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Ismaíl revisó todos los ejemplares del periódico correspondientes a los años 1960 y 1961, que estaban apilados en una estantería en varios montones a lo largo de toda la pared norte del archivo, tal vez esperando para ser encuadernados en volúmenes anuales, de igual modo que los ejemplares correspondientes a la década de los cincuenta. Por encima de las dependencias adosadas a los talleres se elevaba un doble zigzag de escaleras de hierro que se entrecruzaban en una pasarela de rejilla, perdiéndose fuera ya de su campo visual. Ismaíl iba leyendo de aquí y de allá, deteniéndose intuitivamente en ciertas informaciones: un titular de primera que hacía referencia al encarcelamiento y posterior ejecución del almirante Teme Sejko, que había sido et chivo expiatorio de la ruptura de relaciones del régimen con la URSS; un editorial extremadamente laudatorio hacia el régimen de Pekín; una noticia sobre un acto de homenaje a antiguos brigadistas en la plaza de Scanderberg. Pasaba de una página a otra sin tener una idea muy clara de aquello conque podía tropezarse. Intentaba leer entre líneas, prestando especial atención a las noticias sobre detenciones, juicios y deportaciones. Descubrió que en casi todos los casos se repetían los cargos incrimínatorios con alusiones a actividades de espionaje y Vínculos, bien con el Servicio Secreto soviético, bien con el yugoslavo. Había procesos que eran reproducidos casi íntegramente, publicándose las actas correspondientes a las reuniones del buró político, quizá con intención ejemplarizante y amedrentadora: interrogatorios en los que el inculpado admitía las acusaciones más burdas de conspiración y traición contra el Estado, relación de pruebas que casi siempre incluían documento s escritos en ruso o en serbocroata, cuyos párrafos más significativos eran transcritos y remarcados en negrita, y en los que invariablemente se repetía el mismo estilo e idénticos adjetivos para evidenciar la colaboración con el enemigo, como si todos ellos hubieran sido redactados por la misma mano tan implacable y carente de imaginación que ni siquiera se había esforzado en dotar del más elemental principio de verosimilitud a la supuesta trama conspirativa. Sin embargo, a Ismaíl le llamó especialmente la atención una de las notas de prensa por su carácter más breve y hermético, ya que era la única en la que no figuraba el nombre de los detenidos:

«Tirana, 17 de setiembre de 1961, 5 de la madrugada. Policías especiales de la brigada de Seguridad Nacional han detenido a un agente albanés al servicio de Moscú relacionado con prácticas de entrenamiento militar en la región montañosa del Cáucaso -indicaba la cabecera de la noticia-. Según las declaraciones prestadas por el detenido, el Departamento de Seguridad del Ministerio de Interior ha procedido a la elaboración de un sumario que se incluirá en el expediente Z. No se descartan más detenciones.»

