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Ahora, Ismaíl parecía aliviado y a la vez algo triste, aunque tal vez no era ni una cosa ni la otra, sino solamente conmovido. Al mismo tiempo, en su mente se sucedían a gran velocidad las palabras que había cruzado inesperadamente con un individuo cavernario, que se había presentado ante él como empleado del cementerio de Sharré.

– ¿Has cumplido tu palabra? -quiso saber, pero el tono de la pregunta no era inquisitivo, sino más bien íntimo, como si se tratase de algo estrictamente personal.

– Por supuesto que sí -respondió Hanna-. No fue fácil. Tardé muchos años en saber con certeza dónde habían enterrado al doctor. Nunca hubiese imaginado que lo tenía tan cerca. -Se giró hacia la ventana y señaló hacia las peñas grises que rodeaban la aldea como un cerco de piedra pómez-. Aquí mismo, en Ndroq, a menos de quinientos metros de la base militar, junto a esas rocas. -Y volviéndose hacia Ismaíl, añadió-: Como era imposible trasladar sus restos a Sharré, porque ya sabes todos los trámites que se necesitan para un permiso de enterramiento, no me quedó más remedio que traerá tu madre aquí. No fue algo sencillo, pero tampoco creas que demasiado complicado. Hay una organización clandestina que se dedica exclusivamente a eso. Vivimos en un país de muertos.

Ismaíl se acordó de las palabras casi idénticas que había pronunciado Kosturi: «Hemos construido un país de necrófilos -había dicho el funcionario-, de buscadores de tumbas.»

– ¿Te pidió Ella que me contases esto?

– No. No me lo pidió -respondió Hanna-. Quizá pensaba que estarías más protegido sin saberlo. Contártelo fue decisión mía. Cuando viniste a verme la otra vez, no me atreví, la verdad. Pero después pensé que ya no eres un niño y que hay cosas que toda persona tiene derecho a saben.

Por la ventana entraba ahora la luz húmeda de después de la lluvia. Ismaíl y Hanna salieron de la casa. Caminaron en silencio, atravesaron la aldea, calles estrechas de casas bajas y portones cerrados, la plaza con una fuente que más bien semejaba un abrevadero, la estafeta de correos, una destilería, y un poco más adelante, los almacenes de la ensiladora… Parecía que el sol gotease débilmente entre los árboles y en el verde tierno de la hierba recién aparecida en los intersticios del empedrado. Continuaron por la carretera que dividía en dos mitades exactas las huertas de la cooperativa agrícola. Por encima de los sembrados flotaba un vapor muy tenue. Después de cruzar el puente de hormigón sobre el río, ya vieron a lo lejos los tejados de uralita de una antigua instalación militar. Era un edificio rectangular de ladrillo con muestras de abandono en los muros desconchados y sin cristales. La única señal del enterramiento era el color más oscuro de la tierra removida y unas piedras blancas que alguien había depositado sobre las tumbas.

– Las palabras avanzan en círculo, atraviesan una vida entera y luego se vuelven a encontrar, se tocan y cierran algo -dijo Ismaíl.

– Así es como debe ser, hijo. Nada de lo que ocurre se borra jamás del todo -le contestó Hanna antes de darse media vuelta y regresar discretamente al pueblo por el mismo camino por el que había venido, dejando al muchacho a solas con sus cavilaciones.

El dolor requiere su tiempo para manifestarse. Ismaíl permaneció allí, de pie, notando bajo sus pies la poderosa densidad de la tierra apisonada. Tenía la espalda fría, sin embargo, estaba sudando debajo de la ropa. Pero no era la pena lo que lo mantenía clavado en aquel lugar, sino el miedo.

XIX

Se asomó al balcón que limitaba la terraza y vio a su cuñada al fondo de los bancales, arrancando la maleza que crecía junto a la verja. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, pero no había perdido el misterio que le infundía la larga cabellera. La cualidad de su belleza era mutable, variaba a lo largo de las horas, con la luz de las estaciones, según las nubes o sus pensamientos, en los diferentes lugares. Un fragmento del pómulo se recortaba esquinado contra el fondo verde del seto. Si Ismaíl hubiera sido pintor, la habría retratado de un modo abstracto, en relación con el paisaje, a través de la intromisión de unos objetos en otros: el ángulo de la mejilla dentro de una fronda, los ojos abatidos. Pero sólo era poeta, por eso dejó pasar el momento.

La expresión de Helena era seria aunque parecía más tranquila ahora, en aquel universo suyo del jardín, con un impermeable amarillo, rastrillando las hojas y agrupándolas en pequeños montículos. El cielo, la fuente de los delfines con los caños oxidados y un lado del pretil de piedra desmoronado, los frutales desnudos… todo ofrecía un aspecto de semiabandono que armonizaba con el estado de ánimo que reflejaba su semblante aquella mañana. Parte de su pensamiento irradiaba la misma desolación imprecisa de la naturaleza. Lloviznaba.

Hacía ya varias semanas que Ismaíl y ella no se habían reunido como amantes. Cada uno se había ido amurallando tras sus quehaceres diarios, en los hábitos de antes, y libraba como podía aquella guerra en su interior. Helena había sido muy clara, lo había anunciado además con un dedo alzado, inquisitivo, y al hacerlo, sus ojos, de natural pacíficos, habían chispeado con ascuas fugaces de advertencia y antagonismo, o fiebre quizá. «Nunca más», había dicho.

Tal vez la falta de contacto físico le infundía una sensación tranquilizadora de aparente inocencia, pero Ismaíl percibía esa tregua como un cactus offlf sequedad lo arañaba por dentro. No podía respirar sin verla a solas. Quería esa imagen secreta de ella, sin nadie más alrededor, necesitaba una profundidad de campo mínima que salvara su intimidad. No conseguía apartarla de su pensamiento. A menudo la imaginaba nadando. La línea arqueada de sus brazos, el hueco fresco de las axilas, los talones blancos como islas. Le bastaba cerrar los ojos para saber exactamente cómo se ondularía su cuerpo al salir mojada de un río, o la forma de su espalda al inclinarse boca abajo, secándose el pelo con una toalla.

En aquellos días, después de haber estado un rato escribiendo en su cuarto, cuando Viktor ya había salido de la villa, buscaba a Helena por todas partes de un modo que quería parecer casual. Merodeaba por la biblioteca y las terrazas inferiores, por el invernadero y el jardín, donde a veces la encontraba sentada leyendo junto a la fuente de los delfines como si formara parte del paisaje, igual que un sauce o una estatua mitológica, Afrodita con zapatillas blancas de tenis. Allí era donde ella se encontraba más a gusto, en el aire húmedo de la piedra, entre la vegetación y el sonido del agua, que le recordaba el mundo estremecido de los bosques, donde había crecido. Eran dos topos, animales activos y nocturnos. Pero no resultaba fácil permanecer en casa con aquella explosión roja y gris del otoño. Necesitaban salir de la madriguera.

Dentro de la mansión todo era más difícil por la presencia de los demás. Zanum apenas salía de la villa y ella había duplicado su amabilidad con él y con Viktor, aunque en ningún momento había dejado de ser delicada con ambos. Ismaíl no podía soportar cuando la descubría sonriéndole a su marido o se interesaba por su jornada con aquella atención suya tan cálida y envolvente. En esos momentos llegaba a odiarla, aunque era entonces cuando su belleza resplandecía hasta un extremo casi intolerable. No quería que dudase de los sentimientos de Helena hacia él, o que pensara que habían cambiado en algo; simplemente no podía aceptar su lógica.