Ella pasó sobre los escombros con la falda recogida por encima de las rodillas. Iba de una estancia a otra tirando cuanto hallaba roto, tapando manchones, desenrollando alfombras. Empezó a limpiar y a ordenar con la pasión frenética que sólo puede asaltar a alguien que ha vivido demasiados trasiegos y que ha decidido por fin echar raíces. En una zona de suelo fértil, pegada al muro de la parte trasera, se puso a cultivar un pequeño huerto: cebollas y judías que trepaban por las estacas. Le pidió a su marido que podara los árboles del jardín, y un día de primavera se encontró con que había ya un enramado que formaba una cúpula de luz verde, el frescor de una catedral.
En el extremo del jardín había un antiguo cenador de mármol rosa muy ruinoso, con cuatro columnas rematadas en capiteles corintios que sostenían un paraván de estilo vienés. El comandante mandó reconstruirlo para agradar a su esposa. Aunque era un hombre sobrio, creía que, después de todo, tenía derecho a concederse algún lujo como miembro del nuevo Estado. De lejos, el templete daba la impresión de ser un pastel de nata derretido, pero Ella plantó una densa mata de hiedras para ocultar el efecto de tanto melindre arquitectónico sin contrariar abiertamente a su marido. No compartía el mismo sentido estético.
En las tardes veraniegas, cuando el cielo se deshacía, dejando por el oeste un rescoldo de reflejos cobrizos, al comandante Zanum le gustaba tomarse allí su última copa de rakí. Y mas tarde, cuando el doctor Gjorg empezó a frecuentar la villa con asiduidad, aquel lugar se convirtió en el reducto final de las tertulias en las que se hablaba tanto de viajes como del giro que estaban dando los acontecimientos políticos, en los que cada vez era más palpable la tirantez de las relaciones del régimen con Moscú. Viktor e Ismaíl jugaban al escondite entre los árboles, apurando los últimos minutos antes de que Hanna, la niñera húngara, se los llevara de la mano al cuarto para acostarlos. Poco a poco, las voces que se oían en el cenador iban quedando amortiguadas entre la vegetación y el tintineo de los vasos, y a veces quedaba también prendido en el aire el peculiar sonido de una risa cantarina de mujer, la misma risa que Ismaíl habría de recordar en sueños tantas veces después. Hubo un atardecer en que el comandante se quedó en el borde del jardín, a oscuras, con el farolillo que colgaba del techo apagado, hasta que su chaqueta negra no se distinguía ya de la noche. Permaneció allí sentado, tomando un vaso de aguardiente detrás de otro, abismado en sus pensamientos o en sus preocupaciones y temores, impregnado el aliento del fuerte olor a orujo. Pero esto Ismaíl no lo recordaba sino a través de su hermano, que observó a su padre desde algún lugar con ojos vigilantes y compasivos, como son los ojos de los niños cuando no duermen porque algo los inquieta e impide su sueño, una palabra dicha en un tono más alto que las demás, un gesto algo opaco y brumoso que no se puede entender pero que aun así, y quizá precisamente por eso, se queda fijado en la retina para siempre.
Viktor se llevaba bien con su padre, a pesar de que era un hombre a veces hosco y poco dado a las manifestaciones de afecto. Le gustaba acompañarlo por las calles de Tirana en el coche oficial y percibir la admiración que la gente sentía por él. «Ahí va el gran Zanum con su hijo mayor», oía que decían, señalando el Gaz [1] negro de cuatro puertas. Había una mezcla de respeto y temor en el modo en que todo el mundo lo saludaba, y Viktor pensaba que ésa era la clase de trato que correspondía a un auténtico soldado, el mismo que él aspiraba a merecer algún día. Pero sabía que sólo la disciplina lo ayudaría a obtener ese rango. Por eso no puso ninguna objeción para asistir al internado militar al que también acudirían los hijos de otros altos funcionarios del partido. Lo único que sintió verdaderamente cuando tuvo que abandonar la villa fue despedirse de su hermano Ismaíl. Los dos niños permanecieron abrazados como si formaran un solo cuerpo ante las lágrimas de la madre, hasta que el gran Zanum dio al chofer la orden de partir, y el automóvil se perdió tras la verja de hierro, dejando sobre la gravilla las huellas dibujadas de los neumáticos.
Aunque los dos niños tenían caracteres distintos, y esa diferencia se acusaba cada vez más con el crecimiento, no podían vivir el uno sin el otro. Cuando ese invierno Ismaíl contemplaba el jardín cubierto de nieve en el que contrastaban los troncos negros de los frutales, sentía una soledad profundísima que parecía emanar del silencio y lo hacía llorar ahogadamente en su cuarto, pero al instante, inexplicablemente, sentía que su hermano Viktor formaba parte de aquel silencio y permanecía también despierto en su habitación del internado. Ismaíl no sabría decir de dónde procedía esa certeza, pero era algo que se le antojaba tan incontestable que ni siquiera necesitaba hablar de ello con nadie.
Formaba parte de lo natural, era la forma que tenían de estar en contacto, un código nuevo. Cuando los fines de semana Viktor volvía a la villa con su uniforme azul marino de chaqueta de paño y pantalones largos, Ismaíl lo miraba como a un héroe, como a los soldados bolcheviques que una vez asaltaron el ferrocarril de Vologda, y trataba de acaparar su atención con los diminutos tesoros conquistados durante su ausencia: la guarida de un topo en la tierra del jardín, un lagarto aprisionado dentro de un tarro de cristal, una goma de borrar que olía a vainilla… Le gustaba que Viktor le contase cosas del internado, especialmente en lo referente a los deportes que practicaban muy temprano, antes de comenzar las clases de la mañana. Unos días hípica, otros, natación o atletismo. Pero lo que fascinaba realmente a Ismaíl eran los ejercicios de esgrima. Veía a su hermano practicar en la galería con la visera de red y el tórax vendado, manejando el florete con destreza, los pies separados, las rodillas ligeramente flexionadas, preparadas para el avance o el repliegue, el brazo arqueado desde la línea del hombro hasta el extremo de la hoja en posición de guardia. Ofensiva simple, explicaba Viktor, mostrándole a su hermano los pasos y los tres movimientos del florete hasta llegar a la estocada. Ismaíl’ lo escuchaba sin pestañear con una persistencia que, a pesar de los ligeros matices de rivalidad que incluía, como cualquier sentimiento admirativo, era de una intensidad conmovedora. Siguieron así unidos durante meses y sobre todo después de la repentina muerte de la madre. En aquella época, la villa se ensombreció por completo, igual que un campo cuando el sol se mete dentro de una nube. Entonces, el único foco de calor que quedaba en la casa era la habitación de los niños. Se comportaban como gemelos que, ante la orfandad, hubieran vuelto a las primeras leyes del útero.