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—¡Sí, en el pasado! —gritó Dhamon para hacerse oír sobre la tormenta—. ¡Esa clase de vida acabó para mí!

El dragón cerró los ojos y sacudió la cabeza tristemente.

—Entonces, tú también has acabado para mí.

Ciclón batió las alas violentamente, intentando arrojar a Dhamon al vacío, pero el guerrero siguió agarrado al sujetar la mano izquierda en una de las escamas. El cortante borde le hendió la palma, y Dhamon sintió correr la sangre por la muñeca, pero no se soltó.

—¿Por qué no te quedaste en la ciudad? Te habría dejado vivir por los viejos tiempos, por los ratos de gloria compartida —gritó el dragón.

—¡Mataste a una amiga mía! ¡Destruiste la nueva vida que me estaba construyendo!

El reptil volvió a soltar un rayo a lo largo del lomo, y esta vez no fué un simple aviso.

Dhamon se encogió cuando el dolor de la descarga le recorrió el cuerpo como un fuego abrasador que lo dejó entumecido. Notó que sus músculos se aflojaban, y sus piernas y sus dedos se soltaron.

—¡No! —gritó mientras manoteaba frenéticamente buscando otro agarre, pero sus manos sólo encontraron escamas resbaladizas. Se estaba deslizando hacia el vacío. Por fin, enganchó con la parte interior del codo una escama puntiaguda de la cresta del lomo del dragón.

Empezó a trepar otra vez, a pulso. Ciclón giró en el aire y se puso boca abajo; estuvo a punto de tirar al guerrero, pero el antiguo caballero era tenaz. Hizo caso omiso del dolor y continuó trepando. El reptil dio media vuelta, se puso derecho otra vez, y se remontó más en el cielo. Para entonces, Dhamon casi había llegado al cuello de Ciclón. Ciñó las piernas en torno a una escama picuda y se agarró a otra con la mano izquierda al tiempo que desenvainaba la espada con la derecha y enarbolaba el arma. La descargó en la nuca del dragón. La hoja se hundió profundamente, y Dhamon agarró la empuñadura con las dos manos para sujetarse.

Ciclón bramó y el cielo retumbó. La lluvia azotaba de costado, impulsada por el ventarrón, azuzada por el retumbo de los truenos. El dragón plegó las alas contra los costados, se zambulló e hizo un picado sobre una elevación. Dhamon se agarró desesperadamente cuando sus piernas perdieron el agarre y quedaron flotando tras él.

Feril alcanzó la cima de una estribación. Tuvo que bregar para mantenerse en pie contra el rugiente viento y la lluvia. Gritó al darse cuenta de que era sangre lo que salpicaba su túnica. Aterrada, vio cómo el dragón herido pasaba sobre ella y se zambullía hacia un lago rodeado por colinas. Entonces, de repente, el reptil hizo una brusca maniobra y rozó el agua con la garras al iniciar un viraje hacia arriba. Ascendió más y más.

La kalanesti vio la pequeña figura de un hombre colgado del reptil, y escuchó el estampido del trueno resonando en el aire.

—Hubo un tiempo en que no tuve mejor amigo que tú —dijo Dhamon.

—¡Pero me abandonaste! —siseó el dragón, sus palabras casi ahogadas por el aullante viento.

—Abandoné esa vida de maldad.

—¡Y cuando dejaste la orden de los Caballeros de Takhisis, yo también dimití! ¡No soportaba tener otro compañero! —gritó el reptil—. ¡Ahora sirvo a otro señor mejor, a Tormenta sobre Krynn!

Ciclón hizo medio giro, y Dhamon se aferró a la empuñadura de la espada y pateó intentando encontrar algo a lo que agarrarse con las piernas. Por fin el dragón dio media vuelta y se puso derecho, y Dhamon consiguió ceñir las piernas en torno a un saliente de la escamosa cresta, en la base del cuello de Ciclón. Sacó la espada de un tirón.

—¿Tu señor has dicho? —inquirió el guerrero con desprecio.

—El Señor del Portal. Tormenta sobre Krynn. ¡Khellendros! —gritó Ciclón. El dragón lanzó un rayo hacia las nubes, y en respuesta, se descargaron muchos otros sobre la tierra. Lejos, allá abajo, el suelo se sacudió.

»¡Khellendros es el Dragón Azul más grande que jamás ha pisado Krynn! ¡No hay ninguno mayor ni más poderoso! ¡Juntos, mi señor y yo, podríamos destruir Palanthas!

