Los nuevos decretos y la nieve de aquel invierno dejaron a Tirana aislada, como sitiada por un ejército silencioso. En febrero las heladas hicieron bajar a los lobos de las montañas. Nadie sabía quiénes eran las personas de las que poder fiarse. Los rumores sobre supuestos complots contrarrevolucionarios crecían día a día y los hombres caminaban en silencio, mirando sus propios pasos.
La reacción del régimen de Hoxha hacia el bloque soviético no se hizo esperar. La persecución se inició en Tirana y se extendió en poco tiempo por todo el país. Muchos albaneses fueron secuestrados cuando estaban en sus lugares de trabajo, o fueron detenidos en sus casas y trasladados después a la Dirección General de Seguridad, otros desaparecieron sin que nadie volviera a saber nada de ellos, esfumados, borrados de la faz de la tierra, y para ellos la soledad sería hondura de tiniebla, noche silenciada. El gran Zanum subrayaba los informes con su estilográfica y añadía anotaciones en los márgenes con implacable rigor, «colaborador del Servicio Secreto soviético», escribía, «agente del KGB», dictando, remachando, engrosando las acusaciones de la delación, cargando la tinta con tanta sombría fijeza que más parecía movido por un resorte personal que por convicciones ideológicas. A veces hablaba con Viktor de estas cosas. Se proyectaba en su hijo mayor, quería fortalecer sus aptitudes. A las tímidas objeciones que oponía el muchacho solía responder: «Un buen comunista no discute, obedece.» Y a continuación se explayaba en el nuevo discurso oficial maoísta, erguido por encima de su propia voz, insistiendo en que la revolución era una conquista de orden material y político que habría de llevar a la victoria del hombre sobre sí mismo. La lejana China había pasado a ser el aliado de Albania.
Por ese tiempo, el gran Zanum enfermó de cataratas, se le aflojó la piel en las mejillas y la tez fue adquiriendo un tono terroso o de corteza de tronco derribado de golpe. Su ojo izquierdo se volvió de color ceniza, una hoguera apagada, el otro era castaño aún, como el de los halcones, a veces traslúcido y moteado de negro, igual que la cerveza de Westfalía que bebía cada vez con mayor frecuencia, otras, más claro, casi transparente, como la infusión de hierbas que solía reposar sobre la mesa de noche cuando Ella aún vivía, al lado de una caja de píldoras para dormir que en los últimos meses tomaba regularmente. Aunque una noche no tuvo tiempo de tomar ni las pastillas ni la infusión. La taza fría, intacta, junto al cabezal de la cama, la había visto alguien después, demasiado tarde, con la mirada asociativa que tiende a establecer vínculos, cuando los objetos son observados ya con ojos indagatorios, pero inútiles. El ojo derecho del comandante tenía casi siempre una cualidad más bien líquida, pero a veces también se volvía mineral de la textura del cobre, filoso y biselado como el borde de una hacha prehistórica, según la luz, según la sombra de los pensamientos, quizá, o los recuerdos.
El tiempo que Viktor pasaba en la mansión seguía compartiendo el mismo cuarto con su hermano. Muchas noches permanecían callados antes de dormirse, cada uno dentro de su silencio. En una ocasión, Ismaíl se fijo en los cinco vagones plateados del tren que reposaba sobre la estantería y una gran congoja se le agolpó en la garganta.
– ¿Crees que los soldados bolcheviques que asaltaron el ferrocarril de Vologda llegaron alguna vez al palacio del zar? -Su voz sonaba ronca, como un susurro confidencial.
– No lo sé. Es una historia muy antigua. Ya casi no me acuerdo -le contestó Viktor, girándose hacia la pared.
Ésa fue la primera vez que Ismaíl sintió que la distancia que había ido creciendo entre ambos era algo insalvable, aunque no sabría precisar de qué incomprensiones estaba hecha.’A veces resulta imposible explicar lo que más nos importa o nos afecta, lo que nos ha conturbado el alma. En algunas ocasiones, Viktor salía con sus compañeros de la academia, iban todos juntos, con los uniformes de cadetes relumbrantes, los correajes cruzados. Ismaíl los veía partir de la villa en tropel, envalentonándose unos a otros, ahuecando la voz.
Pero fue algunos años más tarde, después de la adolescencia, cuando comenzaron los verdaderos problemas políticos para Ismaíl. La revolución cultural de principios de los setenta había encendido de nuevo en todo el país la caza de brujas contra las influencias extranjeras en el arte y la literatura. Ismaíl había empezado entonces a escribir sus primeros versos y a frecuentar un pequeño grupo, bohemio y excéntrico por sus vestimentas y sus hábitos escasamente convencionales, que solía reunirse en un reservado del hotel Adriático y en el café Fidelio. Cierto que era muy joven, pero no tanto para desconocer la naturaleza de los riesgos que determinadas actitudes podían suponer. El culto personal al dictador, Enver Hoxha, se hallaba en su momento más alto. Sólo durante el primer año de la Gran Purga el número de prisioneros políticos llegó a triplicarse. Pero no era únicamente el temor a la cárcel o al edificio de hormigón armado como una gran cripta que se alzaba al este de Tirana, cuyos sótanos medio inundados formaban auténticos laberintos con bóvedas de aljibe y corredores que conducían a otros sótanos idénticos o a galerías ciegas, sino la posibilidad fría y oficial de la muerte. Varios dirigentes políticos fueron ejecutados y hasta ex ministros y generales, como el jefe de la policía secreta y antiguo hombre de confianza del dictador. Ni siquiera los más fieles podían sentirse a salvo, menos aún los que exteriormente manifestaban cualquier tipo de disidencia. El hallazgo de los restos de un grupo de fusilados pasaba, por su propia condición tenebrosa, de las páginas de los periódicos a las conversaciones de la gente en esa forma insomne y ahogada e ininterrumpida que adopta en la conciencia colectiva la silenciosa intuición del terror: voces metálicas entre las voces, cerraduras rotas, la espesura enmarañada del cabello agarrado como en un rapto entre los dedos, tirando con las manos, el golpe del hierro contra la piedra y contra las vigas, o la fosa cercada por alambre de espino donde se oye caer lenta la primera palada de cal, una capa blanca sobre la tierra negra.
«Las grandes conquistas humanas sólo se logran con dolor y sacrificio», le dijo un día Viktor a su hermano. En su voz no había amenaza, pero tampoco había rastro ya de la antigua hermandad.
VII
Los pasos sonaban cada vez más cerca, con el característico chapoteo que provoca el calzado de goma contra el pavimento mojado, pisadas breves. Mientras los sentía aproximarse con una determinación rítmica y constante, Ismaíl se preguntaba cómo sería la sensación inmediata de morir, cuántos minutos o cuántos segundos duraría la conciencia absoluta del miedo. Acababa de asistir a una reunión clandestina con otros estudiantes en el café Fidelio, y hubiera jurado que nadie lo había visto salir. Por un instante tuvo el impulso de acelerar el paso, echar a correr, pero en seguida se dio cuenta de que sería inútil. Avanzó aún unos metros más pegado a los muros, con la inquietud en la nuca, sin avivar la marcha hasta acercarse al redondel amarillento que proyectaba el único farol de la calle. Tragó saliva, respiró hondo para darse ánimo y se volvió con brusquedad, encarándose con el hombre que lo venía siguiendo.