Выбрать главу

Debió de pasarlo mal allí. Dicen que en aquellas aldeas la gente vive mezclada con los animales salvajes, cabras montesas y chacales. Yo no creo que hubiera ido allí por gusto.

Fue entonces cuando Ismaíl se dio cuenta de que Hanna no estaba hablando de ningún ser imaginario, sino del doctor Gjorg, y sintió la presión de un clavo en la boca del estómago.

– ¿Quieres decir que fue deportado? -preguntó.

– No. Bueno, yo no sé… Se han visto tantas cosas. Pero no, no creo. En aquella época aún no habían empezado los desplazamientos. Me refiero a otra cosa más personal, quizá necesitaba demostrar algo. La soledad es muy mala… Pero no me hagas caso, hijo. Además, qué importa todo eso ahora. Son cosas pasadas hace mucho tiempo que sólo recuerdan los viejos como yo -dijo tratando de levantarse de la silla con dificultad.

– Espera, Hanna -le pidió Ismaíl con la voz repentinamente grave, deteniéndola, poniendo su mano en el antebrazo de ella-. Espera, por favor. He venido a verte precisamente para que me hables de cosas pasadas hace mucho tiempo. Cosas que sólo tú puedes contarme si quisieras hacerlo. -Y añadió con un tono más apremiante y a la vez cargado de desvalimiento-: Tienes que decírmelo, Hanna. Tienes que decirme cómo murió Ella.

– Yo no sé nada, mi niño -dijo la anciana con voz trémula-. ¿Qué podría decirte? Desde que ocurrió aquello he intentado olvidar. Siempre que pienso en Ella me gusta recordarla como era al principio, tan llena de vida… Entonces no se imaginaba nada de lo que podía ocurrir. -La mirada de Hanna se volvió algo ensoñada, vaga, como si se deleitara en la rememoración-. Nadie imagina nada cuando es joven. Las desgracias, los problemas, todo parece tan lejano que sólo le puede suceder a otros, la vida entera parece un regalo, y Ella era tan joven que nunca concibió lo que iba a pasar, le sobraba entusiasmo e impaciencia, y además, aunque vino a este país siendo casi una niña, nunca llegó a entender lo que significan aquí las cosas, no podía preverlo. El entendimiento llega siempre demasiado tarde… -Hanna dejó la voz en suspenso, posiblemente para ahorrarle detalles a Ismaíl, pero quizá se dio cuenta también durante esa pausa de que el muchacho, después de haber llegado hasta allí, no iba a conformarse con medias verdades, y añadió-: Cuando Ella murió, ya llevaba meses muerta.

Hanna se paró en seco, con la vista baja, perdida en las vetas de la madera de la mesa como si fuesen un jeroglífico que estuviese tratando de descifrar. Su respiración era lo único que se oía, una respiración dificultosa y cansada.

– ¿Qué quieres decir? -balbuceó Ismaíl cuando no pudo aguantar más aquella pausa que lo mantenía en vilo.

– Ya estaba muerta -continuó Hanna con un hilo de voz tan fino que Ismaíl tuvo que acercar mássu silla para poder oírla-. No tenía sentido que continuara viviendo después de aquello que decían, después de verse a sí misma de tal modo convertida en otra y toda su vida deshecha, aterrada como estaba, y vosotros, que erais aún tan pequeños… Apenas dormía, tenía que tomar somníferos, y ni siquiera así. Se despertaba sobresaltada. Pero aquella noche no los tomó, las dos pastillas estaban intactas sobre la mesita de noche, junto a la taza con manzanilla. Tampoco podía comer. Lloraba a escondidas, tenía el espanto pintado en la cara. Yo no sé qué le dijeron, ni con qué la amenazaron, pero escomo si ya estuviera muerta, ausente, como si ya se hubiera quitado de en medio. Ésa era la expresión que se utilizaba entonces. Bastaba con que se pronunciasen esas palabras y ya habías dejado de ser lo que eras. Con eso era suficiente. Y como las palabras estaban cargadas, bastaba con que se dijeran. «Quitarse de en medio.» Ya estaba muerta.

– Pero ¿por qué? -preguntó Ismail.

– Por qué, por qué, por qué, ¿quién sabe por qué?… Todo puede torcerse en un momento, el detalle más insignificante se va hinchando y después ya nadie lo puede parar. Los de arriba, que son los que saben, no dicen nada, claro. Es a los de abajo a los que hay que preguntar, a los chóferes, a los escoltas. Se decían tantas cosas. Una tarde oímos una explosión en la carretera de Elbasan que estremeció los cristales de todas las ventanas. Salimos corriendo a ver qué había ocurrido y en seguida vimos los coches del servicio de Seguridad y una ambulancia. Dijeron que había sido un albañil al que le había estallado un barreno, pero uno de los enfermeros contó que no era uno, sino dos, y que habían tenido una «mala muerte», que era otra expresión que se utilizaba para no hablar directamente. «Mala muerte», «caer en desgracia», «quitarse de en medio», ésas eran las palabras que se decían. En aquellos días muchos aparecían así en los muladares, con la cabeza descolgada, o con un tiro en la nuca y los ojos abiertos, que era lo peor… como si la mirada se les hubiera quedado desorbitada en lo último que habían visto, ¡Dios sabe qué espanto! Para cerrarles los ojos, los familiares les colocaban monedas sobre los párpados, y a veces ni siquiera así lo conseguían, y tenían que tapárselos con un pañuelo para borrarles de la cara aquel pavor. Tu madre no sólo tenía miedo por ella, estaba muy angustiada. jamás he visto a nadie tan angustiado.

