—Cae —instó—. Derrúmbate, por favor.
En alguna parte, a su espalda, oyó un fuerte murmullo entre el grupo de palanthianos que había rehusado cobijarse.
—¿Qué está haciendo? —gritó una mujer.
—¡Es magia! —aulló un hombre.
—¡Pero si la magia ha muerto! —argüyó otro.
—¡Debe de ser el bastón! —replicó el primero.
—¡Huid! —les gritó el hechicero, que golpeó el suelo con la punta del cayado repetidas veces—. ¡Cae! —ordenó—. ¡Derrúmbate!
Como respondiéndole, los adoquines de la calle se sacudieron bajo sus pies, y la torre tembló y crujió.
Detrás del mago se alzó un griterío. El Túnica Negra escuchó el ruido apagado de pisadas que retrocedían. Los espectadores ya no tenían coraje suficiente para seguir observando los acontecimientos. Después no oyó nada salvo el gemido de la torre al empezar a desmoronarse. Alzó los ojos y vio aparecer unas grietas en el aire por encima del edificio; su barrera invisible se estaba resquebrajando como un huevo. Los cristales de las ventanas saltaron hechos añicos por el aire y acribillaron la calle.
Una grieta, fina como el hilo de una telaraña, apareció en los adoquines entre los pies del hechicero. Se extendió, dirigiéndose hacia el Robledal de Shoikan, a través de la cancela abierta. La grieta empezó a ensancharse. El suelo vibró, y el mago contempló a través del velo de las lágrimas cómo las piedras del muro que rodeaba la arboleda caían en la fisura, que seguía agrandándose. Los árboles del robledal se sacudían y se levantaban antes de precipitarse en la hendidura, en tanto que la hierba resbalaba hacia la grieta como si fuera agua, arrastrando consigo las flores y plantas medicinales que el hechicero había cuidado con tanto esmero en el pasado.
Estallidos y siseos se unieron al estruendo, evidenciando que el terremoto estaba destruyendo las defensas y protecciones mágicas de la torre.
El mago se llevó la mano a un costado y gritó. El sonido fue repetido como un eco por la torre, que en ese momento se desplomaba sobre sí misma. Los rojizos minaretes fueron los primeros en caer hacia adentro, tragados totalmente mientras los cascotes de negro mármol se fundían con la tierra.
En alguna parte, a la espalda del hechicero, se rompieron cristales y se oyó el chillido de un niño. Una marquesina ondeó y se soltó de la fachada del edificio; pasó volando sobre el mago y desapareció en medio de la negra e informe masa fundida.
El Túnica Negra intentó mantenerse en pie, pero las sacudidas del suelo lo tiraron hacia atrás y lo derribaron. Al mirar a lo alto, al cielo cubierto por una densa nube de polvo, divisó una forma que apenas alcanzó a distinguir.
¿Una gran ave? No. El dragón.
El hechicero rodó sobre sí mismo; hincó los esbeltos dedos en las grietas abiertas entre los adoquines y se arrastró sobre el suelo, alejándose de la fuerza centrípeta creada por la demolida torre.
Entonces, una tremenda explosión sacudió Palanthas, señalando el fin de la Torre de la Alta Hechicería. Las reverberaciones siguieron dañando las fachadas de los edificios, derribando balcones, chimeneas y tejas.
El Túnica Negra llegó al costado de una casa y se volvió a tiempo de ver cerrarse la gran grieta, enterrando los restos del robledal. Sus ojos siguieron la línea de la fisura conforme se cerraba, desplazándose veloz hacia la zona donde se había alzado la torre. Pero su mirada sólo encontró un espacio redondo de materia negra y vidriosa, semejante a obsidiana. Eso era todo cuando quedaba de la Torre de la Alta Hechicería.
Un acceso de tos sacudió su cuerpo mientras intentaba recobrar la estabilidad. Por un instante se preguntó si la destrucción que había desatado no habría sido peor que la que hubiera ocasionado el dragón. Pero sabía que no. Nadie había muerto, de eso no cabía duda. Y la magia de la torre no sólo se encontraba fuera del alcance del reptil ahora, sino que los tomos arcanos de la Gran Biblioteca también habían desaparecido. En el mismo instante en que la torre se había destruido, los libros se habían esfumado.
