Estuvo tres días delirando, sudando por todos los poros, sin querer comer. Le aplicaban vendas frías sobre la frente. Su madre se sentaba en el filo de la cama, le cogía la mano ardiendo y se quedaba allí durante horas, callada, como si lo velara. Pero él sólo aceptaba tomar los medicamentos si Viktor volvía a contarle la misma historia, cada vez animada por un detalle nuevo, como el del pequeño vigía subido a la rama más alta de un árbol, al que el frío le había vuelto de yesca los ojos mientras escudriñaba en la nieve algún atisbo de polvo de carbonilla contra el cielo limpio; o el filo de un puñal que uno de los milicianos rusos calentaba en las llamas hasta ponerlo incandescente. Con cada palabra parecía que Ismaíl fuese tragando una toma de aire a sorbos cortos, y con ese alivio le volvían las costillas a su lugar y el rostro poco a poco se le iba descongestionando, dejando sólo el leve cerco morado de las ojeras o la anormal transparencia de una vena azul en la piel de la frente. Una noche lo despertó un duende en mitad de la oscuridad, se colocó a su lado y lo llevó de la mano, medio dormido todavía, hasta la ventana. Fue la primera vez que Ismaíl tuvo conciencia plena de la belleza, como si de pronto hubiera sacado la cabeza de debajo del agua para contemplar un jardín de hielo exquisito como la plata labrada. Le dolían los ojos de mirar. El asombro de aquella noche de invierno marcó no sólo una clara mejoría en la enfermedad, sino también la vocación poética de su alma. La fiebre comenzó a descender, se evaporaron las pesadillas…
Y cuando por fin pasó todo el peligro, su hermano entró en el cuarto como un enfermero incansable, muy pálido, con la bolsa de redecilla donde guardaban los soldados rojos de¡ ejército bolchevique y los blancos del menchevique. Pero no pudo cruzar la puerta: se desvaneció en el mismo umbral, desparramando los dos ejércitos por el suelo. No había contraído la misma dolencia que Ismaíl, ni se trataba de ningún resorte mimético.’Era sólo que estaba exhausto porque aún no tenía ocho años y llevaba tres noches sin dormir.
Los huesos de Ismaíl prevalecían sobre la carne, especialmente en el arco de la clavícula y en las muñecas y las rodillas, que sobresalían como colinas en el mapa de su cuerpo, la osamenta de un pájaro. Al comer hacía largas pausas y masticaba varias veces cada bocado que su madre conseguía meterle en la boca con extrañas plegarias. «Come muy despacio -decían-, tiene los modales de un aristócrata.» En el jardín había un algarrobo centenario. En primavera, debajo del follaje se escondía un frescor muy dulce, a veces una hilera de hormigas rojas subía por el tronco, e Ismaíl preguntaba a su madre cosas sobre la vida de las hormigas.
– Cuando seas mayor serás entomólogo -le dijo Ella un día.
– ¿Qué es un entomólogo?
– Los entomólogos estudian la vida de los insectos: de las hormigas, de los saltamontes, de las libélulas…
– No quiero ser entomólogo -protestó el niño-, quiero ser capitán, como Viktor.
Su madre sonrió con tristeza, revolviéndole el pelo. Estaba tan delgado y tan pálido que parecía un soldadito de porcelana. El doctor Gjorg lo auscultaba todas las semanas. Al colocar el espejo del fonendoscopio sobre la piel del tórax oía un eco abovedado. Los pulmones de Ismaíl estaban curados, pero la membrana que los protegía era tan débil que podía volver a rasgarse en cualquier momento. Así que el gran Zanum decidió aceptar la invitación de su amigo médico y accedió a que su esposa y los dos niños pasasen un mes en la casa que éste tenía en los Alpes tiránicos. Partieron en abril. Viktor e Ismaíl viajaban en el asiento de atrás del automóvil, tambaleándose por los frecuentes surcos de la carretera. Miraban las cumbres de diferentes alturas, entre escarpaduras y manchones de nieve que brillaban con la violenta luminosidad alpina, pero sus almas todavía eran demasiado llanas e infantiles para comprender la hondura de aquellos precipicios empeñascados, sobrevolados por las águilas, en los que a veces el viento levantaba un eco tubular. Sólo el espíritu complicado y montañoso de algunos adultos puede sucumbir al influjo de la naturaleza en medio de un paisaje tan repleto de suspense.