– Pero ¿por qué?, ¿qué podía temer Ella?

Hanna calló durante demasiados segundos para que la pausa fuera natural, y continuó como si nohubiera oído esas preguntas.

– Se habló mucho después y se dijeron muchas cosas, también los periódicos dieron la noticia por el cargo que ocupaba tu padre. Pero pocos debieron de saber lo que realmente pasó. Ni yo misma, que la tuve entre mis brazos, lo sé a ciencia cierta.

– ¿Y mi padre no hizo nada para aclararlo? Él estaba en el Departamento de Estado.

– Ay, hijo, tú no sabes las veces que he pensado también en él. El sufrimiento, a los hombres, les quema la sangre por dentro, les deshace los nervios, los vuelve locos. Se encerraba en la biblioteca a beber. A veces lo oía dar golpes contra las paredes y los muebles como si no estuviera en sus cabales. Aún recuerdo el sonido de sus pasos en la galería, de un extremo a otro, sin parar, una vez y otra vez, día tras día… Parecían los pasos de un condenado. Noquería hablar con nadie, ni ver a nadie, ni siquiera a vosotros.

– ¿Y el doctor Gjorg? ¿Por qué nunca volvió avernos ni a mi padre, ni a nosotros?

En ese momento, un hombre con un guardapolvo gris y la cara tiznada de negro entró en la cocina cargando una pequeña carreta de carbón que depositó en un compartimiento bajo la cocina. Tenía la mandíbula inferior un poco caída y a Ismaíl, por alguna razón, le recordó a los antiguos faroleros taciturnos de su infancia que surgían de la bruma con una larga percha, acompañados siempre de un perro pelado por la vejez, y sobre los que circulaban oscuras leyendas para asustar a los niños.

El hombre emitió un extraño sonido gutural a modo de saludo y se quedó allí parado, como esperando algo.

Hanna se levantó apoyando las dos Manos en el borde de la mesa, visiblemente fatigada, como si su movilidad hubiera empeorado después de la charla.

– Eso, querido niño -dijo muy despacio, con entonación resignada y paciente, o quizá más que nada maternal-, eso, déjame que te lo cuente otro día, te lo ruego.

IX

Se acordó de un baúl de castaño en el que se escondió una tarde cuando tenía cuatro o cinco años, y de las voces que lo buscaban llamándolo por todas las habitaciones: Ismaíl, Ismaíl… Había permanecido allí escondido sin contestar, oliendo el aroma de la lavanda en un corpiño negro de encaje que lo tenía fascinado y que no había visto nunca antes, porque era la primera vez que exploraba las prendas íntimas de su madre: una enagua de raso, las medias de seda con costura, un abanico de madera de sándalo y un echarpe azul con flecos que estaba envuelto en papel de regalo. Pero por más que lo intentaba no conseguía acordarse con precisión del rostro ni del cuerpo que llevaba aquellas ropas, como suele suceder con aquellas imágenes que uno necesita recordar perentoriamente y se empeña en recordar a toda costa, pero que la memoria, caprichosa o selectiva, oculta tras una cinta de niebla, convirtiéndolas en una sensación vaga, como prendida de alfileres. Apenas podía retener el escorzo fugaz de una mujer muy pálida asomada a una ventana, mirando siempre hacia afuera, despidiéndose de alguien con la mano desde el balcón de la casa, quizá de algún vecino, de alguna visita que se había prolongado más de la cuenta, canturreando después risueña con el balcón entornado. Ese canto inconsciente de las mujeres que no saben que son observadas bajo su felicidad íntima y secreta, pero que alguien espía, el marido desde el otro lado de la puerta de doble hoja, o el niño escondido en un baúl que escucha y oye, pero todavía es muy pequeño para entender y para recordar la conversación con Hanna había despertado en él un afán por indagar no sólo en su memoria más remota, sino también entre los objetos y entre los papeles y los libros, buscando algún indicio no sabía muy bien de qué. Miraba en torno a él con ojos escrutadores, pero no lograba volver a establecer el vínculo antiguo con las cosas. Éstas le provocaban una emoción que nada tenía que ver con la nostalgia, sino quizá con cierta premonición difusa, como si temiese más el pasado que el futuro. Todo se había vuelto del revés y el tiempo discurría también de forma distinta, había cambiado de sentido.