»Te veré en el Yunque —le susurró al oído.
34
Escarmiento
Ciclón sobrevolaba muy bajo las arenas del desierto, permitiendo que el calor que subía del suelo impregnara el reverso de sus azules alas. Muy pronto dejaría tras de sí el calor y tendría que hacer frente al desagradable frescor de la campiña de Palanthas.
Pero no sería durante mucho tiempo, pensó el dragón, que en ese momento sobrepasaba el límite de los Eriales del Septentrión y ponía rumbo a la ciudad. Después de que hubiera llevado a cabo el encargo de Khellendros, podría regresar a la bendita calidez de su propio cubil.
La presa de Ciclón estaba en un barco anclado en el puerto, según las instrucciones de Tormenta sobre Krynn. Bueno, habría calles y edificios y todo tipo de cosas de camino al puerto; todo tipo de cosas susceptibles de ser destruidas. Al fin y al cabo, pensó Ciclón, Khellendros no había dicho que tuviera que ocuparse exclusivamente del barco ni que sólo Palin Majere tuviera que sufrir la cólera del Señor del Portal.
Una mueca burlona curvó la boca del dragón, de color zafiro. Ya que tenía que molestarse en cumplir un encargo, se aseguraría de tener un poco de diversión mientras lo hacía. Ciclón batió las alas más deprisa, y los kilómetros pasaron veloces bajo su imponente figura. Su mente trascendió para entrar en contacto con la brisa que le acariciaba las escamas. Obedéceme, exigió y, en respuesta, el viento se levantó.
Groller y Jaspe terminaron enseguida la compra de una docena de barriles de agua fresca y una buena provisión de carne y frutos secos. También adquirieron varias piezas de lona en previsión de que las velas necesitaran una reparación durante la travesía, así como media docena de rollos de cuerda.
Después de pagar les quedaban todavía bastantes monedas de acero, pero el semiogro dejó bien claro que quería guardar algunas en reserva, por si acaso necesitaban provisiones más adelante.
Dieron instrucciones de que todo fuera entregado a bordo del Yunque esa misma tarde, y después los dos amigos, acompañados por Furia, se dirigieron hacia los muelles.
—Está ventoso el día —dijo el enano. Tiró de la manga del ogro e hizo la seña de «viento».
Groller asintió, hizo la seña de «tormenta» y después juntó las manos.
—Se aproxima una tormenta —tradujo Jaspe—. Ojalá te equivoques. Preferiría que...
El aullido del viento apagó el resto de la frase del enano, y el cielo se encapotó.
El pelaje de Furia se puso erizado a lo largo del lomo, y el lobo soltó un quedo gruñido.
El viento agitaba el cabello de Dhamon y se lo echaba a la cara, de manera que el guerrero tuvo que girar la cabeza a uno y otro lado para evitar que se le metiera en los ojos. Se dirigía hacia una posada llamada Reposo Liviano, con la caja de nogal bajo un brazo y un paquete envuelto en papel debajo del otro. El papel crujía y chasqueaba al ser sacudido por las ráfagas de aire.
Palin lo estaba esperando a la puerta de la posada.
—¿La lanza está aquí? —Dhamon miró a través de la ventana. Era un establecimiento bastante lujoso, con el vestíbulo lleno de sillas demasiado mullidas.
—En el segundo piso —respondió el mago, sonriente—. Está en buenas manos, tenlo por seguro. Sígueme.
Condujo a Dhamon al interior del edificio, y subieron una amplia escalera alfombrada que trazaba una suave curva. Una lámpara de varios brazos, hecha de latón, colgaba del techo sobre el rellano. Las velas no estaban encendidas, pero había luz suficiente con la que entraba por la ventana situada al fondo del pasillo. Palin fue hacia la puerta más próxima, llamó una vez, y entró. Dhamon vaciló un momento antes de cruzar el umbral.
El cuarto estaba bien amueblado, con una cama grande de columnas, una cómoda de roble y varias sillas de aspecto cómodo. De pie en el centro de la habitación, Palin abrazaba a una mujer mayor. Cerca de ella, un anciano los miraba y sonreía. Dhamon observó a los tres con atención.