Al atardecer llegaron a Peshkopi, una aldea situada en la misma orilla del Drina Negro. La casa del doctor Gjorg estaba en una ladera de abedules, tenía los muros de piedra y el tejado muy empinado, como todas las de montaña, unido al cielo por un cordel de humo. Cuando abrieron el portalón, se encontraron la estancia ya caldeada, varios troncos ardían en la estufa. Había una piel de oso extendida sobre el suelo, un aparador grande con loza de Bohemia y un espejo en el que quedaron los cuatro reflejados al entrar como en la fotografía de una familia feliz: Viktor, con una bufanda y un gorro de lana que le tapaba las orejas, de la mano de su madre, que sonreía con los dientes blanquísimos como si también fuese una niña, y el doctor Gjorg un poco más atrás, con su apostura de explorador, llevando a Ismaíl en brazos, envuelto en una manta de cuadros.
Semanas, días, horas que giran en el recuerdo y regresan iluminadas como las agujas fosforescentes de un reloj pero con la quietud de una memoria en la que ya no puede haber tregua. El badil con ascuas en los portones, el olor a humo de leña y a vaho de ganadería en los caminos por los que regresaban diariamente las vacas para ser ordeñadas, el aroma de los pinos enresinados, un residuo de blancura de origen impreciso, como el tiempo que retrocede en ondulaciones circulares, la voz de una mujer joven llamando a gritos a sus hijos para que no se alejen demasiado y el eco repitiendo sus nombres desde el interior de hoces profundísimas, el sonido de una cascada que revienta las rocas con láminas de agua muy fría en la que el sol hace destellar reflejos naranjas, duros como caramelo, brillos verde lima y púrpura, «¿Qué son esas burbujas de colores?», las palabras sencillas que usan los niños para nombrar el misterio. Detrás de las montañas estaba la nieve, y se oían las campanas de los cencerros tintineando en la oquedad del silencio, muy lejos.
IV
Los sonidos venían a la memoria de Ismaíl tan sin tregua ni orden como las sensaciones de un sueño, como el gusto de la saliva apretada en la boca con el sabor del pan y del queso fresco que devoraron en un prado con hambre salvaje. El color fue volviendo a sus mejillas poco a poco, lo mismo que al recordar regresaban a su mente las imágenes de aquellos días, los detalles precisos de todas y cada una de las excursiones que hacían por las tardes. La disposición de los senderos por encima de un paisaje que siempre estaba inclinado; las historias que les contaba el doctor Gjorg sobre las propiedades de algunas plantas: el diente de león, la semilla de loto, el musgo que crecía en algunos lagos y que era utilizado desde la antigüedad por los guerreros como vendaje para los heridos porque no contenía ninguna bacteria; el color de las rocas, amarillo en el sol, casi gris en los días nublados; la imagen de su hermano Viktor con un jersey de rombos, corriendo y riéndose muy fuerte, asustando a los pájaros con sus brazos de molino. Y recordaba también a su madre, vencida por el cansancio en una cuesta, apoyándose en el hombro del doctor Gjorg con una expresión bellísima que no tenía nada de extraño, pero que, sin embargo, a él le pareció de una intensidad desconcertante. Se alzó un soplo de viento y Ella movió los labios muy lentamente. Dijo algo en español, nadie sabe qué musitó, pero su rostro estaba lleno de la luz de la tarde. Entonces, el doctor Gjorg se volvió y le pasó suavemente la mano por los cabellos, apenas con la yema de los dedos, igual que si acariciase una seda exquisita. Estas cosas las recordaba Ismaíl suspendidas en el aire, flotando dentro de la claridad evanescente de aquellos días, que era un vapor de color azafrán, lento y deshilado como el que se filtra a través de la membrana de los párpados cuando uno está a punto de adormecerse y que, poco a poco, va perdiendo nitidez hasta diluirse en el cosquilleo inconsciente de la brisa sobre la piel. Después, Ismaíl se vio a sí mismo con cuatro años, tumbado boca arriba en la hierba, mirando tras las pestañas medio entornadas las hojas de los árboles, como pintura húmeda sobre el cielo liso, con una inexplicable melancolía en el corazón.