– ¿Me buscaba? -le espetó desafiante, pero procurando mantener una distancia de seguridad con evidente recelo, las manos algo separadas del cuerpo, todos los músculos en tensión.
– Eres Ismaíl Radjik, ¿verdad?-Ismaíl lo miró de arriba abajo antes de asentir.
Era un individuo de unos cincuenta años, más bien corpulento, con la espalda ligeramente abombada y los característicos hombros montañosos que suelen desarrollar los trabajadores de carga. Llevaba puesto un abrigo oscuro con grandes bolsillos y unas botas de agua, que sonaban como el canto de un grillo sobre el asfalto. No parecía un policía de la secreta, ni tampoco un funcionario de ningún ministerio. Pero había en él algo desagradable, quizá por efecto de la mirada, desprovista casi de pestañas, o acaso por el olor penetrante y cavernario que despedía. Sacó una punta de puro de uno de los bolsillos, la alisó un poco con los dedos y se la puso en los labios.
– Tengo una información que puede interesarte -dijo con la colilla ensalivada colgándole de la boca.
– Primero dígame quién es usted -exigió Ismaíl.
El tipo pareció meditar mientras daba una profunda calada al resto del puro, afectando esa clase de superioridad amenazadora de los que viven de excitar y sacar beneficio de la curiosidad ajena.
– Trabajo en el servicio de mantenimiento del cementerio de Sharré -respondió por fin, apartando con los dedos unas briznas de picadura que se le habían quedado adheridas al labio inferior.
Uno siempre acaba sabiendo, aunque no quiera. Aunque transcurran años y hasta décadas. Hay palabras como piedras calientes que van pesando más y más, hasta que ocupan por completo la cabeza y uno ya no puede dejar de oírlas a cada instante, aunque su significado le haya sido revelado del modo más imprevisto. Lo que Ismaíl supo por boca de aquel individuo fue algo que le causó una profunda extrañeza en el primer momento, y después una desolación íntima y definitiva. Abandonaron la calle juntos y caminaron por una zona que Ismaíl no conocía, con postes de tendido eléctrico y edificios sombríos, de ventanas pequeñas y horizontales, todos idénticos, como naves industriales, hasta llegar a una especie de plaza flanqueada por terraplenes en la apartada periferia del suroeste de la capital. Allí entraron en una taberna en la que había una gran cuba que llegaba hasta las vigas del techo y donde no había mesas, sino que los clientes bebían rakí acodados directamente en los toneles.
Bajo la luz de una bombilla mortecina, Ismaíl observó que a su interlocutor le faltaban algunos dientes, el aliento que desprendía su boca emanaba un tufo azufrado y acre. El hombre mencionó varias veces una especie de sociedad o grupo clandestino al que se refería como «La Organización». Empleaba un tono tan bajo que Ismaíl se perdía algunas palabras, y no llegó a entender si él mismo había presenciado los hechos o lo había oído contar a algún otro trabajador del cementerio, pero en cualquier caso lo explicaba como si hubiera estado allí y lo hubiera visto todo con sus propios ojos, aunque había sucedido de noche, en secreto y en la soledad que se cierne sobre las lápidas, como también de noche se había producido la muerte de Ella. Parecía que sus huesos hubieran estado destinados desde siempre a ser devorados por las tinieblas, más allá incluso de la sepultura que corresponde a todo mortal, y así se encontraría ahora, dondequiera que estuviese, doblemente muerta. Apenas la luz de una linterna había iluminado la zanja durante los minutos que duró la exhumación, distinguiéndola e individualizándola entre las inmensas parcelas repletas de hileras con nichos uniformes, según contaba aquel individuo. «¿Era extranjera verdad? -había dicho de un modo retórico, sin esperar confirmación y añadió-: Carne de desgracia.» Después se cruzó la boca con el dedo pulgar, como si quisiera suprimir la frase o acaso sellarla. El gesto le pareció a Ismaíl especialmente obsceno.
Ismaíl no tenía ni idea de quién o quiénes habían podido sacar de allí el cadáver de su madre, ni con qué intención, ni adónde se lo habrían llevado después. Nunca había oído hablar de la lúgubre Organización a la que se había referido aquel individuo. Desde que abandonó la taberna y se despidió de su extraño confidente empezó a sentir una presión angustiosa en la boca del estómago que amenazaba con hacerlo vomitar de un momento a otro. No eran infrecuentes en aquellos tiempos las exhumaciones de cadáveres llevadas a cabo por las manos invisibles del Estado contra los enemigos políticos, pero ¿qué enemigos podía tener Ella que nunca se había metido en los asuntos de su esposo, ni siquiera durante los meses en que éste desempeñó las funciones de jefe de Seguridad del Estado, si además por aquel entonces ya habían empezado los primeros síntomas de su enfermedad?
Aquella noche Ismaíl tardó en dormirse, y cuando por fin le llegó el sueño, vino enturbiado de hombres encapuchados entre sepulcros abiertos y criptas por las que él avanzaba desorientado, tratando de encontrar una salida al aire libre sin conseguirlo. Dentro del sueño oyó un golpe seco que tal vez fuera el sonido de una rama al batir contra la ventana de su cuarto, el ruido volvió a repetirse en la dudosa realidad del duermevela, y entonces le pareció que ya estaba despierto, porque abrió los ojos. Creyó ver a una mujer aún joven junto al quicio de la puerta, la mano izquierda apoyada en el pomo dorado; en la derecha sostenía algo blanco que podía ser un papel o una taza pequeña quizá, la imagen estaba muy desenfocada. La vio tambalearse, balbucear unas palabras incomprensibles y salir hacia el pasillo dando un traspiés. Después vino el golpe seco contra el suelo y al momento la vio allí, tendida boca arriba, sobre los cuarterones oscuros de la madera, con el cabello desordenado sobre una parte del rostro y un hilo muy fino de sangre que le salía de la nariz. Estaba inerte, vestida sólo con un camisón blanco que no llegaba a cubrirle los muslos del todo, y un chal azul de gasa que seguramente llevaba sobre los hombros en el momento en que se sintió indispuesta y que, por efecto de la caída, quedó arrugado sobre la madera como una serpentina. Pero había alguien más en aquella penumbra, una mujer mayor vestida de negro. Esta figura enlutada llegó hasta el pasillo con una palmatoria en la mano y se arrodilló al lado de la enferma, visiblemente alarmada. Parecía que estuviera hablándole, o tal vez rezando, un bisbiseo conspirativo, una frase repetida una y otra vez, mientras la sacudía por los hombros para que volviese en sí y le palmeaba nerviosamente las mejillas sin que ella reaccionase de ningún modo, ausente y quieta. No tenía los o os cerrados, sino abiertos y castaños, muy separados, como los de las ciervas, pero estaban velados, sin foco, ni rastro alguno de mirada. A pesar de ello, Ismaíl reconoció sin ninguna duda los ojos de su madre y sólo entonces se dio cuenta de que todavía se hallaba dentro del sueño.
¿De qué parte de su cerebro vendrían esas escenas de nitidez obsesiva? ¿Era su imaginación o su memoria la que las traía hasta su mente en una vaharada confusa de conversaciones escuchadas hacía muchísimo tiempo? El tiempo remoto al que pertenecían los primeros sonidos: el peculiar chirrido de unas ruedas sobre la gravilla del jardín o los aldabonazos de hierro en la puerta trasera de la mansión. El doctor Gjorg acostumbraba a entrar en la casa con total familiaridad por la puerta de servicio que daba paso directamente a la cocina.