La mujer era menuda, y llevaba corto el blanco y rizoso cabello; sus brillantes ojos hacían juego con el vestido de un intenso color verde. Las arrugas que tenía no eran profundas, aunque parecían más pronunciadas alrededor de los ojos y de la boca cuando sonreía. Había algo en el aspecto del hombre que le resultaba familiar a Dhamon. Era corpulento, ancho de hombros, y con un prominente estómago. Su espeso cabello, de un color entre gris acerado y blanco, le llegaba a los hombros. Vestía un pantalón marrón claro y una túnica marfileña. Su mano, carnosa y encallecida, palmeó a Palin en la espalda.
—Hijo, cuánto me alegro de verte —dijo con voz tonante.
—Caramon Majere —musitó Dhamon—. Eres Caramon Majere, y tú... —Se volvió hacia la mujer mayor, que se había separado de Palin.
—Soy Tika. —Tenía una voz clara y suave, y sonrió cálidamente al tiempo que tendía la mano al guerrero—. Hace días que os esperamos a Palin y a ti. Ya empezábamos a preocuparnos.
—Tú empezabas a preocuparte —corrigió Caramon—. Sabía que Palin venía de camino. Imaginé que estaba ocupado.
Dhamon miraba a los dos de hito en hito. Los Héroes de la Lanza, combatientes de una guerra ya lejana; creía que estarían muertos. Caramon debía de rondar los noventa años, calculó, aunque parecía tener veinte menos. Saltaba a la vista que gozaba de buena salud, y no tenía la espalda encorvada. Tika también se conservaba bien. Quizá los dioses los habían bendecido décadas atrás, cuando todavía estaban en el mundo.
—¿Y la posada El Último Hogar? —preguntó Palin.
—En buenas manos —contestó Tika—. Pero tenemos que volver. El negocio disminuye siempre cuando estamos ausentes durante un tiempo. —Se volvió hacia su marido—. Caramon, ¿no crees que deberías sacar lo que este joven ha venido a recoger?
El anciano asintió y a continuación se dirigió hacia la cama. Se arrodilló, levantó la colcha, y sacó un bulto alargado, envuelto en lona.
—Un amigo mío llevó esto y le dio buen servicio. —Se levantó y puso el bulto sobre la cama casi reverentemente, en ángulo, debido al tamaño. Empezó a desatar las cuerdas.
»Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque ha pasado toda una vida —continuó—. Sturm Brightblade blandió esto. Era un amigo muy querido, un hombre fuerte y resuelto. Supongo que todos lo éramos, con la seguridad que da la juventud. De algún modo, nuestras armas y nuestro ingenio bastaron en la Guerra de la Lanza. Pero los dragones son más grandes hoy en día, y las cosas han cambiado.
Palin dio un suave codazo a Dhamon para que se acercara, y le cogió el paquete de ropas que llevaba sujeto bajo el brazo. Caramon siguió hablando mientras el guerrero dejaba la caja de nogal a los pies de la cama.
—Goldmoon se puso en contacto con nosotros hace muchas semanas —continuó Caramon—. Estuvo con nosotros durante aquellos años, combatió a nuestro lado y nos animó cuando parecía que todo estaba perdido. Creo que nos salvó la vida a todos en uno u otro momento. —Sus dedos forcejearon un instante con el último nudo antes de que éste cediera—. Nos dijo que habría nuevos campeones necesitados de antiguas armas. Bien, pues ésta es un arma muy antigua. —Retiró la lona y dejó a la vista una lanza plateada que brilló suavemente con la luz que entraba por la ventana abierta.
Sopló una ráfaga de aire que agitó violentamente las cortinas. Era un viento frío que silbó al pasar sobre la lanza.
Dhamon se inclinó sobre el arma. Estaba tan pulida y cuidada que parecía recién forjada. Tenía unos minúsculos grabados en la parte más ancha: imágenes de dragones volando en círculo. Las sombras proyectadas por las cortinas ondeantes daban la impresión de que los dragones estuvieran moviéndose. El guerrero tocó el metal y se sorprendió por su cálido tacto. Sintió un hormigueo en las puntas de los dedos.