No empezó a descubrir los encantos de Tirana hasta el primer curso de la escuela de Magisterio, cuando conoció a Viktor. Fue algo natural, como el otoño que vacila entre una vida antigua y otra nueva. Él estaba en la parada del autobús vestido de uniforme militar, con los brazos cruzados sobre el pecho, abstraído y rígido, igual que una estatua pero con todo el cabello de punta, como una fronda revuelta por causa del viento. Helena se quedó observándolo burlona, como si se tratara de una figura de cera, hasta que no pudo contener la risa. Así es el viento, tantas veces trae el deseo de la música y la alegría. Las primeras semanas de noviazgo, los castaños se incendiaron de rojo a lo largo del gran bulevar. Un día ella sintió la mano de él en su cuello, por debajo del abrigo, en un trayecto de autobús desde la avenida de los Mártires de la Nación hasta el jardín botánico, y al inclinar la cabeza contra su hombro se sintió respaldada por primera vez desde que había llegado a Tirana. Las hojas otoñales caían sobre ellos igual que un lamé dorado, como si la luz hubiera cuajado sobre los bancos del parque y contra las puertas recién barnizadas de los cafés a orillas del río Lana, o en el relumbrar de un anillo después de un abrazo. El amor era un sentimiento joven y liviano. Se casaron a los pocos meses.
Sin embargo, con Ismaíl todo fue distinto, la naturaleza de la pulsión, su urgencia, una emoción complicada que desde el principio le hizo creer en la muerte. No sabría explicar cómo empezó a enamorarse. Tal vez el amor se originara involuntariamente la primera ocasión en que ella metió las manos desnudas entre las pertenencias de él, desperdigadas por todo el cuarto, con el fin de poner un poco de orden; los pantalones dejados de cualquier modo en el respaldo de una silla, un jersey del revés, los libros abiertos sobre la mesa, sus lápices y bolígrafos, el cuaderno de pastas de hule que ella abrió con una conciencia absoluta de profanación y ya no pudo dejar de leer hasta el final. La caligrafía era ordenada y clara como la de un notario, pero las palabras no.
Demasiados acontecimientos en la vida de un hombre son invisibles, lo que sueña o teme, lo que no es capaz de recordar. Cuando alguien lee un poemario secreto, entra en el territorio de otro cuyo mapa necesita conocer con todos sus plegamientos y acantilados o sus llanuras desoladas, porque el oficio de explorador es un trabajo de amante. La vez que Helena consiguió aproximarse más al vértigo de aquel precipicio fue cuando reconoció su propia presencia en el fluido de los versos condensados en la inicial de su nombre, «H». Con esa letra quedaba también ella atrapada dentro de aquella, criatura envolvente. «Fueras como la perla de a en el corazón de la ortiga», leyó una tarde furtivamente, pocos días antes de que ella misma di rienda suelta a sus impulsos al buscar la mano de Ismaíl bajo el amparo de un mantel de Damasco.
Desde entonces ya no pudo prescindir de las palabras. Había una fuerza incitante de penetración que la llevaba hacia las páginas del cuaderno. Necesitaba beberse aquel pálpito del purgatorio, las anotaciones nuevas todos los días, como quien precisa verse reflejada en otros ojos para saberse, el mundo. La lluvia agujereaba la tierra del jar cayendo desde el tejado con toda su fuerza, hasta socavar la superficie con pequeños hoyos. Estaba tan abstraída en la lectura que no oyó el chasquido del manubrio de la puerta al abrirse, y cuando se dio cuenta, Ismaíl ya la tenía sujeta firmemente por muñecas. Quedaron los dos recostados contra la red, apoyados el uno en el otro, los ojos tensos, depredadores, mirándose con asombro, con pavor, respirando como al final de una escapada. Después, Ismiel dibujó un segmento breve con la punta de los dos en el cuello de ella, mientras prolongaba la caricia con la mirada por los huesos de la clavícula la abertura oscura del escote hasta el inicio de los senos. A duras penas podía aguantar la opresión que sentía en el pecho, el vértigo en el estómago. Sus bocas estaban muy próximas. Fue ella quien adelantó el rostro para besarlo, transfigurándose entera con la urgencia convulsa del abrazo. Alzó las caderas para adherir su vientre al de Ismaíl. No hablaban, corno si necesitasen apurar el aire que se quemaba entre ambos sin la mediación pudorosa de las palabras. Formaban una extraña escultura anudada en la penumbra de la habitación, apretándose ya sin recato, las manos enredadas debajo de la ropa, el sexo de él empujando recio de pronto a través de la tela del pantalón, al tiempo que la lluvia se recrudecía afuera y desaguaba por los canalones de cinc, las caras inclinadas, las bocas buscándose con avidez y fatalidad, los labios húmedos, las aletas de la nariz temblorosas, mientras se les aceleraba la respiración a unísono cada vez más sofocado, urgente, acrecentado también por el peligro de que cualquiera pudiera sorprenderlos.
– Espera, por favor -consiguió decir Helena con la voz abrasada, cuando pudo recuperar el aliento-. Aquí no. Aquí no, por favor -repitió.
XIV
– Pasa, te estaba esperando -dijo Kosturi, pero Ismaíl no se atrevió a avanzar por temor a encharcarla alfombra que protegía las baldosas del vestíbulo. Permaneció de pie en el umbral de la puerta, con el paraguas en la mano y el anorak reluciente de lluvia. Llevaba una semana sin parar de llover. Toda Tirana vivía dentro del rumor del agua que recubría las plazas y sus estatuas ecuestres, resbalaba sobre los pedestales y las escalinatas de mármol de los ministerios, brillaba plateada en la antena de Radio Albania y escurría monótonamente los estadios deportivos, las ventanas iluminadas de los edificios de oficinas, todos iguales, los terraplenes de derribos Ylas calles estrechas que Ismaíl había recorrido caminando de prisa hasta llegar a la dirección que le había indicado su amigo VIadirnir.
También el ánimo de Ismail parecía definitivamente ganado por el invierno que se le escapaba del pecho en forma de una tos bronquítica por las mañanas, venida tal vez del abdomen o del fondo del alma, no lo sabía. Porque, además, el invierno había traído la renovación del miedo y el recelo ante los desconocidos, con el cierre de la universidad después de los disturbios y el sobrecogimiento nocturno de las calles vigiladas. Volvían otra vez los rumores de siempre y apenas anochecía las calles se quedaban desiertas, horadadas por los ojos vigilantes que se Ocultaban detrás de las ventanas de las casas. No se sabía nada a ciencia cierta y esa incertidumbre hacia que el miedo fuese todavía más denso, como los terrores de la infancia habitados por figuras indeterminadas.
En los últimos tiempos, Ismaíl se acordaba cada vez más de las historias que les contaba Hanna cuando eran pequeños a él y a su hermano, más que para suscitar miedo, por ese sentido preventivo y aleccionador que tienen las historias campesinas en Hungría y en todas partes del mundo, leyendas de merodeadores o de carboneros cargados con sacos que se llevaban a los niños incautos que se alejaban de su casa que desobedecían y se perdían de sus padres; historias de vampiros con capas de terciopelo y colmillos avariciosos, amantes de la noche y de la sangre tierna de los infantes. Nanas que se cantaban desde antiguo y perduraban aún en el recuerdo de las madres y de las nodrizas que arrullaban a las criaturas con el mismo estribillo que ellas habían escuchado en su infancia: