proceso para crear un drac y los ingredientes requeridos: el draconiano, el humano y la esencia de dragón. La imagen de la Roja estaba ensimismada, su atención totalmente volcada en las palabras del Azul.
—¿Y hay que derramar una lágrima? —La voz de Malys rebosaba curiosidad—. No debe de ser cosa fácil para ti. Y para mí, sería imposible. —La imagen cobró profundidad, volviéndose de un fuerte color carmesí, y las fantasmagóricas llamas crecieron hasta disiparse en el techo de la caverna—. Yo utilizaré sangre para dar vida a mis dracs. La sangre es más poderosa que las lágrimas. Entre los dos crearemos ejércitos, y después, cuando llegue el momento y nuestras fuerzas sean numerosas, haremos partícipes de este secreto al resto de los señores supremos. Aunque ellos no tendrán nunca tantos dracs como nosotros. Ni tan poderosos.
—Como desees. —Khellendros inclinó la testa, y la imagen de la hembra Roja desapareció.
Maldiciendo, el Azul salió de su cubil al bendito sol. El hecho de que Malys conociera la existencia de sus dracs era una complicación imprevista. Sabía que habría acabado por descubrirlo, cuando él hubiera enviado a sus fuerzas a conquistar algún lugar o a reunir objetos mágicos. Finalmente decidió que era mejor que se hubiera enterado antes. Las azules fauces se curvaron en un remedo de sonrisa.
Khellendros todavía no deseaba llamar la atención en los Eriales del Septentrión; era preferible tener otros que hicieran el trabajo pesado. Que la atención de los humanos se enfocara en Malys, en Beryl y en Escarcha al sur y al oeste, pensó.
Se concentró en un único drac azul, el que estaba hambriento y furioso, el que estaba atrapado dentro de un recipiente mágico en una carraca verde. Lo habían puesto sobre un escritorio en un estrecho camarote bajo cubierta. La mujer de piel oscura y cabello muy corto lo estaba observando. Detrás de ella, una kender iba de un lado para otro mientras mascullaba algo que no alcanzó a entender. El maldito cristal ahogaba cualquier sonido.
Khellendros miró a través de los ojos de su creación y observó atentamente a las dos mujeres sin dejar de maquinar mientras tanto.
—Puedes huir ahora, ya no te necesito como espía —le dijo mentalmente a su vástago—. Sé dónde están, y que Palin Majere regresa al barco con sus seguidores.
El corazón del drac palpitó con más fuerza.
—¡Libre! —gritó con voz ronca al tener seca la garganta. Batió las alas y salió lanzado para arriba, hacia el tapón. Llevaba extendidas las garras, y las hincó en el blando corcho, pero se quedaron trabadas en él. El drac quedó colgado del tapón, demasiado débil por la falta de alimento y de agua para llegar más allá.
Khellendros cerró los ojos y desconectó sus sentidos de los del drac; lloró en silencio y brevemente por el vástago que ya daba por muerto.
Horas después, los wyverns regresaron; un Dragón Azul volaba detrás de ellos.
—¿Hacemos bien? —inquirió el wyvern más grande mientras se posaba grácilmente sobre el ardiente suelo del desierto.
El más pequeño lanzó una lluvia de arena sobre el rostro de Khellendros al aterrizar.
—¿Hacemos bien? —repitió como un eco—. ¿Acabamos? ¿Hacemos qué ahora? ¿Hacemos algo en sitio más fresco?
—¿Hacemos algo en sitio menos luz? —preguntó, casi suplicante, el de mayor tamaño, que se movía atrás y adelante sobre sus garras para evitar permanecer demasiado tiempo en un mismo punto de la odiada arena.
Khellendros gruñó y agitó la cola en dirección a la entrada del cubil. Los wyverns intercambiaron una mirada y después se metieron en la oscura caverna, felices de librarse del calor y el resplandor.
El Dragón Azul planeó sobre la arena y aterrizó a varios metros de Khellendros. Era la mitad de grande que Tormenta sobre Krynn, pero, aun así, resultaba impresionante, y sus largos cuernos se retorcían en una espiral poco frecuente. Inclinó la cabeza ante Khellendros.
—Ciclón —siseó Khellendros—, me alegra tu venida.
—Estoy a tus órdenes. —El Dragón Azul menor hizo un gesto cortés con la cabeza—. Como siempre, hasta mi último aliento.
Khellendros sabía que su lugarteniente no era tan servil como aparentaba, pero estaba seguro de la lealtad temporal de Ciclón. Tormenta sobre Krynn no había destruido a su inferior durante la Purga de Dragones, aunque le habría sido fácil hacerlo, e impidió que los otros señores supremos acabaran con él. A cambio, Ciclón le había jurado lealtad del mismo modo que lo habría hecho un caballero a su señor. Khellendros confiaba en él más de lo que tenía por costumbre confiar en nadie.
—Tengo un encargo para ti —empezó Tormenta sobre Krynn—. No te llevará mucho tiempo, y seguramente disfrutarás con ello. ¿Has oído hablar de Palin Majere?
Ciclón asintió, y una mueca maliciosa asomó a su azul semblante.
33
Un pequeño refrigerio
Desayunaron en la Posadería de Myrtal. Palin estaba sentado a la cabecera de la mesa, y Dhamon, Rig, Shaon, Feril, Groller, Ampolla y Jaspe ocupaban las otras sillas. La lustrosa caja de nogal con el mango de lanza descansaba al lado de Dhamon. Todos llevaban ropas limpias, y tenían un aspecto mucho más descansado y aseado que el que habían tenido desde hacía días.