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– Es un disparate.

– Hemos probado con tu vecina y ha salido bien. Mejor de lo que esperabas.

– Mi vecina está medio cegata y es una pobre solitaria.

– Todos somos unos pobres solitarios. Tu Norma también.

– Te digo que no va a funcionar. Ni siquiera como broma.

– Ya. Te conformas con oír su voz por teléfono.

– Yo no me conformo con nada. Mi mal no tiene cura.

– ¡Vamos, hombre, ánimo! Ella está esperando a un hombre como yo. -Y sonrió a la nada o al futuro, como si le hicieran una foto-. Mírame y convéncete.

Marés le miró con curiosidad. Faneca lucía el parche en el ojo y litros de brillantina en el pelo, y se había embutido otra vez su traje marrón a rayas, con la americana cruzada muy ajustada. Le sentaba bien. Abajo, en la calle, se oyó un golpe seco, como de un plato estrellándose.

– ¿Qué ha sido eso? -dijo Faneca.

– Losetas que se desprenden de la fachada.

Este edificio se cae a pedazos, como mi vida. Pero no importa, porque estoy teniendo un sueño, y las losetas que se caen en los sueños no hacen daño a nadie…

– Despierta ya, malaje.

– Nunca sueño que me despierto.

– Ahora tu vida cambiará -susurró Faneca en la sombra-. Déjalo de mi cuenta.

– Vete -dijo Marés-. Me viene otro sueño.

Notó que se hundía en el vacío y se desquiciaba y al mismo tiempo no podía dejar de pensar en Faneca y de verle. Faneca era exactamente el tipo que necesitaba: embustero y camaleónico, atrevido y rufianesco. El compañero loco que hace lo que tú no te atreves, el amigo que se la juega por ti.

Por su parte, Faneca se mantuvo al margen de esta depresión de Marés y observó con curiosidad e impotencia su desquiciamiento. Ahora, Marés, yo salgo de tu sueño y entro en el mío, le dijo. Y con esta reconfortante idea, uno y otro acabaron de hundirse en un sueño más profundo y vertiginoso.

15

Pronto llegaron las noches de carnaval y la inquietud de Marés aumentó. Terminaba su jornada laboral y no se iba a casa, se metía en algún bar del Raval con el acordeón colgado al hombro, pedía un bocata y un vaso de vino y sufría ataques de melancolía y de llanto.

Entraba en los lavabos para mirarse en los espejos: en una ciudad esquizofrénica, de duplicidades diversas, pensaba, lo que el ciudadano indefenso debe hacer es mirarse en el espejo con frecuencia para evitar sorpresas desagradables… Alguien, no sabía quién, le seguía a todas partes.

La noche del martes, Marés y Serafín, el chepa, estaban en un bar de las Ramblas bebiendo vino blanco en la barra. Fuera hacía frío, pero no mucho. Serafín iba disfrazado de limpiabotas ramblero y sostenía firmemente con la mano derecha una auténtica caja de betún. Llevaba en el ojo izquierdo el parche negro que le había prestado Marés y una peluca azabache bastante asombrosa, abundante y rizada, además de patillas y bigote postizo. Parece un niño disfrazado de viejo, pensó Marés.

Olga entró en el bar, besó a Serafín en la mejilla y le dijo:

– Primo, solete, qué disfraz más bonito.

– ¿Te gusta, Olguita?

– Chachi, de verdad.

Le corrigió el bigote y volvió a besarle. Ella no iba disfrazada. Llevaba un chaquetón de pieles sobadas que olía suavemente a caramelo y una falda verde abierta en el costado. Cinco minutos antes estaba en la acera del restaurante Amaya discutiendo el precio de un polvo con un cliente. Era una muchacha bajita y culona con perfil de gato. Se sentó a la barra, pero no quiso beber nada. El plan para esta noche era tomar unas tapas y unos vinos por ahí y después llevar a su primo Serafín a la fiesta de disfraces que daba su amiga Rosario.

– Te prometí que lo pasaríamos en grande y vas a ver -dijo Olga palmeando la chepa de Serafín-. Te acordarás de esta noche y de la prima Olga.

Pero no parecía muy entusiasmada con la idea. A Marés lo miró con recelo un par de veces. Le preguntó si también iba a la fiesta de Rosario y, al decirle Marés que no, se tranquilizó. Entonces miró al chepa de arriba abajo con una mirada rápida y furtiva que entristeció a Marés. Luego, de pronto, exclamó mierda, dónde tengo la cabeza, y se golpeó la frente con la mano. Dijo que se había olvidado de devolverle a una compañera unos dineros que necesitaba de urgencia. Prometió volver en diez minutos. Besó a su primo en las patillas postizas, brincó del taburete y se fue.

16

Con la caja de betún en la mano, Serafín salió a escupir a la noche y de pasó miró si venía Olga. En el fondo de su alma sabía que no volvería. Si en toda su vida ninguna mujer se había portado bien con él, ¿por qué había de ser distinto esta noche con la puta de su prima? Ahora subía desde el puerto una música de fanfarria. El jorobado tenía pupas en las comisuras de la boca y se las lamía todo el rato. Normalmente, su cara de niño estaba llena de jolgorio, pero ahora sufría. Durante el día vendía lotería y tabaco por la zona que va del teatro Liceo a Colón. Ramblas arriba desfilaban carrozas alegóricas, fantasmales máscaras de cartón piedra y zancudos que tocaban el violín. Serafín levantó el parche del ojo con el dedo pulgar y miró el bullicio en el Pla de la Boqueria y la riada de gente adentrándose en la calle Sant Pau. «Ésta no vuelve», musitó con la voz carrasposa.

