Mientras observaba con detalle la instantánea, Ismaíl procuraba interrogar íntimamente a aquellos rostros, intentando escrutar el mínimo detalle, adivinar algo en la expresión de sus miradas, quizá el recelo y el miedo, o la angustia del amor culpable, pero también el orgullo y tal vez la pasión, el abrazo robado de prisa en la estrechez de un pasillo, las caricias contenidas algunas noches, un jadeo violento en la oscuridad. Y de pronto se sorprendió pensando en sí mismo con fatalismo, como si su vida no le perteneciera del todo. Como si de algún modo lo que a él le ocurría con Helena estuviese determinado por el amor y el sufrimiento de quienes lo habían engendrado, y al igual que unos rasgos físicos, el rostro anguloso, el cabello ondulado y abundante, hubiese heredado también la maldición de un amor prohibido, su exaltación y su impaciencia. Una cosa que se parece a otra como la semejanza que uno encuentra ante un espejo. Quizá también él hubiese nacido condenado a convertirse algunas noches en un exaltado, en un loco capaz de todo, que puede enamorarse salvajemente aunque con ello le busque la ruina a la mujer que ama y se destruya a sí mismo y destruya a otros.
– Hanna, ¿crees que la predisposición a la desgracia se hereda? -le preguntó.
– No, hijo, no -respondió la anciana con convicción aunque, mientras lo decía, juntó precavidamente el meñique y el índice de ambas manos en un gesto de conjuro gitano que Ismaíl no llegó a advertir-. Uno es igualmente responsable de su felicidad y de su infortunio. Es cierto que nadie puede negar la importancia del azar, pero si lo piensas bien, te darás cuenta de que la fatalidad llega siempre a nuestras vidas por la puerta que nosotros mismos le hemos abierto.
– Pero las personas pueden rebelarse contra lo que les sucede e intentar salvarse. Es algo natural, humano -replicó Ismaíl, como sí fuera él mismo el que estuviera sublevándose contra el pasado irremediable-. ¿Cómo pudo Ella aceptar su condena tan mansamente?
– ¿Cómo no iba a hacerlo? Si ya notaba que empezaba a convertirse en objeto de murmuraciones, y tú sabes lo que puede significar padecer el vacío social. Desde el momento que se hablaba de ella de ese modo, es como si la hubieran transformado en otra persona que no debía ser, toda su vida echada a perder. Se contaban cosas que afectaban también ala política. Alguien del Departamento de Estado pidió informes sobre el doctor Gjorg. No tenían escapatoria después de aquellos informes. El propio Enver Hoxha estaba al tanto. Yo no sé si aquellas acusaciones eran ciertas o no, pero en cualquier caso eso era lo de menos. Estaban ya con la soga al cuello, tenían los brazos metidos en la muerte. Zanum convenció a tu madre. Le hizo creer que aquélla era la forma más beneficiosa para todos de resolver el asunto y de evitar el juicio político, que era lo que Ella temía más que ninguna otra cosa. Así que comenzó a tomar religiosamente todas las noches aquella infusión mortal. Un día detrás de otro. Quizá pensaba que al hacerlo podía salvar la vida de Gjorg o puede que Zanum se lo hubiera prometido. No lo sé… En pocos meses cambió mucho. Le cambió la mirada, el modo de inclinarse sobre la cena, su expresión al bañaros a Viktor y a ti, al cogerte en brazos; era como si estuviera despidiéndose del mundo. Había adelgazado mucho y perdió completamente el color, estaba pálida como una virgen. Sin embargo, hacía gala de un extraño dominio.
– ¿Y qué ocurrió con Gjorg? ¿No intentó él hacer algo?
– Claro que sí, hijo. Al principio, al ver a tu madre tan desmejorada, pensó que se trataba de una infección vírica, por los accesos intermitentes de fiebre alta y debilidad. Pero cuando se dio cuenta de lo que realmente ocurría, reaccionó a la desesperada y trató de conseguir unos pasajes para Brindis¡, cuatro en total. Porque Ella le había dicho que no iría a ningún sitio sin los niños. Creo que llegó a conseguirlos. Pero la suerte ya le había dado la espalda. En su camino de vuelta a Tirana fue detenido… Luego se dijo que habían encontrado en su poder importantes documentos conspirativos. Yo no sé qué documentos podían ser ésos, no entiendo de política, pero no creo que el doctor GJorg tuviera nada que ver con todas aquellas cosas que decían. Aunque es verdad que él se había negado en el pasado a poner su firma como médico en algunas autopsias oficiales y eso le había supuesto problemas. Sin embargo, a pesar de sus diferencias con la línea más dura del partido, dudo mucho que el doctor hubiera tomado parte activa en ninguna conspiración.
– ¿Qué pasó después? -Lo que ocurre siempre, mi niño. Pasó que se convirtió en eso que llaman un disidente. Es decir, un apestado, una no persona, alguien que quizá supo lo que no debería haber sabido, que vio cosas que más le valdría no haber visto, que oyó palabras, órdenes, frases que se repiten de lengua en lengua, de país en país, las mismas siempre, desde que el mundo es mundo. Dicen que fue interrogado en los sótanos del Comité Central, pero después lo sacaron de allí. Dios sabe qué espantos habrá conocido. Para entonces, tu madre ya había muerto, aunque probablemente él no llegó a saberlo.
– ¿Cómo ocurrió? ¿Cómo murió Ella? Prometiste contármelo -le recordó Ismaíl.
Hanna tomó aire fatigosamente. Parecía cansada, como si se le hubiera aflojado el rostro con los recuerdos y las arrugas hubiesen ahondado sus surcos.
– Fue de noche -dijo-, sobre las dos de la madrugada. A Zanum lo habían llamado ese día del Departamento de Estado por un asunto urgente y no se encontraba en casa. Ella se levantó de la cama y recorrió el pasillo descalza, hasta vuestra habitación, como si presintiera la muerte y quisiera veros por última vez. Yo estaba despierta, llevaba un rato dando vueltas en la cama sin poder dormir. Oí un golpe muy fuerte contra el suelo, como de leña partida. Cuando la vi allí tendida, traté de reanimarla palmeándole las mejillas, todavía tenía un soplo de vida, balbuceaba apenas, pero era consciente de que se estaba muriendo porque consiguió arrancarme una promesa.
– ¿Qué promesa? -Una que ninguna persona bien nacida puede negarse a cumplir. Nadie puede contradecir la última voluntad de un moribundo -respondió Hanna un poco ausente, como si estuviese hablando para sí o cavilando sobre los hilos de continuidad que unen a los vivos y a los muertos, o quizá pensaba en sí misma y en su propia muerte, que debía de sentir ya cercana. Después de aquella breve pausa, volvió a mirar a Ismaíl y añadió-: Le prometí que me encargaría de que sus huesos reposasen junto a los de Gjorg cuando llegase el momento, como manda la tradición.