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Norma quitó el pie del soporte y puso el otro, sin apartar los ojos de la soberbia cabeza rendida ante su rodilla de puta parisina. Notó las manos apresuradas del limpiabotas sobando los tobillos y el empeine del pie, y notó un repentino calor en la pierna y acto seguido en la cara interna del muslo, subiendo, y después un escalofrío en las corvas. Se miró el zapato verde recién lustrado pero lo vio igual de deslucido que antes. En este momento Georgina, a su lado, la cogía suavemente del codo:

– Me han dicho que si le vieras por la calle, no le reconocerías.

– Ni ganas.

– Todos hemos cambiado -dijo Mireia.

– Será que no representa la edad que tiene. -Norma se quedó pensativa y añadió-: Nunca ha representado lo que realmente es, ese hombre.

– Le han visto por ahí hecho un paria, un vagabundo, tirado en las escaleras del metro con un cartel que dice tengo hambre y estoy solo en el mundo, o algo así.

– Han pasado muchos años de lo nuestro, y no tengo el menor interés en volver a verle -dijo Norma-. Aunque, si supiera en qué esquina para, me gustaría echarle una ojeada desde lejos…

– A mí también me han llegado noticias -dijo Ribas-. Parece que toca la flauta con los pies y rasca una botella de anís del Mono con una cuchara…

El detalle estremeció a Norma.

– No dices más que burradas, Eudald.

Ribas hizo un gesto de impotencia y comentó dirigiéndose a Tassis y a Totón:

– Norma nunca se enteró de nada respecto a ese pobre huerfanito. Jamás supo quién era, de dónde provenía ni qué intenciones llevaba. El amor es ciego, realmente.

– Se encaró con Norma sonriendo y pellizcó amistosamente su barbilla, y ella hizo un gesto esquivo-. ¿Sabías que era hijo de una artista de varietés medio chalada?

– ¿Y qué?

– Te estás pasando, Eudald -dijo Mireia.

– Cuando nos conocimos, su madre ya había muerto -dijo Norma, evitando todo el tiempo que sus ojos se encontraran con los de Ribas-. Y en todo caso, él no me lo contó así…

– Bueno, tampoco es para avergonzarse -dijo Mireia, y rodeó los hombros de Norma con su brazo como si quisiera protegerla de los sarcasmos de Ribas-. Yo lo único que sé es que cuando le dejaste estaba loco por ti.

– Di que sí, chica -entonó Georgina con su fonética nasal-. Nunca vi a nadie tan enamorado.

– Conste que me caía bien -afirmó Ribas-. Aunque siempre estaba representando alguna farsa… Ahora resulta que ese amor contrariado le ha llevado a la mendicidad. ¡Vaya por Dios! ¡Pobre infeliz!

Al limpiabotas fulero se le cayó el cepillo al suelo y pareció aturullarse. Norma notó que le manoseaba el pie. El hombre cogió la gamuza con ambas manos y empezó a frotar la puntera del zapato con gestos inseguros y desmañados. La gamuza se deslizaba hacia el empeine del pie, y los vigorosos frotamientos en la piel, apenas atenuados por la media, acaloraban a Norma.

– Tenga cuidado, le está sacando brillo a mi pie.

Ribas, que ya había constatado la impericia del limpia, dijo:

– ¿Es usted nuevo en el oficio, camarada?

Marés carraspeó, la cabeza siempre gacha, y habló con la voz ronca, infectada de parásitos y de flemas:

– No me regañe uzté, no m'atosigue, zeñó, que hago lo que puedo. Y uzté perdone, zeñora. -Lanzó a Norma una rápida mirada con el ojo destapado y volvió a inclinar la cabeza-. Pero es que me s'han torcío las cosas y estoy mu malamente de dinero y m'he tenío qu'espabilar con el betún y el cepillo… Yo no había cepillao un zapato en mi vida. No lo tengo entoavía mu por la mano, pero le juro a uzté que estos zapatitos se los voy a dejar como los chorros del oro. Digo, unos zapatos verdes tan requetebonitos. Y si no le gusta cómo quedan, pues me da uzté la voluntá y aquí no ha pasao na…

Norma le escuchaba con la boca ligeramente entreabierta y el labio superior perlado de sudor. No podía apartar los ojos de la nuca del limpiabotas, allí donde el pelo ensortijado era ceñido por la cinta negra de goma elástica que sujetaba el parche sobre el ojo. Volvió a sentir la araña del escalofrío subiendo por la tibia hendidura de sus muslos apretados.

– No se apure usted -dijo-. Lo está haciendo muy bien, y además no tenemos prisa.

Pidió a Ribas que le llenara otra vez la copa, mientras Mireia volvía al tema de Joan Marés y su triste caída en el arroyo y la mendicidad. Teniendo en cuenta lo enamorado que estuvo, costaba entender que se hubiera esfumado tan radicalmente y que nunca más se pusiera en contacto con Norma.

– Lo intentó hace tiempo, pero yo nunca quise volver a verle -dijo Norma-. Y hablando de otra cosa. ¿Cuándo vendrás a recogerme a la oficina para comer juntas?

– Pero ¿dónde está esa oficina?