Tenía varios periódicos desplegados sobre la mesa bajo la luz blanca del tubo fluorescente. Le bailaban las letras, perfilando una realidad sombría y carente de sentido, o quizá dotada de un sentido secreto e indescifrable que sin embargo no le resultaba enteramente ajeno. Ismaíl conocía aquella verborrea, el teatro de los símbolos, retratos y alegorías con los que la dictadura había querido construir una apoteosis tan vacía de contenido como temible en su poder. Se preguntó en qué momento se había pasado de la retórica verbal a la práctica del terror, en qué instante impreciso pero pavoroso se había operado el cambio, la transmutación de los ideales, su oxidación y envilecimiento hasta acabar en la gran maquinaria pétrea del régimen; cómo se había podido llegar a aquel estado de cosas, a aquel mundo que tenía la regularidad de un plano geométrico, como una enorme pirámide. Eso era exactamente la revolución, según rezaban los discursos y los editoriales del periódico oficial, una gran construcción de orden material y político que habría de llevar a una victoria total del Estado sobre el hombre mismo. Toda desviación era cercenada de raíz bajo la supervisión del Comité Central, encargado de combatir el individualismo siempre acechante, la ociosidad, la mística poética, el idealismo filosófico y otros vicios considerados burgueses… El estilo no había variado con los años, ni tampoco los métodos. La persecución se extendía hasta al propio partido, cuyos miembros empezaron a ser minuciosamente observados y condenados, unos por quebrantar la disciplina de su cargo, otros acusados de prosoviéticos o de protiristas, o de agentes múltiples al servicio de oscuros intereses y de instigar todo tipo de conspiraciones contra el régimen de Enver Hoxha. En poco tiempo se podía pasar del encumbramiento a la estrepitosa caída desencadenada por comités y mecanismos torvos basados enla delación o en la denuncia anónima, y que arrastraban también con su furia a todos los funcionarios próximos al dirigente depurado o a su facción política. Había que profundizar en el análisis, admitir los errores, limpiar la conciencia, servir al futuro del partido. Tesis, antítesis, síntesis. El partido te ayudará, Albania saldrá regenerada de la purga, los camaradas desean tu bien, confesar, delatar, la mirada nublada por la ceguera…

¡Cuántos habrán hablado y cuántos habrán sido capaces de guardar silencio! ¡Cuántos habrán muerto sin tumba conocida y cuántos dedicaron su vida al remordimiento! Caras anónimas y otras con nombre, voces, figuras estáticas, rostros de verdugos y de víctimas, caras de muertos. En la mente de Ismaíl volvió a aparecer de nuevo el interior de un ramal subterráneo inundado por el agua con su rumor vasto y confuso, un espacio de pesadilla que, según contaba la leyenda, se extendía más allá de las colinas que rodeaban Tirana. Bajo tierra existía aquella ciudad de la que hablaban todos, llena de trebejos, por donde vagaban hombres sin rostro que iban y venían serviciales, archivando y clasificando listas interminables de nombres repetidas una y otra vez en papel carbón, revisadas después por una mano anónima que iba trazando implacables anotaciones al margen con un lápiz rojo y añadiendo abreviaturas y códigos indescifrables pero funestos; un lugar sombrío que era el reflejo oscuro del mundo exterior, o acaso el mundo de arriba era una mala copia suya, porque allí, oculta en las entrañas ciegas y húmedas de las montañas, se encontraba la totalidad del orbe vigilado por el ojo que veía enlas tinieblas, y de igual modo había otros túneles subterráneos en el interior de la cripta, que se prolongaban y se multiplicaban hasta el infinito en una repetición donde la propia leyenda vagaba extraviada.

Cuando por fin abandonó el edificio, agradeció con fruición el azote del aire frío en la cara y la llovizna. Era una lluvia paciente y deshilada, que apenas dejaba sobre las calles un brillo mínimo de mercurio. Ismaíl se daba cuenta de que estaba volviéndose más taciturno y desconfiado cada día, aunque pensó que no era extraño que se sobresaltara por sus propios pasos a aquella hora, con las calles casi vacías, después de haber pasado la tarde en un lugar tan denso y estremecido. «Qué enigma no alentar el vaho que empaña el vidrio, / no seguir pensando el pensamiento, / no desear más el anhelo…» Volvía la cabeza y no había nadie tras él, sólo una vaga sensación de amenaza, el cosquilleo de un aguijón en la nuca. Notaba la humedad del jersey en los hombros, un olor agrio a lana de cordero que le repugnaba y aumentaba el sentimiento de devastación íntima. No era exactamente congoja lo que sentía, sino una especie de desfibración del cuerpo, de inutilidad o desánimo, como si todo hubiera llegado a un punto de caída en la fatiga. Tenía los músculos entumecidos de haber pasado varias horas en la misma postura. Se levantó el cuello del abrigo y empezó a caminar por las calles grises o azuladas, sobre las que empezaba a caer ya la noche con sus sombras.