Desde que Olga se fue, media hora antes, no había soltado la caja de betún. Pasó del vino blanco a la barreja y ya se había bebido tres vasos. El cuarto lo derramó sobre la camisa sin querer y cojeaba un poco y tenía la joroba encaramada a su hombro izquierdo. Conforme pasaba el tiempo y Olga no aparecía, su cuerpo maltrecho se iba torciendo hacia la derecha. Volvió a entrar en el bar y dijo:

– No viene, Marés.

– Tranquilo. La habrán entretenido.

– Y un huevo. Ya me extrañaba a mí tanta chamba…

Dejó la caja de betún en el suelo, junto a la barra, restregó con la punta de la lengua las comisuras de la boca y miró a su amigo con aire de desamparo. Los dos sabían que la puta no volvería.

– Será mejor que me vaya a dormir -dijo Serafín.

Era tan grande su ilusión por salir esta noche con su prima, disfrazado de limpia ramblero, que a las diez de la mañana Marés ya le había visto deambular por el Raval con su disfraz completo, incluida la caja de betún; llevaba bajo el brazo una barra de pan, y Marés, que salía de un bar después de tomarse un café y una pasta, le vio pasar fascinado y no le dijo nada. Por una extraña alquimia de las apariencias, el disfraz hacía al jorobado más alto y apenas se le notaba la chepa ni cojeaba. Era otra persona, y Marés sintió de pronto la imperiosa necesidad de seguirle sin que se diera cuenta. No acertó a explicarse el porqué de su comportamiento; una cierta nostalgia de aquella emoción infantil de ir disfrazado por la calle, tal vez, algo que sin embargo no tenía nada que ver con los carnavales: cuando Marés era niño no se celebraba el carnaval, estaba prohibido. No sabía lo que era. Sentía un extraño deseo de ir tras él y preservarle de algún mal, quería vigilar sus andares, asistirle: como si el disfraz le otorgara por fin una identidad, Serafín caminaba de prisa y braceando, balanceando alegremente la caja de betún cogida del asa. Iba tan decidido que parecía querer dejar atrás su chepa y su torcida existencia. «¡Limpia! ¡Limpia!», gritaba. Entró en una charcutería y pidió unas lonchas de jamón, se hizo un bocadillo con la mitad de la barra y se lo comió por la calle. Marés lo siguió por las callejas del Raval, atisbándole, fascinado, sintiéndose como un autómata arrastrado por un espectro.

Ahora Serafín rindió la cabeza sobre el pecho.

– No volverá -dijo-. Me voy a dormir.

– Tómate otro vino. Es temprano -dijo Marés-. Oye, es muy bueno tu disfraz.

– La caja de betún es de verdad. -Animándose un poco, abrió la caja para que Marés viera los cepillos, los botes de crema y la gamuza-. Me lo ha prestado Jesús, que ahora trabaja en un taller de posticería. También me ha prestado la peluca y las patillas.

– Estupendo.

– Todo ha sido idea mía. -Serafín terminó su barreja de un trago, retocó su peluca de abisinio y añadió-: En Cádiz ella tenía un novio que era limpiabotas. Un hombre que se portó con ella de putamadre. El único que la quiso de verdad. Era muy alto y llevaba un parche en el ojo, como éste. ¿Comprendes? Olga siempre se está enrollando con el recuerdo de ese hombre, y pensé que le gustaría…

– Comprendo, hermano -dijo Marés-. Tienes menos cerebro que un mosquito.

Fugazmente imaginó al hombre de Cádiz, vio su ojo sano e inmisericorde posado en la chepa de Serafín. Mientras, el falso limpiabotas se miraba en el espejo del bar con ojos de conmiseración y meneando la cabeza.

– Tienes razón, joder -dijo-. No ha sido una buena idea.

– Que sí, hombre. Estás muy propio con el parche en el ojo.

– Siempre seré un mamarracho. Siempre.

Marés llamó al barman.

– Otra barreja para el amigo y otro vino para mí. Rápido.

– Yo me voy -insistió Serafín-. Olga no volverá, no me llevará a la fiesta ni vendrá a dormir a la pensión. Se acabó.

– Creo que tu disfraz le ha gustado mucho. De veras. Si ahora te da plantón, no será por eso. Además, es temprano para ir a cenar.

– Ésta ya no vuelve, seguro. ¡Maldita sea mi suerte!

Intentó arrancarse las patillas y el parche y Marés se lo impidió:

– No hagas eso. Te queda muy bien. -Y con su voz de ventrílocuo, imitando a no sabía quién y sin saber muy bien por qué, añadió-: Esta noche eres otro y debes aprovecharlo, amigo.

Serafín lo miró asombrado.

– Tendrías que hablar siempre con esa voz. Es muy romántica y seguro que a las tías les hace tilín…

El bar se estaba llenando de humo y de ruidos y empezaba a llegar gente con caretas, capuchas y antifaces. Iban por la sexta ronda de la segunda tanda y Serafín se tambaleó. Marés dijo:

– Esta noche eres otra persona, no lo olvides y lo pasarás bien.

– ¿Qué quieres decir?

– Olvídate de la furcia Olga y de su primo, ese chepa del carajo. ¿Me comprendes?