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Pasados unos segundos, Ismaíl desvió la mirada, incapaz de mantener su fijeza. Trató de aparentar toda la naturalidad que pudo, sin que la sombra de un gesto delatara su turbación, sin embargo, no apartó la mano. Bajo el mantel largo de hilo de damasco, la muchacha continuó acariciando su mano con una voluntad sostenida, entrelazando los dedos de Ismaíl con los suyos, sin mover tampoco un solo músculo del rostro, muy pálida, igual que si hubiera rebasado sus propios límites y no fuera ya dueña de sus actos, los ojos brillantes y afiebrados como los de un animal nocturno.

XIII

Ismaíl hubiera querido conocer uno por uno todos los lugares de la vida de Helena, los días infantiles en su aldea del Rrafsh, el gesto curioso de la niña que había crecido en aquella tierra extraña de maizales y roquedos entre rebaños de cabras, escuchando a los mayores contar historias que habían pasado a formar parte de su alma como todas las cosas que uno oye desde la cuna, antes de tener capacidad de recordar. Aun ahora, a Helena le bastaba cerrar los ojos para oír las voces de entonces, las salmodias de las oréades, de las hadas que vivían junto a los granados silvestres, las leyendas majestuosas y terribles del kanum. Todos los misterios del norte estaban comprendidos en ese mito con forma de ley, ante el cual el propio código de Hammurabi llegaba a palidecer. No en vano el Rrafshera la única región de Europa que, aunque formaba parte de un Estado, se regía por sus normas propias y centenarias que ni siquiera la férrea legislación del partido había conseguido erradicar. Voces que se mezclaban con el silbido del viento, con las campanillas de los caballos de los cortejos, con las comitivas con antorchas que se detenían antes del amanecer junto a la puerta de las casas, golpeando las aldabas a su paso, con la letanía que se transmitía de madres a hijas, generación tras generación, como si fuera una parte más del ajuar que las acompañaría la noche de bodas. Todo entraba en el mismo baúclass="underline" las enaguas, las camisas de lino y el chaleco blanco bordado en uno de cuyos bolsillos iba metida la bala de la dote, con la cual el esposo tendría derecho a matar a la mujer en caso de afrenta de honor.

Las leyes de la venganza de sangre hacía ya tiempo que no se aplicaban, pero su ritual permanecía intacto: una bala de plata envuelta en un paño de terciopelo rojo que era entregada al marido por la familia de la novia acompañada de las palabras «Bendita sea tu mano». Viktor, a pesar de ser un hombre moderno y de rechazar las manifestaciones de aquella barbarie ancestral, había querido aceptar el rito sin aprensión, como una muestra de reconocimiento hacia la que iba a convertirse en su esposa. Según aquella tradición, el honor tenía su templo en el mismo corazón donde llegado el caso podría alojarse una bala. Al final del convite, los recién casados se habían reído con complicidad y habían bromeado acerca de lo que sucedería si ella violaba la fidelidad conyugal.

Había en lo más alto de las montañas una especie de belleza terrible o un terror hermoso. Los lugares en los que se han producido actos violentos quedan para siempre con algo alterado, como si la atmósfera allí perdiera densidad, fuera menos compacta, más amenazadora. En la cima de las sierras, el cielo se desprendía sobre las rocas con destellos eléctricos, y durante las tormentas las peñas se erizaban igual que las cabezas de las yeguas, como si estuvieran manifestando al mundo una fuerza incomprensible. Aquel paisaje no era en absoluto tranquilizador, ni bello ni próspero. Sin embargo, cuando Helena tuvo que abandonarlo, sintió que le amputaban una parte de sí misma. No sabía exactamente qué miembro del cuerpo le dolía, ni adónde iba, ni lo que le esperaba lejos de las cumbres, pero supo que adondequiera que fuese ella siempre llevaría consigo aquel viento largo y cargado que erauna forma de destino.

La decisión se la comunicó su maestra en el patio de la escuela, después de la visita oficial de los inspectores educativos de Tirana. Era una mañana extraordinariamente clara, azulísima, el cielo y la nieve despedían un brillo cegador, todo centelleaba como el vidrio. Aquellos hombres con corbata y vestidos de negro, venidos de la capital, les hablaban a unos adolescentes criados entre riscos de la obligación de convertirse en ciudadanos útiles para servir a Albania y al partido. Para aquel fin habían elegido a los alumnos que habían mostrado más aptitudes. Helena no sabía cuál era exactamente su talento, pero cuando uno de aquellos funcionarios, el más alto, le preguntó su nombre poniéndole una mano grande y velluda sobre la cabeza se dio cuenta de que ella estaría entre los elegidos para abandonar la aldea.

«¿Cómo será Tirana? ¿Qué destino me esperará en esa ciudad no deseada?», pensó mientras miraba por el cristal trasero de la furgoneta cómo se iban quedando atrás las casas envueltas en un velo de ceniza, las higueras, las estacas de los gallineros, los perros tallados en el frío. Uno de los ancianos de la aldea los siguió un buen trecho tocando una flauta de boj con la que reproducía el canto de todos los pájaros de las montañas, y entonces fue cuando a ella le vino al pecho un temblor incontrolado mientras luchaba contra la flaqueza de las primeras lágrimas. Había aguantado bien toda la ceremonia de despedida, tratando de apretar toda la emoción dentro de sí misma, incluso cuando su madre la abrazó por última vez delante de aquellos hombres extraños. Pero no pudo soportar el ladrido tristísimo de los perros, que respondían de lejos a los trinos largos atravesados por sílabas con música.

Lo primero que la sorprendió de la capital fue su respiración, un rugido desconocido que fermentaba en todas las calles pobladas de bocinas, ajetreadas por el tráfico laboral. Tirana era una especie de anfiteatro gris con bulevares anchísimos y edificios uniformes como los nichos de un cementerio, con la única luz de las hojas de los plátanos que empezaban a oxidarse. El internado femenino fue para ella un sepulcro en verdad inmenso durante los primeros años. No entendía los códigos nuevos de aquella gente de la ciudad, le costó adaptarse a la fonética cortante de las frases pronunciadas por sus educadores, empeñados en borrar su acento y en exprimir de su alma todos los silencios que todavía hacían de ella una niña del Rrafsh. Pero el insomnio y la fatiga no eran peores que la violencia de verse expuesta ante la curiosidad de sus compañeras como una pequeña salvaje, sobre todo por la noche, cuando el dormitorio en el que se desvestían era barrido de parte a parte por el resplandor amarillo de la puesta de sol, y los huesos se le encogían con la humillación de ser el objeto de todas las preguntas que le hacían desde la doble fila de camas de hierro. Para no tener que responderles siempre fingía dormir, cerraba los párpados y entonces empezaba a hundirse en un subterráneo sin fondo, y cuando sentía acercarse el cosquilleo del llanto, entonces ocultaba la cabeza bajo las mantas. La aterraba la idea de llorar en presencia de gente extraña.

Su rostro -el rostro que Ismaíl esculpiría con sus versos más adelante- se fue volviendo más hermético. La palidez de la piel le afilaba los rasgos con una expresión grave que muchos interpretaban como altivez, pero que en realidad respondía más bien a la necesidad de construir en torno a sí misma una muralla defensiva. Era su belleza lo que la hacía vulnerable. Estaba delgada más que nada por el esfuerzo solitario de hacerse adulta en la corteza de aquel mundo vertical.