Contempló el liso y brillante espacio negro y pensó en todo lo que guardaba: los restos de la torre, los retratos de los antiguos hechiceros que en un tiempo estudiaron allí y caminaron junto a él.
—Adiós —musitó el mago mientras se acurrucaba contra la fría pared de piedra del edificio.
En lo alto, en el cielo sobre Palanthas, Khellendros hervía de rabia. La torre había sido destruida y sus restos enterrados. El camino al Abismo estaba perdido.
—¡Kitiara! —gritó.
Un relámpago zizagueó en el firmamento y se descargó sobre los adoquines de la ciudad, haciendo añicos una acera delante de una posada donde se apiñaba una multitud. Nubes negras se agolparon de manera que cubrieron el sol poniente, y estalló una feroz tormenta. Los asustados ciudadanos atrancaron puertas y ventanas cuando empezó a llover. Al principio fue una lluvia suave, pero enseguida aumentó su fuerza hasta acribillar la ciudad. Arrastró la tierra y el polvo acumulados por el terremoto mágico, y se mezcló con las lágrimas de un hechicero.
6
La llegada de Malystryx
El guerrero estaba en una cumbre desde la que se divisaba Palanthas, y observó a Khellendros alejándose de la ciudad. Estaba empapado por la tormenta del dragón.
—Creía que era él. Lástima.
El guerrero tenía un vago parecido con un hombre, pero carecía de rasgos y era negro como la noche, como si hubiera sido extraído de un trozo de pizarra húmeda o de obsidiana. Sus ojos, rojos y relucientes, siguieron la figura progresivamente lejana del dragón hasta que sólo fue un punto en el horizonte. Entonces bajó la vista y contempló a través de la cortina de agua el negro charco que hasta entonces había sido la Torre de la Alta Hechicería.
—El Azul fue demasiado blando —gruñó—. Al no conseguir lo que quería, tendría que haber destruido la ciudad. Tenía el poder y el derecho de tomar venganza.
El guerrero apretó los negros puños, que por un instante brillaron anaranjados, como ascuas ardientes.
—No había nadie en Palanthas capaz de desafiarlo. Sólo el hechicero, que había gastado toda su energía en destruir la torre. Todos ellos son un puñado de estúpidos, patéticos necios.
Una gran multitud deambulaba por las calles, principalmente humanos, aunque el guerrero pudo distinguir unos cuantos elfos y varios kenders entre ellos. En su mayoría eran plebeyos, vestidos con túnicas sencillas y polainas marrones o grises. Sus ropas estaban deslucidas, y su propio aspecto era macilento.
La curiosidad dio a unos cuantos el coraje necesario para arrostrar el posible peligro, y lentamente se acercaron al área donde se había levantado la Torre de la Alta Hechicería hasta hacía unos minutos. Por fin, un par de anhelantes kenders se adelantaron corriendo, y cuando los dos estuvieron lo bastante cerca para mirar la superficie de dura obsidiana, vieron la imagen de la torre atrapada dentro. Nada se movía, pero sus conciudadanos se mantuvieron apartados un momento más, esperando a ver qué ocurría.
Cuando se hizo patente que no iba a pasar nada más, el guerrero se puso a observar a otro par de curiosos kenders dedicados a registrar el área antes ocupada por el Robledal de Shoikan. El guerrero imaginó que las demás personas reunidas allí habían oído las historias que corrían sobre las criaturas que acechaban en los alrededores de la torre, y habían decidido mantenerse a una distancia prudencial. Los kenders no se acobardaban con tanta facilidad.
Tras echar una ojeada a su espalda, el guerrero volvió a fijar su atención en los kenders que habían entrado en la diezmada arboleda. No los vio, aunque sí reparó en los dos hilillos de humo anaranjado que ascendían sinuosos en el aire desde el punto donde los kenders estaban antes.
—Necios —volvió a susurrar—. No saben con lo que juegan.
A medida que el número de ciudadanos reunidos aumentaba más y más, también lo hacía el nivel del ruido. El guerrero sólo alcanzó a oír retazos de las conversaciones.