– Con su permizo -dijo el limpiabotas-. E zólo un momento…

Impunemente, porque nadie estaba pendiente de él, había descalzado a Norma de un pie, y, para no ensuciarle más la media, frotaba el zapato sujetándolo en el aire con la mano. Tampoco mediante ese sistema mostraba más oficio. Norma apoyó el pie liberado del zapato en el soporte de la caja de betún y desperezó los dedos. A través de la trama negra de la media, él pudo observar la laca roja de las uñas de los dedos. La visión de la diminuta uña del sonrosado dedo meñique, pueril y dormido bajo la gasa negra, le enterneció súbitamente de tal modo, haciéndole evocar delicias domésticas que en su momento no supo valorar, que sintió ganas de reclinar la cabeza en las rodillas de Norma y echarse a llorar. Abrumado ahora bajo el peso de la impostura, oía hablar a Norma de su trabajo para el Departamento de Cultura de la Generalitat, un estudio sobre lengua e inmigración en Cataluña que realizaba la Dirección General de Política Lingüística, y su voz era dulce y nasal y le hizo pensar en el sol sobre las flores, en el zumbido del verano sobre el vasto jardín descuidado de Villa Valentí… Por las mañanas, según ahora le explicaba a Mireia, Norma solía acudir a las oficinas del Palau Marc de la calle Mallorca, donde a veces le divertía atender por teléfono las consultas de los charnegos sobre la actual Campaña de Normalización Lingüística. Volvió a calzar el pie, sobándolo cuanto pudo, y lo acomodó nuevamente en el soporte. En este momento, viéndole quieto, Ribas se inclinó sobre el oído de Norma y le dijo:

– Tu Quasimodo se está durmiendo sobre tu lindo pie.

El limpiabotas tenía la cabeza colgada sobre el pecho y las manos embadurnadas de betún inmovilizadas junto a los tobillos de Norma, como si no supiera qué hacer. Permaneció completamente paralizado unos segundos. Luego prosiguió su trabajo con toda la calma y convocó la voz que no era suya para decir:

– Termino en un zantiamén, zeñora.

Norma no lo apremió ni le dijo nada. Detrás de las gafas, sus ojos parecían otra vez remotos y ensimismados. Tassis le estaba aclarando a Mireia, irónicamente, algunos pormenores acerca del trabajo de Norma con el equipo de sociolingüistas:

– Es bastante complicado, ¿sabes? Norma se ocupa de las encuestas públicas y experimenta con… la lengua. Estudia los contactos conflictivos de las dos lenguas, el catalán y el castellano, tanto en lo individual como en lo social. Ese punto en que las dos lenguas se friccionan.

– O sea -intervino Ribas-, las dos lenguas en contacto vivo y caliente con el individuo.

– Idiota eres -dijo riendo Norma.

– Puedes reírte lo que quieras -dijo Totón Fontán-. Pero yo empiezo a estar hasta el gorro del normativismo badulaque en el que ha caído el idioma catalán.

– Pues ya puedes ir preparándote, pobre castellanufo -dijo Ribas-. Verás auténticos prodigios.

Totón pidió la cuenta al mozo de la barra y Georgina estaba comentando que ya iba siendo hora de irse, puesto que ni los Bagués ni Valls Verdú aparecían, cuando Norma notó un peso cálido sobre la rodilla alzada y vio que el limpiabotas tuerto apoyaba en ella la frente y lloraba en silencio. Su mal disimulada agitación nerviosa, con los sollozos, repercutía desde su frente a la rodilla amada y emputecida, conectando con las fibras nerviosas de la propia Norma, cuyo primer impulso fue retirar la rodilla. Pero se contuvo. Los demás no habían notado nada, seguían charlando. El limpiabotas parecía que se iba a desmoronar de un momento a otro. Su espalda doblada se agitaba con los sollozos, había rendido los brazos y soltado el cepillo y la gamuza, y sus manos se movían extraviadas y yertas en torno a los tobillos de Norma sucios de betún. Durante un buen rato, y sin acabar de comprender el porqué, Norma no reaccionó y cerró los ojos reteniendo entre los párpados la imagen de aquella cabeza ensortijada y compungida porfiando sobre su rodilla encendida. Por fin abrió los ojos y rozó con las yemas de los dedos los ásperos rizos.

– Oiga, ¿qué le pasa? -Y entonces miró a los demás sin saber qué hacer. Pero no retiró el pie del estribo ni apartó la rodilla de la frente abatida de aquel hombre cuya pena, seguramente, era la de no poder ofrecerle un buen servicio-. No se lo tome así, lo hace usted muy bien… ¡Ay, tú, Eudald! -suplicó a Ribas-. Dile algo, por favor…

– Cálmese, hombre, no hay para tanto -dijo Ribas, y le empujó suavemente en el hombro para que despegara la frente de la rodilla, pero no hubo manera.

– Que sí, que es usted un limpia fenomenal -dijo Mireia Fontán conteniendo las ganas de reír.

– Y tanto -corroboró Tassis-. Esos zapatos verdes de furcia nunca habían brillado así.

Pero el limpiabotas seguía sin reaccionar. Restregaba la frente y el parche negro en la hermosa rodilla y sollozaba desconsoladamente, el gesto suspendido en torno al pie de Norma, como si temiera tocarlo. Ribas le dio otro empujón, pero ni por ésas. Parecía que la frente estuviera soldada a la rodilla.

– Esto le pasa a usted por testarudo -dijo Ribas-. ¿Por qué se mete a limpiar zapatos si no es lo suyo?

– Ya nos ha dicho por qué, Eudald -le reprochó Norma-, ahora no te pases.

– Está pirado.

– Déjale en paz. Págale, ¿quieres?

Ella ofreció un rato más su rodilla a la conturbada frente y movió las manos abiertas en torno a la cabeza sin atreverse a tocarla. Entonces Ribas estuvo tentado de atizarle al limpia neurasténico un tercer manotazo, pero optó por ofrecerle una moneda de quinientas pesetas.