Dhaimon apretó los dientes y arremetió de nuevo con la espada. La hoja se hundió hasta la mitad, y el dragón soltó un bramido.

Abajo, en el suelo, Palin y Rig habían llegado junto a Feril y escudriñaban el cielo a través del aguacero. El marinero levantó la lanza y se mantuvo vigilante, esperando su oportunidad.

—El dragón está gravemente herido —dijo Palin—. Dispongo de conjuros que podrían alcanzarlo, aunque ignoro si sería suficiente para acabar con él. Y, aunque así fuera, se desplomaría sobre las rocas. Dhamon no tendría la menor posibilidad de sobrevivir a la caída.

Sobre ellos, a gran altura, el guerrero volvió a hincar la espada.

—¡No servirás a ningún señor del Mal! —gritó—. ¡No volverás a matar a nadie!

Ciclón se sacudió y aleteó frenéticamente, intentando quitarse de encima a Dhamon. Levantó la cola y descargó un violento trallazo.

El golpe alcanzó al jinete, y Dhamon aulló de dolor. Sin embargo, no se soltó. Se las ingenió para sacar la espada una vez más de un tirón; un chorro de sangre lo salpicó en la cara. El guerrero sacudió la cabeza y parpadeó para aclararse la vista; a continuación propinó una estocada haciendo un amplio arco, y sintió que la hoja traspasaba la inmensa y correosa ala de Ciclón.

El dragón volvió a chillar y a soltar un rayo, pero la descarga se perdió, inofensiva, y cayó sobre una lejana colina. El arma de Dhamon centelleó y abrió otro tajo en el ala, aprovechando el momento de debilidad de Ciclón.

Entonces el guerrero sintió que caían. El dragón se precipitaba hacia el suelo en una espiral, perdido el control completamente. Dhamon tuvo la impresión de que el lago salía a su encuentro a una velocidad vertiginosa. Cerró los ojos y, por un instante, pensó en Ciclón, en los ratos que habían compartido, en los hombres que habían matado. Notó que la espada resbalaba de entre sus dedos, y después se hundió en la negrura de la inconsciencia.

—¡No! —gritó Feril al ver que el dragón se estrellaba en el lago. El impacto levantó una gran columna de agua. La elfa bajó la colina a todo correr, rozando apenas las rocas resbaladizas y el barro. Rig y Palin fueron tras ella, resbalando y tropezando.

Llovía más débilmente cuando llegaron a la orilla, y el viento empezaba a encalmar. Las nubes se retiraban, dejando entrever el cielo azul que se reflejaba en la agitada superficie del lago, aunque el agua también empezaba a calmarse.

Feril se paró en la orilla, con las olas lamiéndole los pies. Luego avanzó unos pasos, hasta que el agua le llegó debajo de las rodillas, y extendió sus poderes sensoriales al lago, tratando de encontrar a Dhamon, al dragón, cualquier signo de vida.

Palin se acercó por detrás, hincó una rodilla en el suelo, y tocó con los dedos el borde del agua. Musitó las palabras de un hechizo sencillo, y las ondas se apartaron de él.

—Dhamon —musitó el mago—. Encontrad a Dhamon.

Pero el conjuro no halló rastro de vida del antiguo caballero. Las ondas se disiparon.

Rig puso la mano sobre el hombro de Feril, tan preocupado por el guerrero como Palin y la elfa.

En el centro del lago se formó una burbuja, seguida de otra y de otra más; en el corazón de Feril alentó una débil esperanza, pero entonces las burbujas pararon, como también la lluvia. El viento dejó de soplar. Y la esperanza murió.

Palin se puso de pie y tiró de ella hacia la orilla. La elfa enterró la cara en el hombro del mago, que la estrechó contra sí, ofreciéndole consuelo.

—Mató al dragón —fue cuanto dijo Palin.

—Ese dragón tenía que ser el Azul de los Eriales del Septentrión —añadió rápidamente Rig—. El que creó a los dracs y controlaba a los ogros. Si hubiera vivido, habría destruido Palanthas... y mucho más. Dhamon venció.

—A costa de su vida —sollozó Feril.

«Y a costa de la de Shaon», agregó el marinero para sus adentros. Se cargó la lanza al hombro. Supuso que el arma era suya ahora para utilizarla contra otro dragón, quizás el Blanco del Ergoth del Sur. Sin embargo, se sentía entumecido, inútil, y era incapaz de moverse del sitio.